BARBIERI, VICENTE
CONFÍN Y ENVÍO

BÁLSAMO todo, pedernal y espuma.
Y aquí en las sienes en mortal desvelo,
el confesado daño, el triste gozo.
Así en total, numérico y en suma.
La forma de la mano bajo el cielo
y el aroma volcado en el sollozo.

Que me trepe su luz, que me consuma
lumbre total y liana sin descuido-
nada mejor que ser ceniza cierta.
Que venga en piedra, en llama y en espuma
el ángel de mis playas perseguido
hasta el desierto de mi mano abierta.

Mi distrito cambiante y riguroso
se encuentra aquí, de lápidas poblado,
tierra de bienes irreconquistables.
Distrito del ciprés artificioso
por mis lagos más nítidos cercado
y donde mueren ecos inefables.

Después, el crecimiento de la estrella,
y el signo que avanzaba entre martirios
al borde mismo de las duras manos.
Carabela de azul, de humo la huella.
Y la niña en la estampa de los lirios.
Y el denso mapa y los sollozos vanos.

Después, virgen de túnica nevada,
turris ebúrnea sobre los tejados,
torre sapiente con el gallo de oro.
El doncel en el casco y en la espada,
cercado de dragones, y en pesados
puentes de hierro, y en la voz del coro.

Después, todo de hinojos en el ruego,
y la monografía del espacio
en las pestañas interrogadoras.

Y el arcángel —la espada de su fuego,
la suspirada puerta de topacio
y las Jerusalén conciliadoras.

Y en el principio fue descubrimiento
de apenas dolorosas latitudes —
la brizna azul, las muertes prestigiosas.
En el principio, dimensión del viento
en su prisión y alcázar de virtudes,
y el hecho impar, y el seno de las rosas-.

En voces de limón y hierbabuena
miro crecer mi soledad armada,
y el ángel que custodia mi recinto.
Esta heredad de miel, esta serena
lumbre de la ceniza celebrada
con su guardián de piedra y de jacinto.

Arrecifes en duendes y en corolas,
playa de la indudable mensajera.
¡Oh su valle de aromas sepultados!
Allí mora la niña de las olas,
allí la nave de la eterna espera,
y allí duermen mis héroes olvidados.

Pórtico venerado, innumerables
voces de polen para el hondo río,
con la huella veraz, con el espino.
Ya diviso las torres perdurables
que afirman la ciudad de tu albedrío,
¡oh huésped de mi ser, oh peregrino!

Laudis Deo

EL MILAGRO

ERA el día primero. Murmuraban
oraciones y páramos los hombres.
Yo vi el alto cortejo detenido
y el signo zodiacal que convenía.

El milagro vendrá, rota la copa
y el alfarero muerto sabiamente.

Yo vi la rueda azul, y la locura
entre quemados lirios y leopardos.
Miré apenas: sabía de las últimas
estaciones del hombre entre fusiles.

Tarda el milagro en ser como yo pido:
nada más que una mano en el vacío.

Desde un ángulo gris, desde algún punto
yo estoy mirando el alto crucifijo,
y la niña que juega entre carrozas
junto a la vieja fuente de suspiros.

El milagro está aquí, desesperado,
llamándome con nombres sin ayuda.

Vamos así, tranquilos entre cruces
y desolados árboles vacíos.
Ya florece la copa. El alfarero
muere entre aromas y peldaños negros.

Ya me invade el milagro. Ya estoy solo
con un ángel de niebla en la memoria.

LA BALADA DEL RIO SALADO

(Fragmento)

Nace en provincia verde y espinosa.
L.J. Tejeda y Guzmán
(Siglo XVII)

1

Era en la infancia, en juncos y rocíos,
cuando lo vi pasar, arrodillado.
Mojaba soles y castillos fríos
En retazos de tiempo lloviznado.
¡Ay!, ya sé que mi jugo enamorado
Fue de tiempo mejor, tiempo de ríos.

Y su sabor, amor de vieja andanza,
Doliendo sigue en tiempo transferido.
En hierro antiguo y pesadumbre avanza
Por un correr callado y dolorido
En grises campos y ponientes ardido,
Con mi ribera y puente de esperanza.

¡Qué poniente mejor, qué resignados
Sus sauces de oración, líquida pena,
Sus cirios, en la noche, con ahogados,
Su fábula y pasión, sobre la arena,
Y su estrella magnífica y serena
Sobre luces de peces acercados!

Yo miraba sus cosas, sus trigales,
Sus doloridas amapolas, vivas,
Y sus aguas verdosa y carnales,
Briznas y mariposas fugitivas,
Insectos musicales, siemprevivas,
Espumas de verdor, y pedernales.

Y sobre todo, el mundo sumergido
Con quién sabe qué penas y qué encanto.
Continente de paz, reino dormido
Entre rocas y nardos y amaranto.
Y más allí, los piélagos de espanto
Con los negros navíos y el olvido.

Su mundo sumergido. ¿Quién sabía
De ese mundo plural innominado?
Su mundo sumergido. Yo caía
En su profundo cielo suspirado-
Y el Bosque de coral, y el sepultado
Capitán Nemo con su estrella fría.

Y en temor de la noche, amargo foso,
adivinado solo, desvelado,
Con el viejo ermitaño silencioso
Y un no sé qué de eterno agazapado.
¡Cómo era todo allí de inexplorado,
La muerte, el agua, el mundo sin reposo!

También sus calaveras enterradas
Y su trébol gigante, yo sabía
Dulces huesos, cenizas cultivadas
Bajo su verde y su ribera fría.
Ah, su murmullo eterno que pulía
Manos sin fin y cuencas desveladas.

Su ir hacia Dios y al mar y a su destino,
Su núcleo persistente, navegante.
Las raíces de sal —su ángel marino-.
La serpiente escondida, y el diamante.
Siete vertientes para su almirante
Sepultado en un cofre cristalino.

(Nombre especial para mi geografía
Mi voz pide a su cauce de inocencia
En comarca y laurel y luna fría,
Para encender la náutica presencia.
Sea conmigo el límite, la esencia,
Y la niña humildad, ¡oh mediodía!)

2

De allí brotaba el canto y sol naciente,
Y las cuatro estaciones alargadas.
Ah, no se ha visto tarde más doliente
Ni cosas imposibles más soñadas.
Todas las vidas eran señaladas
Bajo un cabal zodíaco creciente.

Dibujado lo tengo ¡oh río abierto!
En planisferios de dulzor sin taza
Con una línea azul y un pino muerto.
Y junto a mi costado —abierto- pasa
Y mis dispersos líquenes abrasa
Con su sal en silencio y en desierto.

Un reposo de cáliz enterrado,
De antigua mariposa y luz serena,
Las plurales estrellas y el ganado.
Todo en sí con su canto y con su pena,
Su Viejo Testamento y Nochebuena,
Y la salud del heno y del arado.

Yo miraba sus cosas, sumergido
En su líquida lumbre, y despertaba
Sauce paciente, afán desconocido.
Galope de la tarde resonaba
Junto a mi estar de río, y escuchaba
Interrogar de corazón caído.

Los cinco tallos de la mano moja
Con agua de piedad y hierbabuena,
Y en el gris litoral que lo deshoja
Su conflicto nacía y su azucena.
Yo oí su voz, su fin, sierpe de arena
Y era mi voz, mi sierpe, y mi congoja.

¡Qué de voces nocturnas, qué soñadas
Luciérnagas de paz y miel fragante!
Y el lenguaje pluvial en renovadas
Narraciones de espuma y pez amante.
Cristalino perdón, zumo constante,
Y ninfas de coral maravilladas.

Qué interrogar de noches y de días,
De hechizadas lagunas y sembrados.
Qué de multiplicadas fechas frías
Con muertes y cumpleaños olvidados.
Qué sabores, en fin, desazonados
En amapolas y melancolías.

Inauguraba allí su sal ardida
La vieja nave, la dorada luna,
Y el manantial que canta, y la vencida
Doncellez sin piedad y sin fortuna-
Enredados cabellos sobre alguna
Lumbre de camalotes escondida.

Todo era en su corriente meridiana,
Lo que consuela y lo que desconsuela.
Sus brisas de poleo y mejorana
Y perfumada sangre que desvela,
Su viñeta de lirio y de vihuela,
Y el caballo del naipe, y la manzana.

(Infante de piedad, joven de río,
Había un niño allí, pálido en muerte.
Niñez de áncora en un cielo frío,
Creciendo en duelo y en ardida suerte.
Ninguno como tú perdido y fuerte,
Oh laberinto, oh niño amigo mío.)

3

Ya medía mis sueños más flamantes
Con los brazos abiertos, iniciales,
Y oían mis entrañas anhelantes
Las escondidas voces vegetales.
Por cauce azul y en aguas minerales
iban viejos maderos navegantes.

Ya nacía mi voz voluntariosa
Empinada en su sueño y su premura
Con su aviso y su flecha misteriosa,
Su temida pasión honda y oscura.
Adolescencia en cruz y arboladura,
Nave gimiente y viento de la rosa.

Y aprendí a dibujar nombres y cosas
Recónditas, pequeñas, perdurables,
Con tallos, con espigas venturosas,
Con arbustos, con piedras inmutables,
Con sonoras estrellas incontables,
Grillos constantes, breves mariposas.

Su teoría de sauce y de violeta,
Su cabal persistir, y el solitario
Albergue labrador, y la secreta
Presencia de vitral y de incensario,
San Isidro y su arado, el campanario
De la lejana torre, y la veleta.

Y las ciudades, todas las ciudades
Mojadas en su andar, líquido acento,
Visitaba parajes y heredades,
Siempre el mismo perfil y el mismo viento,
Oh vida en río, en cruz, en juramento
En metales, en zumo, en soledades.

Desgajada mi voz ¡oh bosque frío,
Madura copla y sangre adolescente!
En sus aguas venía y su navío,
En su estela y suspiro, en persistente
Sabor y amor de savia penitente
Que corre, pulso adentro, como un río.

Las cosas que morían sin segundo,
Su madera especial, su áncora fría,
Oh río vegetal, preclaro mundo,
Exacto calendario y hondo día.
Su lucha y mi zozobra dirigía
Afluente musical, duende profundo.

Tenía, como yo, tan graves cosa,
Que eran todas las horas encantadas
-Metales sabios, voces misteriosas
Y frescos y altos cielos, alboradas,
Historias de taperas embrujadas,
Reloj de arena, yerbas milagrosas.

Apacentado sueño lo seguía
Por veraces riberas de templanza.
¡Ah, qué ángel tan cabal, qué eucaristía
La linfa verde-azul de su esperanza,
Y qué pies de rocíos en su andanza,
Y qué perfil de mapa lo asistía!

Roca de mi verdad y zarza ardida,
Su relato mejor, fuente sonora.
Yo miraba sus cosas. Su pulida
Espada cristalina y vibradora,
Su sésamo vital, su salvadora
Lámpara de Aladino sumergida.

LA COPA DE NIEBLA

Era de greda, nada más, la copa.
Fue descubierta junto a la vertiente,
santificada en fecha de ciudades
y a través del desierto conducida.

Sabía de su oficio el alfarero
cuando la modeló a su semejanza.

La caravana se detuvo un tiempo
-el aire era salobre, el agua adversa-
La copa embalsamada en el espliego
pudo tener amargas resonancias.

El alfarero sabe que la copa
llenará los altares y los ámbitos.

El templo iluminado y los vitrales
en las escenas de oficio. Gimen
las campanas de miel y de bengalas
para anunciar el sueño de la greda.

El alfarero duda: de sus manos
nunca salió una copa tan oculta.

Hielo en las sienes del monarca muerto,
tierra en las manos del payaso muerto,
polvo en el ruedo ardido de la púrpura
y los caninos en la niebla, solos.

El alfarero calla. En los altares
vela el recuerdo de la copa ausente.

LA COPLA

La copla de afanosa
raíz emocionada
que en la tierra mía nutre sus sabores,
múltiple y misteriosa
contraseña heredada
en dolores y amores y colores:
yo le cuido en fervores
de lagrima y paisaje,
en tanta despedida y tanto viaje.

LA LOCURA

VIENE con rotas uñas, entre lunas
que convalecen últimos crecientes,
con el ciempiés que invade los cristales,
y en el traje quemado junto al cofre.

Ya la noche gobierna el aposento
donde muere la estatua de topacio.

Viene azul, viene gris, con sus puñales.
Para la risa desdentada viene.
Miradla ahí: ¡qué enormes siemprevivas
vienen en sones y en estrellas agrias!

No la miréis, no piense que la llaman.
Dejadle. Apenas de reojo, y basta.

¿Está ahí el alfarero? Ya la copa
se disolvió en aullidos y amapolas.
No le digáis que venga: que despierte
en otro mundo, en círculos de vino.

Mirad las manos del payaso muerto:
parecen ser de luna, pero muerta.

La copa rota, el valle, los naranjos…
¿Quién dice tales cosas sin sonidos?
Alcanzadme una cruz, pero de menta.
Dadme un fusil, pero dormido en hiedras.

Mi perfil está enfrente, entre epitafios,
ya dibujado en campo de abedules.

LOS PAISAJES

Este cristal tan hondo
en imaginerías,
esta copa que miro en entresueño,
tiene un paisaje al fondo
de claros mediodías
que parece del sueño que yo sueño.
Y en incansable empeño,
un triste rostro amigo
me dice: Que la paz sea contigo.

RECUERDO DEL RÍO SALADO EN ESTA MAÑANA
DE NOVIEMBRE DE 1948

Hoy tengo este sol y este noviembre
Cayendo al centro puro
Del corazón callado y sosegado:

Pienso en blancas acacias
Del Oeste,
Y en los ramajes con que Dios bendice
La luz sobre las aguas del Oeste.

Pienso en lejanos álamos,
Y los veo parejos, infinitos
De doloridas luces, al poniente;
Rememoro los sauces en la grata
Frescura de noviembre,
Y alzo mis manos a la luz, y miro.
Vuelvo los ojos al pensar y pienso
En el azul de entonces,
Al Oeste.

Un mensajero lleva estas memorias,
Jinete por los vientos:
No forastero, si volviendo al pago,
Cara al sol y la sombra en el estribo,
Mi mensajero cruza la llanura.

Pienso en el santoral de la esperanza
Que la niñez alzaba junto al río:
Descarnada inocencia,
Zumo cálido.

Vuelvo al pensar, y pienso.
Ardiendo en lejanías, era el mundo
Ya una siesta, ya un sol que se apagaba,
O la tormenta con un toro inmóvil,
Hacia el Oeste.

Pienso en mi mensajero y en la sombra
Que lo sigue al estribo;
Ya cruza las llanuras espectrales,
Ya sale hacia la luz,
Ya se hunde en cañadones y hondonadas
O salva claras lomas verdecidas,
Hacia el Oeste:

Tan callado cabalga,
Ardiendo siempre.

(El Bailarín)

RESUMEN DEL BOSQUE

CADA hoja que cae es un metal
que se posa en la esfera y se resuelve
en substancias eternas.

Y puede ser Otoño, o Primavera,
o accidentes de Invierno en las cortezas.
El Verano es feliz en sus incendios
y cruel con las maderas, -con los sándalos
tallados a puñales y a rocíos.

El bosque —lumbre mágica- respira
sus resinas gloriosas, y en el viento
lo nocturno pasea en los perfumes
que hieren los costados virginales.

Sus herrajes se forjan en rumores
de líquidos virtuales, en salados
tronos de su quietud: ¡qué claros dioses
resuelven su fragancia, húmeda espuela!

Su elemento, su duro ministerio
brota del estupor hondo y geológico
como una lámpara de hierro frío
-como mil lámparas: diamantes fríos-,
y vuelca sobre tierras espectrales
cabelleras de horror, infausta heráldica
de tallados escudos memorables,
¡oh Bosque, terso liquen!

Arde el elemental árbol de Apolo
-laurel y flechas rotas- con sus lágrimas
de antig�edad heroica.

¡Qué lentitud, las hojas,
y su fiel expresión diurna y nocturna!

Cuando madura en sombras
apenas un murmullo manifiesta
su total pesadez. Quiero nombrarlo
en especiales hojas, en labrados
corazones y lianas armoniosas,
cuando las manos suben por los troncos
hacia un altar de limos pensativos,
sacerdote mortal, musgo sabroso.

Yo amo el bosque, ¡qué ausente de mis ojos
aquí sobre la piedra mal labrada,
y qué feliz en esta sangre abierta
que mueve mis raíces!

¿Con qué podré igualarte, majestad,
si no es con el misterio y los jardines
del mar, que nunca he visto?

El bosque es bien pensante: eternidades
como el rumor del agua en la cabaña:
su ciencia virginal, ¡oh primitivo!,
es el grave caer de la manzana
sobre el misterio.

Su armonioso conjunto es tan exacto
y tan enumerado del origen.

Sus estaciones cumplen los colores
dramáticos y tiernos y livianos,
y en el hilo del agua se distrae
Artemisa fugaz, arco de música:
Es el comienzo, la substancia impar
que le da densidad y laberinto.

Aquí se entrega el ser a los olvidos
más puros y callados-
como los dioses, dicen, en la piedra.

Su vestidura primordial es tiempo
medido por el paso y por la forma,
y la mano levanta la corola
-oh, copa de corteza-
hasta la altura de los ojos neutros
con que miran los ángeles fructuosos.
Los ángeles que el liquen elaboran:
cuando van a caer, nace el rocío.

Allí comienzan cosas y terminan,
¡oh sombras ejemplares!,
con un rumor eterno de cenizas.

Se endurecen las hojas de las lanzas
y las puntas de escudo y de laurel,
y hacia un vaso mortal bajan las sierpes.

Cuando muere algún ruido, nace en otro
un leve amor de flauta en el Otoño:
desciende su marea de hojas muertas
y álzase un vaho virginal y tibio.

Y se puebla lo diurno y lo nocturno
de cosas del horror y del encanto
cuando se incendia el bosque: Dios lo mira
volver a su sabor y su resumen.

(De “Anillo de sal”, 1946)