KOVADLOFF, SANTIAGO
ASCENSO DE JUAN SEBASTIÁN

La pequeña sonata de Bach busca el sitio donde vivo.
Deja atrás el cuarto piso del que brota,
burla una descarga de inodoro,
la voz metalizada de un televisor,
sube y perfora un espeso olor a frito,
paredes plastificadas,
ventanas blindex,
un cerrojo inoxidable,
y arrastra y barre, en su camino hacia lo alto,
cartas, cuentas, guantes, dudas,
tu lamento de olvidada
y los restos del hombre impuro
que ocupa mi habitación.
de Ben David

BEN DAVID

Siento a veces que mis gestos,
la voz, el pensamiento y aun este cansancio,
son ya los de mi padre.
Que este cuerpo mío no lo perpetúa
sino que lo encarna;
que yo soy el hombre de más de setenta años
que agobiado y lejos de donde vivo,
avanza al alba, insomne, lento, solo
y jadea su fatiga en un sillón en sombra
bajo el peso del dolor indeclinable,
de culpas que no han envejecido,
mientras siente con alivio que su hijo,
en otros sitios, lejos de él,
ha ido más allá de su tormento,
doblegó los demonios,
no lo ha repetido.

DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS

Un trueno, de pronto, destroza la tarde.
Mi vecino y yo, pasmados, corremos a la ventana.
Donde el cielo era apacible
hay ahora un río de nubes deshechas
que el viento azota y dispersa.
Y en la vieja calle de adoquines
la furia del agua súbita sepultó el sosiego:
ruedan ramas, diarios, ropas que arrastra
el aire atormentado en la luz desvanecida.
Luego, de ventana a ventana,
mi vecino y yo nos miramos meneando la cabeza
y, de espaldas al enigma de esa muerte
repentina y violenta de la tarde,
sonreímos comprensivos, paternales, como
si la Naturaleza no fuera más que un cachorro travieso
que orinó en la sala o desbarató un ovillo,
y no esa antigua bestia multiforme
que tras deshacer el cielo,
nos aguarda jadeando en el living, en el sótano, en la cama,
para seguir cambiándonos las puertas de lugar,
disolviendo el sueño en insomnio,
estampando un perfil nuestro insospechado
cada vez que nos miramos de frente en el espejo.

DE NOCHE, EN EL CAMPO

Estalló un madero en la oscuridad.
Fue un quejido seco, claro.
Vino de una pared del ropero
o vino del respaldo de una silla.
No fue un ruido venido de afuera.
No fue el paso de un intruso.
No fue el eco desvelado
de un animal que deambula.
Fue un madero.
Crujió y se hizo oír,
quizá al cabo de muchas horas,
días acaso, meses soportando
la presión de lo indecible.
No hay lugar a confusión: oí un madero.
Un madero que gime como un alma.
Estalló en la oscuridad.

DESNUDO

Me voy reconciliando con mis viejas cosas:
el opaco reloj,
el pantalón vencido,
los dóciles zapatos que se ensanchan.
No amaba hasta hace poco las cosas desgastadas.
Buscaba en cambio el resplandor de lo que nace.
Ya no es así.
Amo ahora, sobre todo,
lo que incansablemente me acompaña,
lo que perdura sin brillo,
lo que a fuerza de mirar casi no veo,
lo que ya casi no miro,
lo que no guarda más secreto
que el de su persistencia.

EL TURBIO MAR DE SU DILEMA

Un hombre atormentado por la duda
hace girar una copa entre sus manos.
Hay un rostro de mujer
en el fondo de esa copa.
Hay una boca ardiendo en su memoria,
alzando tempestades,
matándolo y de nuevo
forzándolo a nacer.
Sus ojos nada ven alrededor,
sus manos obran hasta que,
de pronto,
la copa se detiene.
¿Pudo el hombre resolver su duda?
¿Logró escapar al turbio mar
de su dilema?
Acaso nada resolvió de su dilema.
Acaso sigue tan perdido como antes.
Pero esa pausa ciertamente lo serena,
aplaca su obsesión, lo alivian
el bar con su color,
la gente con su paso,
la noche y su secreto,
el canto de otras copas.
(En todo lo que importa
resolver al corazón,
el hallazgo, casi siempre,
es una pausa).

EN LA PELUQUERÍA

Sobre el amplio delantal con que me cubren
va cayendo poco a poco mi cabello:
bastante pelo blanco,
algún cabello negro,
mucho pelo gris.
De la manga que me viste,
brota la mano que reposa en mi rodilla:
mano rugosa,
reñida para siempre con la gracia
de otra edad.
Cierro los ojos y escucho una tijera,
su antiquísimo canto en mi cabeza.
Abro los ojos, alzo la frente,
y detrás del rostro adusto y del bigote
veo, en el espejo, la boca crispada
de un niño con miedo
que me dice secamente:
-Vayámonos de aquí.

FRUTOS DEL TIEMPO

Las peras me gustaron desde siempre
pero no siempre las amé del mismo modo.
En la infancia las comía
envuelto en el fulgor de los días infinitos
y bañadas por el agua fresca de la siesta.
Las disfruté siendo joven
con idéntica avidez
pero mis ojos ya no las veían,
cegados por el sueño
de atrapar la realidad en un concepto.
Ahora ya no hay días infinitos
ni creo ya en la plenitud de los conceptos.
Ahora hay peras.
Nada más que peras.
Misteriosas peras solamente.

HOMBRE EN LA SINAGOGA

Solía venir aquí en busca de consuelo
cuando amaba a una mujer que no me quiso.

Y cuando desoí a quienes me oyeron
y herí a quienes me amaron,
vine aquí en busca de perdón.

Un día estalló el último espejo
y mi vida fue un peso sin forma
y aquí volví en busca de Dios.
Dios calló como siempre
y entonces descubrí la sinagoga:
sus sólidas paredes,
el gratísimo silencio,
la fresca paz de este recinto en el verano,
y ya no me fui más.

Afuera la inclemencia empuja a la fe
y la fe al vacío.
Aquí dentro la ausencia de Dios importa poco.

HORA LIBRE

No ha venido mi alumno de las cuatro.
Solo frente al ventanal,
veo cantar y combatir a los gorriones
en las ramas de noviembre;
pasos tenues cruzan la calzada,
un silencio cordial acuna al barrio.

Solo frente al ventanal,
me abrazan de pronto las tristes evidencias
que arroja la falta de mi alumno de las cuatro:
mi nombre es una puerta que no conduce a nada;
había una vez un hombre debajo de este nombre;
detrás del nombre o dentro de él había una fragancia,
digamos cierta claridad; una o dos ideas como torres
que los días fueron horadando
hasta hacer de la piedra un hábito vacío.

Como un náufrago inminente que busca su madero,
ruego que no falte
mi alumno de las cinco.

LA SILLA

Olvidamos hace tiempo una silla en el balcón.
La lluvia, el sol, el viento de estos meses
la han deteriorado.
Su aspecto lamentable me recuerda
pequeñas cosas trabajadas por la muerte:
mi saco desvaído,
las tijeras que la herrumbre consumió,
esa foto que hasta ayer parecía viva.
Sin embargo, la silla del balcón
conmueve más que sus pares de la casa.
Hay algo en esa piel ajada
que infunde dignidad
a lo que sólo parecía despreciable.
Hay algo de testigo en esa silla,
como si una fuerza inesperada la animara
y pudiera de pronto hacer saltar en pedazos
los cristales de la sala,
plantarse ante nosotros con su semblante puro
y forzarnos a decir qué fue,
qué ha sido de nosotros.

LAS COSAS

Entro a casa a las tres de la tarde.
Yo no debía volver hasta la noche
pero un olvido me impuso el regreso.
No hay nadie aquí.
Camino a mi cuarto me golpea
la inmóvil contundencia de las cosas
y me siento un intruso en la casa vacía.
Las cosas son los habitantes de la casa.
Las cosas que salen a vivir cuando no estamos
y un silencio quieto oprime todo
como un dios insidioso a su universo.
La extraña relevancia de un zapato,
la ropa inerte en la cama deshecha,
vasos a medio beber en la cocina,
prueban que a esta hora la casa nos excluye,
que aquí, a esta hora, sólo viven las cosas,
las cosas desprendidas de nosotros
que se extienden por la casa con un aliento ajeno,
con una fuerza que me empuja hacia la puerta,
que exige que me vaya, que olvide lo que busco,
que vuelva por la noche a una casa que no es ésta.
de Hombre en la tarde

LAS CUATRO ESTACIONES

Los días, desde hace meses, son de un invariable gris.
En invierno, cuando todo comenzó, parecía natural.
En primavera, en cambio,
sorprendió la persistencia de los días desolados.
Pero ahora, en el verano,
la ausencia de la luz se ha vuelto intolerable
y el paso de las horas resulta incomprensible.
Ya nadie pregunta hasta cuándo
las cosas seguirán de este modo.
La gente calla, hace lo suyo y calla.
Sin embargo, todos temen la llegada del otoño.
Temen que estalle el sol,
que broten flores por doquier
y que en vez de breves tardes de lluvia y frío,
el calor acose y nos empuje hacia el mar
buscando un desahogo y que entonces
ya nadie se atreva a mirarse a los ojos.

NO HAY POEMA POSIBLE

No voy a hablar de tus ojos.
No voy a ceder una sola palabra
al imbécil de las analogías.

Tus ojos incomparables
se ríen de las analogías,
parten en dos mi vida inteligente,
convocan al desorden.

ORACIÓN

Pisan mis pies desnudos
el suelo de la casa donde vivo.
Son los primeros pasos del día.
Ellos tienen la firmeza
del que sabe adonde va.
Me impulsan el hambre de pan,
la sed de café,
las tibias novedades del periódico.
Otros pasos vendrán luego.
Otra será el hambre,
otra la sed.
A media mañana un ciego
ocupará mi sitio
y observará con detenimiento.
Por la tarde dirá sé aunque no sepa.
Optará sin estar seguro.
Bendita sea esta hora
inicial de la mañana;
bendita la claridad
de estos primeros pasos del día.

PAUSA

El tránsito es un tenue rumor en la ventana.
Pruebo una pera, manzanas, unas uvas.
Cáscaras vacías fulguran en el plato.
Me agrada estar aquí.
Sentado y solo ante la mesa,
me veo comer sin más destino;
sereno como alguien
que pudo con su herida.
Sí, me agrada estar aquí;
ser, por una vez, algo inequívoco,
un hombre sin reverso
que pela frutas en la sala de su casa
-unas manzanas, uvas, una peray
come sin preguntas lo que pela
como si no fuera una sombra
ni el jadeo de su marcha a contraluz
ni lo único fugaz en el paisaje de la sala.
de El fondo de los días

PILETA EN EL JARDÍN

Primeramente fue sólo lo apacible,
tiernos objetos en el agua llevados por la brisa:
el refulgente pato de goma,
los flotadores de mi pequeña hija,
reflejos de la luz matizados por las nubes.
Pero después el ojo quiso más
y buscó más, afinándose, y tuvo su castigo:
ínfimos insectos mudos
debatiéndose en el agua hasta morir,
hojas inertes que el aire arrastra
hasta que el agua las atrapa y las deshace,
plumas que el azar arroja al viento
y el agua se devora,
estela de los pájaros que ya no volverán,
alas que fueron de una mariposa;
vasto sepulcro abierto en el jardín,
celada donde todo lo que cae se evapora.

ROPAS DEL MUERTO

Mis hijos están impresionados
porque una viuda amiga
me ha obsequiado ropa
de su difunto esposo.
A mis hijos les repugna
verme con sus zapatos,
vestir su abrigo,
combinar mis corbatas
con algunas de sus medias.
Yo sin embargo estoy a gusto.
Me parece natural
vestir las ropas del muerto.
Tengo 45 años; la ciudad donde vivo
¿no es acaso ofrenda de los muertos?
¿Y mi casa qué es
sino ofrenda de mis muertos?
Leo a hombres que, en su mayoría,
han muerto. Recurro a sus ideas
como a parte de mí mismo.
Y el cementerio, de a poco,
se va poblando de conocidos.

SE SUGIERE

No vuelvas todavía. Es mejor esperar.
Hablarías hasta el alba, la casa es chica
y el amor sólo pide unas pocas oraciones.

Mientras tengas qué decir o mucho
que aprender o algo
que enseñar
no vuelvas todavía.

Te quiero rota, amor.
Lo que se dice fulgurante y rota.
Como cabe a una buena mujer por fin perdida
que se ha visto girar y girar en el espejo.

VISITAS

Nuestros muertos vuelven de repente.
Su retorno inesperado nos llena de culpa.
¿Por qué nos olvidaron? — parecen preguntar
mientras sus ojos imploran la piedad del recuerdo.

Nos acosan los muertos vueltos de repente.
Sostenemos sin aliento su mirada
pidiendo en secreto
que alguien abra la puerta,
traiga un café,
sepulte otra vez a los muertos.