ARMANI, HORACIO
A DYLAN THOMAS

¿Qué sé de él, de ese raro
buhonero borracho
que enrarecía el aire con estremecimientos
parecidos a imágenes;
qué sabré nunca de su enconado existir frente al mar,
azorado por gritos y visiones,
lanceado por su deseo
de asir la paz de los desesperados?
Ni siquiera comprendo
bastante su poesía, ese idioma
que se rompe en chasquidos lúgubres cuando lo intuyo.
Como a tantos otros que se rebelaron
contra la costumbre,
predecesores o contemporáneos, lo veo
naufragando en la inutilidad,
la mano perdurante abrazada al madero,
la mirada extendiéndose
en una perspectiva donde abunda la muerte.
Reposa, gris, fuego, acechante poeta:
descansa en este libro como en la nube hallada
un día de noviembre, recitando tus versos
para nadie, sabiendo que tu nombre condenado a la moda
ingresaría decorosamente
en el vacío del saber cotidiano.
Sé lo que quieras, ahora que tu vida
asume esa leyenda que abrillanta tus versos
con agrios halos de alucinaciones,
donde no estás, ni está la vaharada de desgracias
que heredaste sin querer, desplegándola
en una correría desbocada
de inocencias culpables.
Si sobrevives aún en esa noche
donde encienden sus fuegos
los desechados, vuelve los ojos,
la impaciencia, el aullido
a esta voz mía que se hunde
con remota delicia
en el rabioso coro de los otros oscuros fracasados,
los ínfimos,
los amargos que nacieron sin mito.
(1968).

ALMAGRO

Como una interminable sucesión
de alas dulces y rápidas
he compartido
el silencioso coro
de tus días azules.
Y he adorado también
los dedos de la lluvia
acariciando
el verde sobresalto de las ramas.
Ahora
te pertenezco, hasta comprendo
que la monotonía
puede ser una forma de esperanza y la pobreza
un hábito gentil que nos ilustra,
una dicha común
de poca cosa.
Comprendo tu destino:
descifro los augurios
de la sombra en los muros.
Calles con la inocencia
del hastío;
la pareja tristeza de una puerta
inaugura a mansalva
la siesta acurrucada entre malvones.
Linajes de costumbres,
paciencias comedidas
invitando al olvido,
la ternura del mate
soslaya ociosamente
los riesgos de la tarde.
Liviana, distraída,
tu sencillez perdura
con aceptada mansedumbre
y descuenta los días
sin querer, vagamente,
para que te sintamos
como un quieto contento,
como una desangrada delicia
de todo lo que vive
con destino de amor.

APROXIMACIÓN A SAN TELMO

A José Edmundo Clemente

La continuación de los días, la pequeñez en la esperanza,
el miedo,
quizá la facultad de vivir en orgulloso olvido
mellaron estas casas, estas calles que vuelven,
que decidieron no seguir andando para andar sus
recuerdos,
sobras que ha desdeñado un dios mezquino.

¡Qué apasionadamente han convivido la miseria estos
muros!
Todo lugar es inmortal si lo han amado mucho y aquí
sabemos
que hasta los pájaros participaron del cariño, que hasta
las piedras
son testigos filiales de algún conocimiento,
señaladas por muertes y por vidas que fueron leales a
sí mismas
y espléndidas e inútiles en verdad, como todo.

Difícil es amar el pasado por sólo unas paredes
mas cuando en su renuncia sacrificaron la vanidad o la
grandeza
dejando sólo humanidad y llanto
podemos suponer que el sueño ha sido
y comprobar que un pedazo de patria todavía
nos sugiere ternura.

San Telmo, entre tu sombra, entre tus sueños
viven los que se sienten de esta tierra
por renunciamiento o por haber llegado al límite
del desamparo, o por haber nacido
en una anochecida de mates y pobreza
con un tango querido dentro del corazón.

Ay, que ser argentino es cosa dura;
es estar tan aislado de amistad, de palabra,
tan incomunicado con Dios, necesitado
de algo que asombre o ciegue, de alguna cosa, de alguien
que nos mueva a piedad o rompa el pecho
con una luz, con un puñal, con vida,
con vida solamente,
con vida que se arraigue entre las venas
y nos haga aceptar esto que dura tanto.

CÍRCULO

Ahora soy
la piedra más caída:
perduro, ya no sufro.
Soy un insecto
que arriesga entre las hierbas
su azar de vida o muerte.
Como una rama ajena
a las velocidades de la luz
y el designio del viento
cumplo
mi oficio subalterno,
mi anónima intensidad.
¡Y arriba,
cerca, lejos,
en la infinita ironía
del espacio,
Dios,
una dulzura repentina,
se acumula en colores
y más allá transidos!
Tantos alrededores para llegar a quien
tal vez sea el más solo,
el más abandonado
sentimiento.
Para alcanzar a quien
quizá como la piedra
perdura, ya no sufre.

COSTA DE AMALFI

Jorge Cruz
Quisiera estar de nuevo
en esa orilla donde
la gloria adula al día indiferente.
Y repetir los pasos
que una vez me llevaron
al oscilante asombro
de tanto azul no visto,
tanto color que ondeaba
su esbeltez impasible
como ciertas sonrisas.
¡Mar, Gioconda dispersa, profusiones
de irascibles ternuras!
Ahora es el tumulto de una quieta
paciencia de memorias.
Mas todavía siento
el sabor de esa luz
en la mirada.

CREACIÓN DEL DÍA

Ni los gatos, que conviven la noche tejiendo ceremonias,
ni el viejo desvelado que conoce el idioma de la sombra
saben cómo nace la luz sobre esta calle. Apenas
se distraen, ya el gris —un gris informe— va urdiendo
la mañana.
Es como si alguien solo, muy solo y tal vez tímido,
se entretuviera haciendo siempre igual la pobreza
de esta luz que comienza perfilando cornisas
y balcones y umbrales que gastó la costumbre.
El alba se adelanta como puede y el barrio
la acepta, resignado.
¿Cómo se hace esta luz?
¿Con qué agonías nace, como nace la vida,
desgarrando la entraña de la sombra? Si el crepúsculo
muere
resignado, el alba se resiste a nacer: un presagio
parece demorarla, se suceden augurios
de crueles movimientos.
Tal vez sea esa duda la que pesa en los párpados
del primer soñoliento que irrumpe en la jornada
con el paso indeciso del condenado. Luego,
todo se va ordenando con sonidos y luces:
la ciudad, que había muerto, comienza a amar la vida. Cada día es un círculo igual a una existencia
y lo saben las calles dilatadas, los árboles,
las paredes raídas de los patios, el viento.
No lo saben los hombres, pero igual son testigos
de ese vicio que ordenan los minutos: el tiempo.
(Inédito, 1975).

DIOS

El color de una hoja
conoce
más que ningún profeta
el designio de Dios.
El brillo de un reflejo
sobre el agua
siente por un instante
la intensidad huyente,
padecida y pesante
de la mirada altísima.
Las grutas de la noche
saben con cuánta angustia
divina
condescienden los búhos
a su inmovilidad.
El violonchelo suena
liberado
de aquel que lo estremece
y algo eterno conmueve
esa voz de madera
que ha padecido mucho. Y sucesivamente
todas las cosas
ríen, perduran,
sufren,
se mueven en un ámbito
insondable que el hombre,
ese desamparado,
apenas intuye.
Es terrible
que Dios no duerma nunca,
que Dios no diga
nunca
nada.

ELEMENTOS DE LA NOSTALGIA

Al sur de esta región vuelan los pájaros,
pero la tierra es seca y cenicienta
y las ramas de los árboles suenan
a chatarra entre el viento.
Oh pájaros, volad con alegría:
alguien habrá compadeciéndome.
Como premonición de algún deseo
las nubes arrastran la arena de los médanos:
cimbran los cardos con esqueletos de sonidos,
todo es una lujuria lentísima que socava.
Vientos, pastos, caldenes solitarios,
arrancad esta aguja clavada en mi corazón,
haced que deje algo menos inútil que mi paso:
una gota de sangre, una gota
de sangre sola, una sola
gota que sea como la sangre de la nada.
Quisiera
vivir mi vida entera aquí, quisiera
morir mi vida entera aquí, morir mi muerte entera
y sin destino, mi muerte coronada
como lo único purísimo,
lo único seco y solo con su fruto salvaje,
la herrumbre de algo que debió ser espléndido
y para cuya edad me creí concebido.

ESA NADA QUE AYUDA

Días hubo en que amé solamente el deseo:
la luz y la pobreza me tocaron. Entonces,
¿qué persuasión o qué renuncia tendrá la imagen única
que abrirá estérilmente las grandes puertas inviolables?
A quién recordarás cuando atravieses
el último verano,
cerca ya del final, ejercitando
las contadas memorias, siendo olvido:
a qué imagen entre todas querida pedirás esperanza,
la certeza de que nada fue inútil o la perduración,
esa mera insistencia en padecer eternamente.
Habrá un instante solo entre otros muchos
en que la vida fue algo más que un sueño:
habrá una mano que recuerdes,
la mirada materna, el solo amor,
o la pequeña forma viva que alargaba los días
en la tierra batida por los vientos y el hambre.
Antes, cuando la infancia te roía
y la vida era un énfasis inocente y seguro,
se conocían horas de esplendor y esperanza:
¡oh niñez, río nostálgico,
fuiste breve como estremecimiento!
Y la imaginación que surcaba los días bajo un cielo de nubes empujándose,
y la mañana aquella en que nevó
y corrías sorbiendo la blancura
sin fuego, sin amor, sin pan, sin nada:
cuando aún no sabías cuánta sombra aguardaba
y que todo se paga con sufrimiento y humillaciones,
aun la poesía, esa distracción inocente y desusada,
ese ocio triste que alimentan los solitarios,
esa nada que ayuda…
(¡Oh niñez, río nostálgico,
fuiste breve como estremecimiento!)
Para vivir, para morir, Dios mío,
no hacen falta recuerdos: sí un instante
que haya vibrado un día con el latido del amor,
un instante más alto que la dicha
y un poco más que la tristeza;
el minuto en que ardió todo el temblor de un ser
hasta dejarnos solos, completos ya de mundo,
llenos ya de pasión sin destino, amando a todos
porque sí, mansamente, sin querer otro premio
que esa desnuda aceptación de todo.
Sólo el momento en que nos comprendimos
signó el color de la postrera imagen.
Será tal vez un sueño: la poesía,
esa nada que ayuda.
(“Para vivir, para morir”, 1969).

ESCENA DE CAZA

La perdiz estrellándose contra el álamo, herida
en su vuelo rastrero, siente en el estertor
el mortal aquelarre
de la jauría abalanzada.
Un juego
de hojas frías se desgrana del árbol. Silba el hombre
al alzar el vellón
que colgado de un haz va dejando en la tierra
un reguero bermejo.
Por la ruta distante
pasa un camión de jornaleros. Ríen.
Otro disparo astilla la vidriosa quietud.
Las pocas cosas de la tarde asisten
impasibles al juego
de la vida y la muerte. El nuboso
decorado del monte, remoto, se refracta
sobre la piel del agua. Nada canta. A la orilla del río la humareda
de la fábrica teje
tramas y anillos. La lentitud movible
de la corriente arrastra
una veta de arsénico, una torneada víbora
que al pasar se jaspea bajo las ramas. Ecos aullantes
persiguen nuevos vuelos.
Hay otras cacerías en las selvas humanas
que germina la tierra. Estallan en los parques,
en las calles regadas por el hollín: de noche,
ojos estremecidos aguardan el final
como la liebre ante la luz. Un vahído
de masacre nos puebla.
¡Oh el apogeo
del furor: se han desgranado los mármoles,
están ciegos, vallados los caminos;
sólo un brillo inocente tiembla en la madriguera
de la rata de campo!
Y ahora que lo humano
nos abandona, el pico corroído
del pájaro que bebe el agua envenenada
apaga en su rayo escarlata
la agonía del mundo.
(Inédito, 1974).

ESTA TIERRA, ESTE CIELO

Vivo en una ciudad en donde todos
se ignoran: la vida aquí es una pura fórmula, una
abstracción
que hasta los desgraciados omiten; los pobres solitarios,
los que acumulan su hastío semanal para un domingo
de hambre
y aun aquellos que andan por su dolor como por una
larga calle:
una calle con ventanas cerradas, con muros grises, con
lejanos chillidos
de radios y parejas obscenas besándose bajo los árboles.
Yo padezco aquí la temible soledad de saberme
argentino.
Nadie ya siente nada. La belleza se ha muerto:
el pintor traza círculos, los poetas
acumulan palabras, el tendero
cobra por la pobreza que ha envasado en tarritos,
los militares hacen revoluciones regularmente,
los políticos hablan de libertad y acrecientan sus bienes,
los beatos negocian su salvación y mientras tanto
hay seres miserables que construyen
arrabales pobrísimos con maderas y latas, oh ciudad,
oh tango con un sollozo de impotencia y vaciedad
cruzando
como en un latigazo el corazón. Pero a pesar de todo, país mío, te quiero;
con un furor rabioso te quiero, con un amor extraño
te busco en cada lenta mirada, estoy buscándote
como a una gris mujer que vive absorta y reclinada
para siempre en sí misma,
contando la desgracia que resta y el dolor que ha vivido
y resignada ya de su fracaso y de su miedo.
Extraña es esta tierra, las miradas, el cielo,
lo que por desconfianza o impotencia no decide su
su entrega
y aquello que temiendo la humillación o la verg�enza
no permite llorar, gritar, ser vida.
Extraño es todo aquí; todo está contenido
como ansiado vivirse, hay algo
superior al engaño, hay una gran marea
de piedad estancada, un dolor argentino
que estallará sin duda como una caballada de fuego en
la llanura:
algo está conjurándose en este país callado y lento.
Dan ganas de golpearlo hasta que grite;
dan ganas de llorar hasta que viva.

IDENTIDAD

Yo me he sentido tantas veces árbol,
tantas veces paisaje, piedra, pájaro,
que ya en la tierra queda un poco de lo mío,
de esa suave tristeza
que se gana mirando largamente
la luz,
un rostro amado,
una flor seca.

INOCENCIA

La exhalación de un pájaro
aventura
la lástima inocente de dos alas,
allí, sobre la arista del deseo,
donde más a mansalva
el día está
brillantemente
herido.

LAMENTACIÓN DEL CIEGO

La sensación de una rabia implacable, algo natural
originado por humillaciones, los deseos
agitándose como pordiosero entre desgracias,
y alguna vez la lluvia que cae para acompañarnos
pueden seguramente ser lo irreparable: el origen del
miedo,
lo que se une para perpetuar la vida o el afán de matar
y también el sometimiento, la aceptación, lo que nos
hace
débiles hasta el hueso y aún persiste.

Enardecidos de no ser, templándonos en la obsecuencia,
nuestra doble condición se inclina ante el victorioso
aborreciéndole,
tan fácil es el agasajo como el odio o la vanilocuencia,
tan difícil ser uno mismo, ya en la palabra o en el acto,
o simplemente en los sueños, ajenos a nuestra voluntad
e incesantes,
y tan oprobioso es vivir por vivir, como lo hacemos
normalmente.

Alguna cosa melancólica superior a mis días
ha forzado mi ambición, ha impulsado mi miedo, ha
definido
el tembloroso tedio que tejo en la pobreza:
hoy sólo el recordar me sobrevive;
sólo la indiferencia -esa hueca felicidad- me agasaja;
sólo lo que acontece dado en sueños poseo
luego de haber sufrido el esplendor sobre mis párpados,
luego de haber andado la serenidad lastimándome.

Nadie pidió este día miserable
que nos tocó vivir. Yo no he pedido
quedarme en la pobreza de este sábado
sin amor, sin familia, sin palabras.
Todo es confuso aquí: las noches
no me deparan nada, la vigilia
sólo temor, los días
un vano viento que sacudo sobre mis hombros
obsedido.

Poeta que era dios, que te creías
dios en la inmensa plenitud del canto:
han pasado los éxtasis y hasta tu voz se extingue,
basura de una infancia que fue hermosa,
olvido en que caíste cuando engañaban tu ansia
las miradas, el mundo, las suaves circunstancias
en cuya falsedad fincó tu orgullo.

Has llegado al final, donde no hay nada, y sabes
que ha sido un juego inútil y has perdido.

LENTA ASCENSIÓN DE HORACIO QUIROGA

Se llevará a los labios la luz que quiso tanto.
Cada día verá el mismo milagro,
la lluvia, el sueño lerdo
de los insectos en su mundo de miedo,
árboles traspasando sus ojos
con vidrios verdes donde saltan tigres,
loros agitadores, charcos, légamos
suavemente podridos.
Comprobará lo que él sabía
cuando peleaba en el trapo del sueño.
El hombre vegetal chorreando un liquen
pegajoso, los brazos como ramas,
agita el aire para huir de esa selva
y la barba llamea entre la luz parada:
no puede deshacerse de sí mismo, no puede
perdonarse; flotante
sobrenada el espacio con el paisaje a cuestas.
¿Al cielo llegará, a ese naufragio
sin creación, con nada y olvido?
(“El gusto de la vida”, 1974).

LOS MUROS

¡Qué sencilla es la gente!
Basta mirar sus ojos,
preguntarles qué pasa
para entender el mundo.
Los sueños que han corrido
de noche, galopantes,
debajo de sus párpados.
Las costumbres exactas
que alimentan sus vidas
desde cada minuto.
El claro ser y estar
de toda la esperanza
que ardía allí, aguardando.
A veces no sabemos
qué dulcemente pueden
comprendernos. A veces
no sabemos
que una sola palabra
los hiere inútilmente,
que una sola palabra
podría ser la dicha,
el rumor de una piel,
el esplendor que encienda
la vida agazapada. Porque todos vivimos
circundados por vastos
muros que nos separan.
En medio de los días
golpeamos y golpeamos
en millones de puertas,
de rostros, de minutos,
sin que nadie responda.
¿Cuándo derribaremos
ese invisible límite?
¿Hasta cuándo la vida
será sólo una vaga
sensación de renuncia,
un grito hacia el vacío
para que nos comprendan?
Y sería tan simple
si todos lo quisiéramos.
Porque a veces nos basta
mirarnos a los ojos
y preguntar qué pasa
para entender el mundo.
(�Los días usurpados�, 1964).

MENDIGO

Señor,
esa lástima
acurrucada en el umbral
¿Es la verdad?

PAMPA

Inútil es el mediodía sobre estos campos áridos.
Inútil toda palabra, todo recuerdo, toda esperanza de
volver a vivir
con persistencia en la dulzura:
se ve desamparada a la naturaleza; se la ve inmóvil,
rígida.
Ha dejado de ser inexplicable, porque la única certeza
posible
es la quietud, esa forma somera de la muerte.

Sólo se siente a Dios contemplando resignado su mundo.
Sólo se siente que aún hay una gran palabra oculta,
un resplandor que nos promueve a la esperanza, al
anhelo
que revienta tembloroso en preguntas:
– ¿Eres siempre la Nochebuena? ¿El ensueño de Cristo
de velar y velar con los ojos
abiertos espantosamente en la espesura
de noches y alboradas indiferentes, entre el polvo
de las almas encadenadas por sus deseos en el tiempo?

Quien ha llegado hasta aquí ya conoce el olvido,
Quien percibe estos campos ha sido señalado por el
conocimiento
mas la dureza de saber qué corto es el vivir y qué larga
es la muerte
no será suficiente: no ha de bastar jamás
para la gran pregunta oculta y sin respuesta
con que nos engañábamos desde el nacimiento.

E inútil es la rabia del viento entre los médanos: no
hay salvación,
no hay salvación posible: estamos presos,
encerrados sin culpa en esta libertad efímera del tiempo;
vano es que el alma solicite liberación a sus deseos para
siempre.

¿Es que detrás de estas llanuras existe el mar, la vida?

PARA VIVIR, PARA MORIR

Canto entre ríos cuando canto, y canto
con todo el corazón desmemoriado.
Desde las altas ramas, desvenado,
el canto a una más alta luz levanto.
Canto para saber si en el encanto
del fuego en la garganta enamorado
puedo olvidar la sobra que ha sobrado
del día aquel donde he vivido tanto.
Las horas y el minuto en que surgieron
cosas raras, extrañas, delicadas
violencias que en dos ojos convivieron.
Cuando subí hacia las entusiasmadas
albas de la poesía, hasta su centro,
para vivir, para morir adentro.

PIZARRO

Francisco Pizarro, conquistador a sangre y fuego
de un imperio,
el 26 de junio de 1541 expiró, asesinado,
después de haber besado la cruz que con su sangre
trazó en el arduo suelo.
Hoy su esqueleto polvoriento guarda y exhibe
en un oscuro hueco la Catedral de Lima.
Nadie ama esa pobre calavera que atrae a los turistas,
a los melancólicos traficantes del pasado, a los gozosos
visitadores de museos.
Los mestizos pasan indiferentes ante él, ensimismados
en su sordo rencor al blanco y su desprecio al indio.
Tan sólo, a veces,
algún cholo penetra en el oscuro ámbito ya poblado
de historia
a mirar la osamenta tristísima, ese cráneo animal,
esa basura del poder rescatada al olvido,
y siente que algo más feroz que la muerte ha debido
ultimarlo,
algo más infinito y cálido que esa cruz dibujada,
algo que duerme oculto entre las grandes piedras y las
ruinas
de Cuzco:
el eco de un temblor que todavía sobrevive, que todavía llena de esplendor un ancho territorio
inmortal,
una luz que aún enciende con su dulzura extrema
la detenida, insomne, inasible mirada de los indios.

POESÍA INMINENTE

No es posible
vivir así, con tanto mediodía
tendiendo redes finas,
llamados, regocijos
de invitada belleza.
No es posible
continuar sustraídos
al triunfo de la luz,
eternamente unidos
a esta rueda ultrajante,
aspirando a la gloria
de una gota, soñando
con altísimos puentes.
Alguna vez
la pobreza universal
levantará su cálida marea,
destruirá el laberinto,
iniciará
la única aventura.
Oh dioses de la noche:
el color de la vida
sonará a furor entre esas conmovidas
vehemencias.
Y en la púrpura
se elevará el clamor
unánime:
se alzará más amor,
se detendrá en confines,
en ráfagas de gracia,
cantará como hálitos
o como pájaros sobre la suerte.
¡Un espacio, una rosa
de inviolable esperanza,
una pura frecuencia
donde tocar la piel de la ternura,
donde sentir, ya cierta,
la poesía inminente!
(“Poesía inminente”, 1968).

RECUERDO DE NOSTALGIA

Los pájaros salvajes pasaban inminentes
como sombras sutiles en la llanura extrema.
El viento completaba el espacio, sucedía girando
melancólico y vasto,
y en la luz del verano titilaban apenas
las lúcidas violencias del pasto ardiente y áspero.
Sólo yo contemplaba tanta vida impasible.
Y los potros venían. Venían los caballos
desde lejos, huyentes. Sus altas estaturas
se alzaban sobre el polvo de la estación ardiente
entre el fragor confuso de esparcidos relinchos.
Casi llameantes, casi eternos, sus belfos
impregnaban de espuma la acre tierra, la tierra
toda estremecimiento bajo la tropa elástica.
Sólo yo contemplaba. Aquélla era la pampa,
aquél el Sur espléndido.
Lejano estoy ahora de las hermosas horas
en que ya enamorado ceñía el cuerpo núbil
de la joven América. No lo sabía entonces.
Mas todo ardía herido de una belleza nueva,
y la vida, y el ansia, y la infinita tierra se escuchaban subir, se oían elevarse,
alzarse suavemente,
dulcemente ascender hacia el alma en espera.
Ed era tutto simile al suono dell`amore.
(Roma, 1961).

ROBERTO ARLT

Libros verdes salían de sus ojos
y llamas entre gritos de amor,
y medias como rosas de cobre,
rufianes melancólicos, buscadores de luz.
Luz que transparentaba en los rincones
la miseria del mundo, ansias volátiles
de ser más que pobreza, más que el frío,
el puñado de gritos que es la vida.
La vida anonadada en los umbrales
cuando se va a pedir y vacila el llamado.
Muros de vidrio verdinosos
y él, como un pez, chocando en su pecera.
Iba entre páginas moradas
de lentas prostitutas y de astrólogos,
buscando soles, enredándose
en su propio dolor y el de los otros.
Los faroles ardían como estrellas
al final del camino. La Partera
le alumbró el nuevo mundo
donde cayó abrazado a sus criaturas. ¿En qué otro infierno estás? La vida es poca cosa
para una sed tan larga,
la muerte es poca cosa
para un dolor tendido sobre cada infinito.
(Inédito, 1976).

SOLICITANDO UN SIGNO

He pensado en la salvación: he visto un sueño
-ya en la plena vigilia de mis días-
y creo que era un río transparente,
una cosa cruel que de algún modo
incluía el dolor, la sed, el crimen,
los seres que humillaron esta tierra.

He querido creer, mas no en un sueño:
todos mis días luchan lastimándose
por alcanzar una evidencia, un signo.
Es la sublevación de la esperanza:
he querido creer y he de quererlo
a cada instante, a cada edad, alternativamente
dudando, manso y solo; he de quererlo siempre,
y ahora que deseo comprender con pasión mi aventura
¡qué largamente ayuno de fe va mi fracaso!

Entre el creyente y el incrédulo existe un vínculo
inexplicable; quizá un color, el miedo,
la manera de adorar ciertas ramas o el modo
con que la luz desciende sobre un lugar quietísimo:
de la vigilia al sueño sus mitos van uniéndose,
perjudicando todo, los movimientos, la esperanza.

Una cierta tensión los ayuda; los obliga al recuerdo.
A veces sus miradas complican la dulzura y el aire
donde todo aparece desluciéndose es triste:
es Dios que ha fracasado, y es su verg�enza y su temor
cayéndonos como ceniza en las solapas.

Oh Dios, danos de veras algo nuevo:
te conocemos demasiado; hemos sufrido todos
demasiado; hemos bebido hasta el exceso
de tus verg�enzas: ayúdanos, sé algo
que no implique el horror, ni el abandono, ni el
sometimiento;
hasta tu indiferencia debería salvarnos
si tan sólo inclinaras tu soledad acompañándonos.

Yo he querido creer, mas no en un sueño.
Todos mis días luchan lastimándose.

TIERRA HERIDA

Estoy en el más cruel sitio del mundo:
mi alrededor es toda una ciudad
y sin embargo el llano es quien la habita.
Vivir aquí da pequeñez al tiempo:
es un peregrinaje en el vacío.
Me dan ganas de irme o de volver,
o de quedarme apenas contemplando
lo que la oscura indiferencia envuelve:
son sólo sombras, la piedad que huye;
fragmentos que algún dios ha dispersado
y que no se unirán, que no han de unirse
porque toda esta tierra está vacía,
porque hay un pobre que está solo y tiembla.
¡Qué sabe el día quien lo habita ahora!
Si sus cielos pudieran abarcarnos,
mas no como deseos, sino amándonos
como el que ya no ve de tan profundo,
si sus horas quisieran revelársenos
acudiríamos como exasperados;
quizá no hay nadie que nos ame ahora,
ni Dios, ni el ser de Dios más olvidado.
Ay, mi patria está herida y sangra, sangra…
Ya nadie puede defenderla ahora.

TRASTÉVERE

Todavía recuerdo
los oscuros escándalos
de las ropas aquellas
tendidas contra el cielo.
Debajo se vivía
la espléndida miseria.

UN LUGAR EN EL SUR

El sitio en donde nada ocurre
es un trapo sobre la costa:
están arruinadas las paciencias,
parado el tiempo; en el espacio
crece la rama de la nada.
Dificultosamente nos ponemos los zapatos del día.
Alguien va por la calle amontonada junto a la escollera.
Mientras sus pasos suenan como rencores, sabe
que lo único posible está ocurriendo lejos,
que nada puede pervertir a una gran desolación.
(El muelle perdía seguridad, temblaba y moría
burlado por las mareas,
el perfil de la noche se entendía
imaginando apenas la palabra deseo.)
Esto es el Sur, es en el Sur. Está lejos de todo.
Es un telón para llorar, si existieran razones.
Cruje, traquetea la vieja casilla de madera
amada, para su desdicha, por las ráfagas.
Es un lugar de la Argentina. No lo ha inventado nadie.
(¿Qué se podía ver allí? Un triste día,
el mástil recortado sobre la aduana de ladrillos,
el cielo terroso ocupado por el viento,
algunos pájaros raídos desconfiando de todo.)
Arriba se reconocen tumefacciones, signos de impureza,
erráticos monstruos de vapor alimentados por el clima.
Y se solaza el tiempo ahíto sobre esas ruinas
sabiendo que ya nada, nunca, puede ocurrir allí.
Podridos, los pescados se convierten en aire.

UN SABOR SECRETO

“Porque los valles floridos de Barracas, al fin de ellos
el gracioso riachuelo, y a la izquierda la planicie
esmeraltada de la Boca, son una de las más bellas
perspectivas que se encuentran en los alrededores de
Buenos Aires, contemplada desde la alta barranca de
Balcarce”.
José Mármol, “Amalia”.
De la usada esperanza y el pálido resplandor
de estas casas, de su sabor secreto
y duelos, el ojo corroído
por indiferencias apenas si ama
alguna estría dejada por la muerte, pájaros
nocturnos, lunares
que la noche ha cavado sin saber en las lentas paredes.
¿Alguna vez hubo allí dentro luces
o algo igual al deseo de una piel;
hubo ruidos temblados de besos y de frutas
y un esperar bajo las parras, penumbras en que ardía
ese animal curioso que es la dicha,
esa orilla del tiempo en donde nace
el gusto de la vida? Ya es mucho imaginarlo
en este mediodía robado por el humo
que humilla hasta a las piedras.
Y el grito que rebota en los umbrales
no es el eco de aquellos
que abrían la mañana:
alaridos mecánicos sofocan el recuerdo.
Durará todavía, durará largamente
una gana tendida
de curvar hacia atrás
el párpado del tiempo,
de volver a ese quieto placer, a ese quedarse
demorado, cegado
por tanta paz ilesa.
El gusto de la vida: fue la sombra
sobre un patio baldeado, era el pecho
de un mate entre las manos.

ÚNICO RIESGO

Esther
Dulce asediada, y grácil,
por las hojas del día
tu lluvia nueva nace,
tu color, que a un reflejo
sin fin roba la forma.
De espumas que no quieren
más blanco de ese augurio
que nada en tu sonrisa
se hace el mar. Cuánto día
sin mañana ni ocaso:
sólo una tarde para
la sombra que hace el peso
querido de tu cuerpo,
sólo una tarde para
la sed que nace al paso
rendido de tu sueño.
La trampa y el tesoro
de esta luz magnifican
incendios en tu pelo. Ni pena ni ansia: el eco
de tu niñez
cautiva
tanta lumbre sin dueño.
Y el mar nada en tu risa
con el pez más liviano,
navegante que salta
de un olvido a un recuerdo.
Entre el verano, ínfima,
eres su único riesgo.

VIAJE A UN RECUERDO

A veces entro en él como a una casa azul de grandes
puertas
con ventanas ovales que dan hacia un país
sumergido,
como un inmenso acuario que las plantas salvajes
y los peces
habitan,
mientras el tiempo asume sus pálidos reflejos espaciosos
y tristes,
dulcemente cantando una canción de olvido,
cantando una canción que las piedras musgosas repiten
bajo el agua,
diciendo un nombre suave que enmudece al pasar
sobre la arena inmóvil.

Amado ser, amada forma, amado
recuerdo, todavía
transitas los caminos oscuros donde mueren
vagamente las noches,
humeando en la distancia con tus pobres pavesas que
iluminan el viento,
abriéndote en delgadas espirales que envuelven
la imagen de un poema donde llora una niña.

Cuando en la tierra crecen las flores melancólicas
te nombran los amantes,
porque en las cosas simples tu perfume sin peso
permanece pensando,
creando una palabra de esperanza que alegra lo nunca
derruido,
y aún sus ramas altas se agitan ante el paso postrero
de los días
aguardando en silencio las últimas señales
o el color de una época transcurrida entre sueños.

Es cierto que entro en ti como a un recinto lleno de
dioses incorpóreos,
oh solitaria, oh dulce casa azul de grandes puertas,
mientras el tiempo asume sus pálidos reflejos espaciosos
y tristes,
mientras sus aguas crecen carcomiendo tus muros
apenas sometidos,
girando con un débil murmullo de palomas que
murieran en ti,
cantando una canción que las piedras musgosas
repiten bajo el agua,
diciendo un nombre suave que enmudece al pasar
sobre la arena inmóvil.

(“Esta luz donde habitas”, 1948).

VICTORIA POR EL SUEÑO

Soñé que combatías con mi alma:
tus cabellos oscuros brillaban sobre el mar
y emergías llorando quizás por tu victoria.
La vigilia cayó sobre mi frente
cubriéndome de llanto o de rocío.
Ay, de esa guerra suave estoy herido;
estoy ciego, estoy solo y es noviembre
y no quiero vivir, ni amar, ni nada.
Qué hacías en mi noche y a mansalva y sonriendo,
si tu ternura sabe todas las cosas con casi una mirada,
si tan sólo en un gesto has comprendido
el despojo humillante, la desgracia que soy.
Reclinada en ti misma la duda va envolviéndote:
las horas van haciendo tu rostro entre la luz
y tu niñez graciosa parece mi fracaso:
cada día me arroja tu mirada
tan brillante y redonda, igual a una limosna
que en mi pobreza cae con un fulgor quietísimo.
Si el amor y el dolor son dos noches iguales,
a quién he de implorar el día único, la jornada total
donde tú misma puedas saber que no he mentido,
donde yo mismo pueda saber cuánto he mentido, cuánto ayer aceptado se inclina hasta decirme
que en ese sueño inútil yo te he querido mucho.
(“La vida de siempre”, 1958)

VIVIR AQUÍ

Es tan duro vivir aquí, tan largo
durar con el designio de estar solo,
tan a mansalva es lo que transcurrimos
cuando ni el propio amor —como esperanza o hálito—
puede inferir ternura al sufrimiento,
cuando cada dolor vive en su celda
recelando entre el vago desgano de las horas,
entregado al azar de lo que arriba
para entregar la dicha o el oprobio.
La gente anda tristísima, solísima.
Dios debe haber sufrido tanto aquí.
Reconozco a este pálido argentino
por su dolor, que vive de una nada sedienta,
por sus ojos, que miran como cavando surcos,
por sus manos, tan lejos del infierno o del cielo,
por su piel, que es hermana del deseo y se aísla,
por el impulso heroico de vivir que se esconde
como un tigre roído por el temor en su ánimo.
La gente anda tristísima, solísima.
Quizá Dios ha llorado mucho aquí.
Anda, vive, circula, mueve lentos deseos, se aquerencia en las calles y supone que es bueno
ser así, de esta tierra; por sus escasos sueños
comprende que la dicha se espeja en el fracaso
y el dolor y la vida y el amor y la muerte
son letras para un tango que el viento de los días
melancólicamente confiere a Buenos Aires.
La gente anda tristísima, solísima.
Cómo habrá padecido Dios aquí.