OROZCO, OLGA
CANTOS A BERENICE

I

Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos interrogar con causa a esas
escoltas de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta
mi exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de
trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos,
garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas del ovillo que devanamos
juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Con errores o trampas,
por esta vez hemos ganado la partida.

II

No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que
fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la
sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
Pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un
foso de lobos
enmascarados por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada
transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
-el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor
de un ascua,
en torno de un temblor-.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara
hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando
entre los dientes.

VIII

¿Y qué viniste a ser en esta arca impar
donde también “conmigo mi raza se termina”?
Tú, tan semejante a la naturaleza en su inminente
salto
replegado en la jungla del instinto.
¿La gata de las mieses,
cautiva entre las ruedas del oscuro solsticio
que muelen hasta el último espíritu del grano?
¿La Perséfona estéril,
arrebatada por la huida del sol a los negros recintos
donde el polvo tapia las puertas y traba los cerrojos?
Si ese fue tu reverso,
¿por qué no te arrojaste de cara a los tejados de la
primavera?
No hubo ninguna antorcha de rescate por ti,
ni chispas que propiciaran tu división en la progenie.
Jugaste en una vez, con los dados en blanco,
el principio y el fin de tu aventura.
Ganaste a mala luna el gato mutilado
que se pudrió al caer, noche tras noche, por el
desag�e de tu sueño,
y te quedaste a solas, sin saber, en el alba del celo
-el enjambre furioso, la vibración que atruena-,
interrogando en vano a un hueso ambiguo,
a un hermético claustro de semillas,
por si en ellos estaban el aguijón y la respuesta,
por si acaso sabían.

XI

¿En qué alfabeto mítico aprendiste a interpretar los
símbolos?
¿Qué fábulas heroicas te enseñaron
a sitiar los aviesos anuncios con el foso de la monotonía
y a clavarles después el puñal del relámpago?
Tu poder era el poder de la distancia
que con un golpe cierra su abanico y expulsa al invasor.
Horas que fueron años alertas como lámparas,
pacientes como estatuas frente a huéspedes que vienen
y se van.
Tú, inmóvil, sumergida en dorados invernáculos,
en visiones letárgicas bordadas por la conspiración
del sol y sus oleajes,
acechabas un flanco con repentinas rayas de leopardo,
la música irisada de un abejorro ciego taladrando
de pronto todo el cosmos,
para hacer estallar bajo un solo zarpaso sus
amenazadoras maquinarias.
Así pudiste un día replegar el espacio
y descubrir en el fondo de mi corazón alguna sombra
intrusa entre otras sombras,
o adivinar qué oculta telaraña tejían, destejiendo,
mis tejidos,
o qué vetas aciagas fraguaban bajo mi piel un
mármol implacable,
y escarbaste, escarbaste con felpas y pezuñas hasta
arrancar el mal como una perla negra que
se disuelve en polvo,
en nada.
Yo te pregunto ahora, entre nosotras,
¿era realmente nada?
¿O atesoraste acaso una por una esas cuentas sombrías
y enhebraste un collar que se hizo nudo en torno
a tu garganta?

XIII

Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un
murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para
encerrar la almendra del destino.
Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas
y de rostros.
Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los
fugaces modelos de este mundo.
Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde
se ahoga el tiempo.
Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja
en lágrimas.
Tus uñas desasidas de la inasible salvación
recorren desgarradoramente el reverso impensable,
el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu piel es una mancha de carbón sofocado que
atraviesa la estera de los días.
Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata
que se arranca
y después ya no estabas.
Te desertó la tarde;
te arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente
impenetrable,
allí, junto a los desamparados desperdicios,
los torpes inventarios de una casa que rueda hacia
el poniente,
que oscila, que se cae,
que se convierte en nube.

XV

¡Imágenes falaces! ¡Laberintos erróneos los sentidos!
¡Anagramas intransferibles para nombrar la múltiple
y exigua realidad!
Cada cuerpo encerrado en su Babel sin traducción
desde su nacimiento.
Tú también en el centro de un horizonte impar,
pequeño y desmedido.
¿Cómo era tu visión?
¿Era azul el jardín y la noche el bostezo fosforescente
de una iguana?
¿Tenían una altura de aves migratorias mis zapatos?
¿Los zócalos comunicaban con andenes secretos
que llevaban al mar?
¿La música que oías era una aureola blanca
semejante a un incendio en el edén de los niños
perdidos en el bosque?
¿O era un susurro de galaxias en la boca del viento?
¿Bebían de tu respiración la esponja pulpitante
y el insaciable pan?
¿Había en cada mueble un rehén sideral cuyos huesos
crujían por volver a vivir?
¿Cada objeto era un ídolo increíble que reclamaba
su óbolo,
su cucharada de aceite luminoso desde el amanecer?
¿Olfateabas la luna en la cebolla y la tormenta en el
espejo?
¿Crecían entre tú y yo inmensos universos
transparentes?
¿El mundo era una fiesta de polillas ebrias adentro
de una nuez?
¿O era una esfera oscura que encerraba sucesivas
esferas hasta el fin,
allí, donde estabas soñando con crecientes esferas
como cielos para tu soledad?
¡Inútil cuestionario!
Las preguntas se inscriben como tu dentellada en el
alfabeto de la selva.
Las respuestas se pierden como tus pasos de algodón
en los panteones del recuerdo.

XVII

Aunque se borren todos nuestros rastros igual
que las bujías en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina
Blanca,
déjame en el aire la sonrisa.
Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos
y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada
noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros
planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente
ablución,
en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo menos que harapos de un idioma irrisorio
mis palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que azogue un trozo de este
cristal de ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una tierna señal que horade una por una las hojas
de este duro calendario de nieve.
Déjame tu sonrisa
a manera de perpetua guardiana,
Berenice.

(“Cantos a Berenice”)

CORRE SOBRE LOS MUELLES

Hace ya muchos años que corres dando tumbos por
estos laberintos
y aún ahora no logro comprender si buscas a
borbotones la salida
o si sacudes como un manso ganado a ese último recinto
donde se fragua el crimen con las puertas abiertas.
Sólo sé que me llevas a cuestas por este mapa al rojo
que anticipa el destino
y que acato las tablas de tu implacable ley
bajo el hacha de un solo mandamiento.
Hemos firmado un pacto de guardianas en esta
extraña cárcel que remonta en la noche
la corriente,
más alertas que un faro,
y no importa que a veces me arrebaten las sombras
de otros vuelos
o que te precipites con un grito de triunfo en el
cadalso.
Porque al final de cada deserción estamos juntas,
con una llaga más, con un vacío menos,
y pagamos a medias el precio del rescate para seguir
hirviendo en la misma caldera.
Pero ¿quién rige a quién en esta enajenada travesía
casi al ras del planeta?
¿Quién soy, ajena a ti, en este visionario depósito
de templos sobre lunas y jardines errantes
sobre arenas?
¿Dónde está mi lugar entre estas pertenencias por
las que me deslizo como la nervadura de
un escalofrío?
En cada encrucijada donde escarbo mi nombre
compruebo que no estoy.
¡Sangre insensata, sangre peligrosa, mi sangre de
sonámbula a punto de caer!
No juegues a perderme en estas destilerías palpitantes;
no me filtres ahora con tu alquimia de animal iniciado
en todos los arcanos
ni me arrojes desnuda e ignorante contra el
indescifrable grimorio de los cielos,
porque tú y yo no somos dos mitades de una inútil
batalla,
ni siquiera dos caras acuñadas por la misma derrota,
sino tal vez apenas una pequeña parte de algún
huésped sin número y sin rostro que aguarda
en el umbral.
¡Vamos, entonces, sangre ilimitada, sangre de abrazo,
sangre de colmena!
envuélveme otra vez en esa miel caliente con que
pegas los trozos de este mundo para erigir la torre:
tu Babel de un vocablo hasta el final.
Has fundado tu reino en la tormenta,
bajo el ala inasible de una desesperada y única
primavera.
Has acarreado herencias, combates y naufragios
insolubles como el cristal azul de la memoria
en la sal de las lágrimas.
Has apilado bosques, insomnios y fantasmas
embalsamados vivos
en estas galerías delirantes que solamente se abren
para volver a entrar.
Has hurgado en la lumbre de la fiebre y del ocio para
extraer esa tinaja de oro que irremediablemente
se convierte en carbón.
Has encerrado el mar en un sollozo y has guardado
los ojos del abismo vistos desde lo alto del amor.
Vestida estás de reina, de bruja y de mendiga.
Y aún sigues transitando por esta red de arterias y de
venas,
bajo los dos relámpagos que iluminan tu noche con
el signo de la purificación,
mientras arrastras fardos y canciones lo mismo que
la loca de los muelles
o igual que una inmigrante que se lleva en pedazos
su país,
para depositar toda tu carga de pruebas y de errores
a los pies del gran mártir o el pequeño verdugo:
ese juez prodigioso que bajó al sexto día,
que está sentado aquí, a la siniestra, en su sitial de
zarzas,
y que será juzgado por vivo y por muertos.

(“Museo salvaje”)

DURO BRILLO, MI BOCA

Como una grieta falaz en la apariencia de la roca,
como un sello traidor fraguado por la milicia de la
carne, esta boca que se abre inexplicable en pleno
rostro es un destello apenas de mi abismo interior, una
pálida muestra de sucesivas fauces al acecho de un
trozo de incorporable eternidad.
Casi no se diría con los labios cerrados. Más bien
sólo un error, un soplo de otra especie en la obra
incompleta. Y de pronto un desliz un relámpago acaso,
un salto de animal que descorre los bordes del paisaje
sobre la sumergida inmensidad, y se enciende el peligro
y estalla la amenaza. Un lugar de barbarie bajo
el fulgor lunar.
Dientes como blancura tenebrosa, verdugos
alineados en feroces fronteras al filo de la luz, amuletos
de viva hechicería erigidos en piedras para la inmolación;
y en su sitial el monstruo palpitante, el ídolo
cautivo, la leviatán de felpa, esta oficiante anfibia
debatiéndose a ciegas desde su raigambre hasta las
nervaduras de su propio sabor, de mi dulzona insipidez.
¿Quién hablaba de bocas celestiales para la eucaristía,
para el trasvasamiento con los ángeles?
Me adhiero por mi boca a las posibles venas del
planeta, extraigo la sustancia de mi día y mi noche en
las arterias de la perduración, y sólo paladeo brebajes
y alimentos adulterados por el latido contagioso de
la muerte.
¡Ah, me repugna esta voracidad vampira de inocencias,
esta sobrevivencia siempre colmada y siempre
insatisfecha bajo la mordedura de los tiempos! ¡Y esta
risa, con retazos de huesos que iluminan la exhumación
a medias de mi cara final! ¡Tanto exceso en la fatua,
innoble alegoría!
¡Y tanta ambivalencia en esta boca, bajo el signo
de la carencia y la embriaguez, bajo los dobles nudos
ceñidos por el amor y el aislamiento!
¿Aquí no empieza acaso ese maelstrom ardiente
que arrebata los cuerpos y trueca los alientos y aspira
el corazón de cada uno hasta el fondo del otro corazón,
y que a veces devuelve sólo un grano de sal, un jirón
de intemperie en medio del invierno?
Y un poco más allá de lo visible, debajo de esta
lengua que celebra el silencio y escarba en la prohibida
oscuridad, ¿no comienzan también las canteras del
verbo, las roncas fundiciones de la poesía, el acceso a
las altas transparencias que hacen palidecer la pregunta
y la respuesta?
Dentro brillo, este oráculo mudo.

EL ADIÓS

La sentencia era como esos calcos en que el relieve del
amor deja un vacío semejante a sus culpas.
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro
con que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar entre los
muertos con la evidencia de un anillo roto,
un vestido de momia desprendido de las vendas del
cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás.

Debajo de esas nubes desgarradas
hay una casa en llamas
en donde los amantes trasmutaban en oro de eternidad
el resplandor de un día,
o tomaban las apariencias de ladrones de pájaros
aprisionando entre los hilos del ocio las metamorfosis
de sus propias imágenes.
Hay una luz dorada que hiere hasta las lágrimas;
hay un lecho también
como una barca invadida por el follaje del deseo
-unas hojas carnosas que exhalan el perfume de los
más largos viajes-.
Y había siempre y nunca
como ahora vueltos de pronto boca abajo.
Corazón repudiado,
animal aterido en uno de los dos costados de tu sangre,
ignorabas entonces que tendrías la forma de un retablo
de la creación hecho pedazos,
que alguna vez la noche del adiós te nombraría en
voz muy baja,
como nombra la soledad a sus testigos,
o como llaman aquellos que se van a los que nunca
vuelven.

Ahora, de espaldas contra el muro que custodia el
guardián de todo nacimiento,
sólo te quedan las apariciones,
el fantasma de un tiempo que gritará contigo en el
estanque muerto de algún sueño,
cuando él duerme, tan lejos en su adiós.
Un soborno de plumas para una ley de fuego.

ENTRE PERRO Y LOBO

Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada
lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes
manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en
llamas las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesitos de tantos sueños
muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera
que vaya,
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del enemigo.
Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al
corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de
obediencia en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los
hombres un aterciopelado veneno de piedad que
raspa las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por
trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende mi bastión solitario en el desierto, la
sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde
mis propios dientes?

ESOS PEQUEÑOS SERES

En un país que amaba ya estará anocheciendo.
Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad,
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.

Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella
eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.

¡Qué inútiles sus gestos
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente
ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los
muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el
corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden
sollozando:
– Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida.

Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿a qué volvéis ahora
como un sueño demasiado violento que la infancia ha
guardado?

Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.

EVANGELINA

Duerme aquí Evangelina.
Su dulce tierra fue tan leve
que en un día cualquiera la invadieron los cielos.
En ningún corazón tatuó su nombre como en una
corteza.
Ningún semblante amado se sumergió en la aureola
de su sueño.
Alguien recuerda a veces vagamente su vestido celeste:
“Acaso es el color de esa estación brumosa que
envolvió con sus gasas las altas alamedas,
o quizá el hechizo de algún cuento de infancia
donde había una barca abandonada llevando entre las
noches de cierto aniversario unas pálidas flores
por los ríos.”
Nadie lo sabrá nunca.
No es ésta la morada de ninguna memoria,
de ningún olvido.
Por eso aquí la hierba es sólo hierba,
pero hierba celeste.

GAIL HIGHTOWER

No quería más que paz y pagué sin
regatear el precio que me pidieron
WILLIAM FAULKNER: Luz de agosto

Yo fui Gail Hightower,
pastor y alucinado,
para todos los hombres un maldito
y para Dios ¡quién sabe!
Mi vida no fue amor, ni piedad, ni esperanza.
Fue tan sólo la dádiva salvaje que alimentó el reinado
de un fantasma.
Todos mis sacrilegios, todo mis infortunios,
no fueron más que el precio de una misma ventana
en cada atardecer.
¿Qué aguardaba allí el réprobo? ¿Qué paz lo remunera?
Un zumbido de insectos fermentando en la luz como
en un fruto,
la armonía de un coro sostenido por la expiación y la
violencia,
y después el estruendo de una caballería que alcanza
entre los tiempos ese único instante en que el
cielo y la tierra se abismaron como por un
relámpago;
esa gloriosa fulmínea que arde entre el estampido de una
bala y el trueno de un galope.

Aquella fue la muerte de mi abuelo.
Aquel es el momento en que yo,
Gail Higtower veinte años antes de mi nacimiento,
soy todo lo que fui:
un ciego remolino que alienta para siempre en la aridez
de aquella polvareda.
¿Qué perdón, qué condena,
alumbrarán el paso de una sombra?

LA CASA

Temible y aguardada como la muerte misma
se levanta la casa.
No será necesario que llamemos con todas nuestras
lágrimas.
Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.

Porque día tras día
aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido
hasta palidecer
han partido,
y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,
todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso
dimos, sin saberlo,
la duración exacta de la vida.

Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra,
reclinados en las altas ventanas
como en un despertar que sólo aguarda la señal
convenida
para restituir cada mirada a su propio destino;
y a través de las ramas soñolientas el primer huésped
de la memoria nos saluda:
el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las
lentísimas puertas
como un arco del aire por el que penetramos a un
cielo diferente.
Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha
lo mismo que a un disperso jardín que el viento
recupera.

Contemplemos aún los claros aposentos,
las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival,
las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz
como las mariposas de la lejanía,
nuestra imagen fugaz
detenida por siempre en los espejos de implacable
destierro,
las flores que murieron por sí solas para rememorar el
fulgor inmortal de la melancolía,
y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro
paso,
ese rumor tan dulce de la hierba;
y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un
instante del mundo;
y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente
de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre
el aire.

Nadie pudo ver nunca la incesante morada
donde todo repite nuestros nombres más allá de la
tierra.
Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros
mismos,
por el solo deseo de volver a vivir, entre el afán del
polvo y la tristeza,
aquello que quisimos.
Nosotros lo sabemos
porque a través del resplandor nocturno
el porvenir se alzó como una nube del último recinto,
el oculto, el vedado,
con nuestra sombra eterna entre la sombra.

Acaso lo sabían ya nuestros corazones.

(“Desde lejos”)

LAMENTO DE JONÁS

Este cuerpo tan denso con que clausuro todas las salidas,
este saco de sombras cosido a mis dos alas
no me impide pasar hasta el fondo de mí:
una noche cerrada donde vienen a dar todos los
espejismos de la noche,
unas aguas absortas donde moja sus pies la esfinge
de otro mundo.

Aquí suelo encontrar vestigios de otra edad,
fragmentos de panteones no disueltos por la sal de
mi sangre,
oráculos y faunas aspirados por las cenizas de mi
porvenir.
A veces aparecen continentes en vuelo,
plumas de otros ropajes sumergidos;
a veces permanecen casi como el anuncio de la
resurrección.

Pero es mejor no estar.
Porque hay trampas aquí.
Alguien juega a no estar cuando yo estoy
o me observa conmigo desde las madrigueras de
cada soledad.
Alguien simula un foso entre el sueño y la piel para
que me deslice hasta el último abismo de los otros
o me induce a escarbar debajo de mi sombra.

Es difícil salir.
Me tapian con un muro que solamente corre hacia
nunca jamás;
me eligen para morir la duración;
me anudan a las venas de un organismo ciego que
me exhala y me aspira sin cesar.

Y el corazón, en tanto,
¿en dónde el corazón,
el tambor de nostalgias que convoca en tinieblas a
todos los relevos?
Por no hablar de este cuerpo,
de este guardián opaco que me transporta y me retiene
y me arroja consigo en una náusea desde los pies a
la cabeza.

Soy mi propio rehén,
el pausado veneno del verdugo,
el pacto con la muerte.

¿Y quién ha dicho acaso que éste fuera un lugar
para mí?

LAS MUERTES

He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará
la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso
de la piel de lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz
de alguna lágrima:
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los
infames lechos vendidos por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida
gota de salmuera.
Esa y no cualquier otra.
Esa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros
de nuestra vida.

LOS DESPLAZAMIENTOS DE LA REALIDAD

Alguien sopla.
Sopla contra mi casa una envoltura de cortinajes
negros,
una niebla sedienta que husmea como hiena en los
rincones,
unas sombras que incrustan trozos de pesadilla
en la pared.
Alguien sopla y convoca los poderes sin nombre.
Mi guarida se eriza,
se agazapa en el foso de las fieras,
resiste con su muestrario de apariencias a los embates
de la mutación.
Alguien sopla y arranca de sus goznes mi precaria
morada,
las maquinarias de su remota realidad.
Ahora es otra y no es y apenas vuelve a ser en más
o en menos,
tan amenazadora y tan falaz como una escena blanca
espejeando en la nieve
o la ventana que se enciende y se apaga en la espesura
del tapiz.
Pero igual la sofocan en su temblor final con una
funda helada,
la separan de sus mansas costumbres,
le quitan una a una sus misericordiosas pertenencias
con un duro escalpelo.
La convierten en la trampa feroz sobre las bocas del
abismo que viene.
¡Y yo que reclamaba solamente un lugar de pequeñas
alianzas como chispas,
solamente un lugar para oficiar la luz en torno
de mis huesos!
¿No había para mí nada más que esta cárcel,
estos muros fatales hacia abajo,
esta tensa tiniebla que me arroja de subsuelo en
subsuelo?

LOS REFLEJOS INFIELES

Me moldeó muchas caras esta sumisa piel,
adherida en secreto a la palpitación de lo invisible
lo mismo que una gasa que de pronto revela figuras
emboscadas en la vaga sustancia de los sueños.
Caras como resúmenes de nubes para expresar
la intraducible travesía;
mapas insuficientes y confusos donde se hunden
los cielos y emergen los abismos.
Unas fueron tan leves que se desgarraron entre los
dientes de una sola noche.
Otras se abrieron paso a través de la escarcha, como
proas de fuego.
Algunas perduraron talladas por el heroico amor en la
memoria del espejo;
algunas se disolvieron entre rotos cristales con las
primeras nieves.
Mis caras sucesivas en los escaparates veloces de una
historia sin paz y sin costumbres:
un muestrario de nieblas, de terror, de intemperies.
Mis caras más inmóviles surgiendo entre las aguas de
un ágata sin fondo que presagia la muerte,
solamente la muerte,
apenas el reverso de una sombra estampada en el hueco
de la separación.
Ningún signo especial en estas caras que tapizan la
ausencia.
Pero a través de todas,
como la mancha de ácido que traspasa en el álbum los
ambiguos retratos,
se inscribió la señal de una misma condena:
mi vana tentativa por reflejar la cara que se sustrae
y que me excede.
El obstinado error frente al modelo.

MALDOROR

¡Ay! ¿Qué son pues el bien y el mal?
¿Son una misma cosa por la que testimoniamos
con rabia nuestra impotencia y
la pasión de alcanzar el infinito hasta por
los medios más insensatos?
LAUTRÉAMONT: Los cantos de Maldoror.

Tú, para quién la sed cabe en el cuenco exacto de la
mano,
no mires hacia aquí.
No te detengas.
Porque hay alguien cuyo poder corromperá tu dicha,
ese trozo de espejo en que te encierras envuelto
en un harapo deslumbrante del cielo.
Se llamó Maldodor
y desertó de Dios y de los hombres.
Entre todos los hombres fue elegido para infierno de
Dios
y entre todos los dioses para condenación de cada
hombre.
Él estuvo más solo que alguien a quien devuelven de
la muerte para ser inmortal entre los vivos.
¿Qué fue de aquel a cuyo corazón se enlazaron las
furias con brazos de serpiente,
del que saltó los muros para acatar las leyes de las
bestias,
del que bebió en la sangre un veneno sediento,
del que no durmió nunca para impedir que un prado
celeste le invadiera la mirada de seda,
del que quiso aspirar el universo como una bocanada
de cenizas ardiendo?
No es castigo,
ni es sueño,
ni puñado de polvo arrepentido.
Del vaho de mi sombra se alza a veces la centelleante
máscara de un ángel que vuelve en su caballo
alucinado a disputar un reino.
Él sacude mi casa,
me desgarra la luz como antaño la piel de los
adolescentes,
y roe con su lepra la tela de mis sueños.
Es Maldoror que pasa
hasta el fin de los siglos levantará su canto rebelde
contra el mundo.
Su paso es una llaga sobre el rostro del tiempo.

MI FÓSIL

Guárdame, duro armazón tallado por la muerte en el
polvo de Adán.
Pliégame a la obediencia,
incrústame otra vez en lo visible con esas nervaduras
de terror
que delatan mi número incompleto, mi especie
miserable.
Apenas me retienes por un lazo de sombra debajo de
los pies,
apenas por un jirón de luz helada entre los dientes,
y no obstante persevero contigo en el desierto contra
la voz que clama,
me adhiero como un náufrago al tablón que corre
hacia el abismo.
Porque eres aún la encrucijada
las gradas hasta el fin y la escalera rota,
ese extraño lugar donde se alían la maldición y el
exorcismo.
Te han arrojado aquí
para que me enseñaras con tu duro evangelio la salida.
Te han encerrado a oscuras
para que me acecharas con mi propio fantasma sin
remedio.
Te han jugado a perderme.
Te han prometido el sol de mi destierro,
mi feroz horizonte replegado debajo de la hierba
la sábana de espumas en alguna intemperie en que
no estoy.
Y tú en paz con tus huesos,
como momia de perro en el museo donde empieza mi
infierno.
Si, tú, mi Acrópolis de sal,
mi pregunta de nube sepultada,
mi respuesta de cera,
mi patíbulo errante lavado por las olas de una
misma sentencia.

MIENTRAS MUERE LA DICHA

He visto a la dicha perderse gritando por un umbrío
y solitario bosque,
donde el último día pasaba, silencioso,
olvidando a los hombres como a gastadas hojas que
una lenta estación sostiene todavía.
Nunca más, desdeñosa entre las tardes, su máscara
dorada,
las luminosas manos conduciendo los sueños a un
sediento vivir,
el fugitivo manto,
su reflejo engañoso entre la hiedra que los recuerdos
guardan como un reino perdido.

¡Oh doliente descanso de la tierra!
Alguien espera aún junto al río indeciso que la sangre
contiene:
el que en su oscuridad golpea vanamente las paredes,
persiguiendo una sombra más alta que sus noches,
y al amanecer mira apenas la terca ceniza y alguna
flor marchita sobre el pecho;
y más allá los otros,
los que buscan ese rincón del aire preparado a su forma
como un cuerpo anterior que en remotas edades
habitaron.

Ellos quieren asir una huella en el polvo,
detener en la luz sus pobres paraísos hechos de lentos,
trabajosos dones,
pero basta ese soplo,
que apenas si estremece las oscilantes ramas,
para trocar la paz por una muerte,
por lánguida costumbre los deseos.

Porque indefensos viven los hombres en la dicha,
y solamente entonces,
mientras muere a lo lejos su vana melodía,
recobran nuestros rostros una aureola invencible.

MISS HAVISHAM

Cuando la ruina sea completa, me
extenderán, ya muerta, vestida con mi
traje nupcial, sobre la mesa de la boda.
CHARLES DICKENS: Grandes ilusiones.

Aquí yace Miss Havisham,
lujosa vanidad del descanso.
Un día se vistió para la dicha con su traje de muerte,
sin saberlo.
Era la hora exacta en que alcazaba la música de un
sueño
cuando alguien cortó con duro golpe las cuerdas
mentirosas del amor,
y quedó desasida, cayendo hacia lo oscuro como una
nube rota.
Todo fue clausurado.
No invadir el recinto donde una novia hueca recogió
para el odio los escrachados trozos de su corazón.
Quien entró fue elegido para expiar ciegamente todo
el llanto.
No levantar los sellos.
Las manos de la luz habrían dispersado los flotantes
ropajes,
los manteles roídos por tenaces dinastías de insectos,
las aguas del espejo enturbiadas aún después de la
caída de la última imagen.
Los lugares desiertos donde los comensales serían calmos
deudos alrededor de una desenterrada,
de una novia marchita fosforeciendo aún en venganza
y desprecio.
Ahora ya está muerta.
Pasad.
Esa es la escena que los años guardaron en orgulloso
polvo de paciencia,
es la suntuosa urdimbre donde cayó como una
colgadura envuelta por las llamas de su muerte.
Fue una espléndida hoguera.
Sí. Nada hace mejor fuego que la vana aridez,
que se lóbrego infierno en que está ardiendo por una
eternidad,
hasta que llegue Pip y escriba debajo de su nombre:
“la perdono”.

OLGA OROZCO

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que
muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas
fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios
y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el
anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que
otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los gritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado
amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que
no se conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se
buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes
praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este
mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el
orgullo,
en un último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz
ronca y llorada
entre los remolinos de su corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante
tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más
oscura que los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
“Ellos han muerto ya.
Se había elegido por castigo y perdón, por cielo y
por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes
del primer aposento”.

(“Las muertes”)

PARA DESTRUIR A LA ENEMIGA

Mira a la que avanza desde el fondo del agua borrando
el día con sus manos,
vaciando en piedra gris lo que tú destinabas a memoria
de fuego,
cubriendo de cenizas las más bellas estampas
prometidas por las dos caras de los sueños.
Lleva sobre su rostro la señal:
ese color de invierno deslumbrante que nace donde
mueres,
esas sombras como de grandes alas que barren desde
siempre todos los juramentos del amor.

Cada noche, a lo lejos,
en esa lejanía donde el amante duerme con los ojos
abiertos a otro mundo adonde nunca llegas,
ella cambia tu nombre por el ruido más triste de la
arena;
tu voz, por un sollozo sepultando en el fondo de la
canción que nadie ya recuerda;
tu amor, por una estéril ceremonia donde se inmola
el crimen y el perdón.
Cada noche, en el deshabitado lugar adonde vuelves,
ella pone a secar la cifra de tu edad al bajar la marea,
o cose con el hilo de tus días la noche del adiós,
o prepara con el sabor del tiempo más hermoso ese
turbio brebaje que paladeas en la soledad,
ese ardiente veneno que otros llaman nostalgia
y que tan lentamente transforma el corazón en un
puñado de semillas amargas.

No la dejes pasar.
Apaga su camino con la hoguera del árbol partido por
el rayo.
Arroja su reflejo donde corran las aguas para que
nunca vuelva.
Sepulta la medida de su sombra debajo de tu casa para
que por su boca la tierra reclame.
Nómbrala con el nombre de lo deshabitado.
Nómbrala.
Nómbrala con el frío y el ardor,
con la cera fundida como una nieve sucia donde cae
la forma de su vida,
con las tijeras y el puñal,
con el rastro de la alimaña herida sobre la piedra
negra,
con el humo del ascua,
con la fosa del imposible amor abierta al rojo vivo
en su costado,
con la palabra poder
nómbrala y mátala.

Y no olvides sepultar la moneda.
Hacia arriba la noche bajo el pesado párpado del
invierno más largo.
Hacia abajo la efigie y la inscripción:
“Reina de las espadas,
Dama de las desdichas,
Señora de las lágrimas:
en el sitio en que estés con dos ojos te miro,
con tres nudos te ato,
la sangre te bebo
y el corazón te parto”.

Si miras otra vez en el fondo del vaso,
sólo verás ahora una descolorida cicatriz cuyos bordes
se cierran donde se abren las aguas,
pero pueden abrirse en otra herida, adonde nadie sabe.

Porque ella te fue anunciada en el séptimo día,
-en el día primero de tu culpa-,
y asumiste su nombre con el tuyo,
con los nombres vacíos , con el amor y con el número,
con el mismo collar de sal amarga que anuda la
condena a tu garganta.

PARENTESCO ANIMAL CON LO IMAGINARIO

Brotando acusadora, como ciertos oleajes emplumados
sobre la superficie de un estanque asesino o esa
loca maleza que enfunda de la noche a la mañana
algún recinto destinado a ser estatua y tumba del
secreto cautivo, mi cabellera es la evidencia escalofriante
de lo que oculto en mí. Lo denuncia, lo exalta, lo
pregona. Pero ¿qué oculto en mí, como sea mi maraña
de sombras y esa legión orgánica y sin rostro que
oficia en mis entrañas? ¡Contra ellas la tibia, la densa,
la inocente o perversa y filiforme delación!
O tal vez sea apenas, simplemente, un fulgor
semejante, una metamorfosis, del hechizo interior, si no
el manto piadoso de la estirpe animal sobre la exigua
tentativa humana. O tal vez nada más que el último
recurso de la fuga o esas prolongaciones insensatas que
emite la nostalgia.
¿Y a expensas de qué vive esta especie de ráfaga
atrapada, esta indolente enviada de otro mundo arraigado
en el hambre, parásita de fiebres, vampira en la
profunda garganta de los sueños? Sé que extrae de
mí un alimento tan letal como el vaho que exhalan
los sofocantes folletines. Se empapa en una niebla
malsana, alucinógena. No en vano esa apariencia de
alma errante, de espeso cortinaje dispuesto para el
crimen, de lujoso sudario hecho para cubrir o revelar las
heridas que dejan los amores fatales en cuerpos de
mujer trocados en violentos catafalcos o en proas de
navíos sobre lechos de sangre.
A veces, siempre a solas, un crujido entre briznas
soterradas, una absorción repentina hasta la médula,
me anuncian que pretende arrancarme de mí, desenraizarme,
como a un tubérculo antropomorfo, para
incrustarme en la negrura de la fábula igual que a una
mandrágora. No cedo, no; me aferro a mis modestas
pertenencias. Pero una bocanada casi eléctrica que me
impulsa hacia arriba me indica que está a punto de
suspenderme de lo alto y cubrirme de filamentos
encendidos a manera de lámpara.
¡Ah, las maquinaciones que paralizan las ruedas
de la noche! ¡Cuando la oigo respirar a leves sacudidas
y deslizarse astuta y sigilosa, destejiendo mi trama,
devanando sin duda la urdimbre que me fija a duras
penas en este pozo abierto en lo ilusorio!, ¡cuando
siento que se escurre feroz, palpando los objetos y los
muebles con oscuras llamaradas dementes, y tapiza sin
tregua, como una devoradora enfermedad, el piso y
las paredes, y se enrosca y palpita en esta habitación lo
mismo que una insaciable y esponjosa bestia exigiendo
la dádiva de todo el universo!, ¡qué visión admirable!,
¡que fiesta en los telares del Apocalipsis! ¡Espléndido
proyecto el de invadirlo todo o acosarnos cambiando
de lugar, como el bosque de Birnam! La misma
ambig�edad de una obra maestra.
Pero no. Se retrae. Se domestica como un gato.
Se convierte en caricia vagabunda en busca de caricias,
en reclamo entre insomnios más lentos que les letanías.
A lo sumo un ansioso follaje que susurra el
idioma del amor, una lluvia sensual embalsamada por el
asombro y el deseo, una provocación al fuego, al
erotismo.
¿Y por qué no las hebras que segrega la sustancia
de la poesía, el delirio de la muerte?

PLUMAS PARA UNAS ALAS

Un metro sesenta y cuatro de estatura sumergido en la
piel
lo mismo que en un saco de obediencia y pavor.
Cautiva en esta piel,
cosida por un hilo sin nudo a esta ignorancia,
aferrada centímetro a centímetro a esta lisa envoltura
que me protege a medias y por entero me delata,
siento la desnudez del animal,
el desabrido asombro del santo en el martirio,
la inexpresiva provocación al filo del cuchillo y al
látigo de fuego.
No me sirve esta piel que apenas me contiene,
esta cáscara errante que me controla y me recuenta,
esta túnica avara cortada en lo invisible a la medida
de mi muerte visible.
Apenas una pálida estría en la muralla:
la tensa cicatriz sobre la dentellada de la separación.
No puedo tocar fondo.
No consigo hacer pie dentro de esta membrana que
me aparta de mí,
que me divide en dos y me vuelca al revés bajo las
ruedas de los carros en llamas,
bajo espumas y labios y combates,
siempre a orillas del mundo, siempre a orillas del
vértigo del alma.
No alcanza para lobo
y le falta también para cordero.

Y no obstante me escurro entre los dos bajo esta
investidura del abismo,
invulnerable al golpe de mi sangre y a mi pila de
huesos.
¿Quién apuesta su `piel por esta piel ilesa e
inconstante?
Nada para ganar.
Todo para perder en esta superficie donde sólo se
inscriben los errores sobre la borra de los años.
Y ese color de enigma que termina en pregunta,
esa urdimbre cerrada donde cruzan sus hilos la
permanencia y la mudanza,
esa simulación de mansedumbre alrededor de un
cuerpo irremediable,
ese aspecto de falso testimonio con que encubre, bajo
la misma lona, el fantasma de ayer y el de mañana,
ese tacto como una chispa al sol, o un puñado de
vidrios, o un huracán de mariposas,
¿a imagen de quién son?
¿A semejanza de qué dios migratorio fui arrancada
y envuelta en esta piel que exhala la nostalgia?
Una mutilación de nubes y de plumas hacia la piel
del cielo.

PRESENTIMIENTOS EN TRAJE DE RITUAL

Llegan como ladrones en la noche.
Fuerzan las cerraduras
y hacen aparecer esas puertas que se abren
en un error del muro
y solamente indican la clausura hacia afuera,
Es un manojo de alas que aturde en el umbral.
Entran con una antorcha para incendiar el bosque
sumergido en la almohada,
para disimular las ramas que encandilan desde
el fondo del ojo,
los pájaros insomnes, con su brizna de fuego arrebatada
al fuego de los dioses.
Es una zarza ardiendo entre la lumbre,
un crisol donde vuelcan el oro de mis días para acuñar
la llave que lo encierra.
Me saquean a ciegas,
truecan una comarca al sol más vivo por un puñado
impuro de tinieblas,
arrasan algún trozo del cielo con la historia que se
inscribe en la arena.
Es una bocanada que asciende a borbotones desde
el fondo de todo el porvenir.
Hurgan con frías uñas en el costado abierto por la
misma condena,
despliegan como vendas las membranas del alma,
hasta tocar la piedra que late con el brillo
de la profanación.
Es una vibración de insectos prisioneros en el fragor
de la colmena,
un zumbido en la luz, unas antenas que raspan
las entrañas.
Entonces la insoluble sustancia que no soy,
esa marea a tientas que sube cuando bajan los tigres
en el alba,
tapiza la pared,
me tapia las ventanas,
destapa los disfraces del verdugo que me mata mejor.
Me arrancan de raíz.
Me embalsaman en estatua de sal a las puertas
del tiempo.
Soy la momia traslúcida de ayer convertida en oráculo.

QUIÉNES RONDAN LA NIEBLA

Siempre estarán aquí, junto a la niebla,
amargamente intactos en su paciente polvo la
sombra ha invadido,
recorriendo impasibles esa región de pena que se
vuelve al poniente,
allá, donde el pájaro de la piedad canta sin cesar sobre
la indiferencia del que duerme,
donde el amor reposa su gastado ademán sobre las
hierbas cenicientas,
y el olvido es apenas un destello invernal desde otro
reino.

Son los seres que fui los que me aguardan,
los que llegan a mí como a la débil hiedra doliente y
amarilla que sostiene el verano.
Triste será el sendero para la última hoja demorada,
triste y conocido como la tiniebla.

¡Oh dulce y callada soledad temible!
¡Qué dispersos y fieles hijos de nuestra imagen
nos están conduciendo hacia el amanecer de las colinas!

Están aquí, reunidas alrededor del viento,
la niña clara y cruel de la alegría, coronada de flores
polvorientas;
la niña de los sueños, con su tierno cansancio de otro
cielo recién abandonado;
la niña de la soledad, buscando entre la lluvia de las
alamedas el secreto del tiempo y del relámpago;
la niña de la pena,, pálida y silenciosa,
contemplando sus manos que la muerte de un árbol
oscurece;
la niña del olvido que llama sin reposo sobre
su corazón adormecido,
junto a la niña eterna,
la piadosa y sombría niña de los recuerdos que
contempla borrarse una vez más,
bajo los desolados médanos,
la casa abandonada, amada por el grillo y por la
enredadera;
y más cerca, como el rumor del musgo en las mejillas
de aquella incierta niña de leyenda,
la niña del espanto que escucha, como antaño junto
al muro derruido,
las lentas voces de los desaparecidos;
y allí, bajo sus pies,
las fugitivas niñas de la sombra que los atardeceres
reconocen,
las mágicas amigas del matorral y de la piedra temerosa.

Yo conozco esos gestos,
esas dóciles máscaras con que la luz recubre cada día
sus amargos desiertos.
¡Tanta fatiga inútil entre un golpe de viento y un
resplandor de arena pasajera!

No es cierto, sin embargo,
que en el sitio donde el desenraizado corazón restituye
sus lágrimas al destino terrestre,
palideciendo acaso,
nos espere un gran sueño, pesado, irremediable.

Esperadme, esperadme, tenues criaturas del rocío,
porque despertaré,
y hermoso será subir, bajo idéntico tiempo,
las altas graderías de la ciudad del sol y las tormentas,
y repetir aún, sin desamparo, las radiantes edades que
la tierra enamora.

REHENES DE OTRO MUNDO

A Vincent Van Gogh, a Antonín
Artaud, a Jacobo Fijman

Era un pacto firmado con la sangre de cada pesadilla,
una simulación de durmientes que roen el peligro
en un hueso de insomnio.
Prohibido ir más allá.
Sólo el santo tenía la consigna para el túnel y el vuelo.
Los otros la mordaza, las vendas y el castigo.
Entonces había que acatar a los guardianes desde el
fondo del foso.
Había que aceptar las plantaciones que se pierden de
vista al borde de los pies.
Había que palpar a ciegas las murallas que separan
al huésped y al perseguidor.
Era la ley del juego en el salón cerrado;
las apuestas a medias hasta perder la llave
y unas puertas que se abren cuando ruedan
los últimos dados de la muerte.
Y ellos se adelantaron de un salto hasta el final,
con sus altas coronas.
Quemaron los telones,
arrancaron de cuajo los árboles del bosque,
rompieron hasta el fondo las membranas para poder
pasar.
Fue una chispa sagrada en el infierno,
la ráfaga de un ciclo sepultado en la arena,
la cabeza de un dios que cae dando tumbos entre
un rayo y el trueno.
Y después no hubo más.
Nada más que las llamas, el polvo y el estruendo,
Iguales para siempre, cada vez.
Pero esa misma mano mordida por la trampa rozó
la eternidad,
esa misma pupila trizada por la luz fue un fragmento
del sol,
esas sílabas rotas en la boca fueron por un instante
la palabra.
Son ahora rehenes de otro mundo, como el carro
de Elías.
Sólo que están aquí,
cayendo,
desasidos.

(“Veintinueve poemas”)

SI ME PUEDES MIRAR

Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus
pies como un telón caído para que no te quedes
allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a
descifrarme en medio de un muro de fantasmas
hechos de arcilla ciega.
Madre: tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del
menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi
sangre en duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque
alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no
entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu
eternidad,
y cada resplandor la lámpara que enciendes para que
no me pierda entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como
las máscaras de las pesadillas.
Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad
o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada
capaz de revivir en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres
que descorre la tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes del pan de cada
día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos
pliegues que graban en mi alma la fiebre y el
terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia
de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo por no
dolernos demasiado.
No. Yo no quiero mirar.
No quiero aprender otra vez el nombre de la dicha
en el momento mismo en que roen su rostro los
enormes agujeros,
ni sentir que tu cuerpo detiene una vez más esa
desesperada marea que lo lleva,
una vez más aún,
para envolverme como para siempre en consuelo y adiós.
No quiero oír el ruido del cristal trizándose,
ni los perros que aúllan a las vendas sombrías,
ni ver cómo no estás.
Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,
¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa
golpeando las entrañas?,
¿qué gran planeta aciago deja caer su sombra sobre
todos los años de mi vida?
¡Oh, Dios! Tú eras cuanto sabía de ese olvidado país
de donde vine,
eras como el amparo de la lejanía,
como un latido en las tinieblas.
¿Dónde buscar ahora la llave sepultada de mis días?
¿A quién interrogar por el indescifrable misterio de
mis huesos?
¿Quién me oirá si no me oyes?
Y nadie me responde. Y tengo miedo.
Los mismos miedos a lo largo de treinta años.
Porque día tras día alguien que se enmascara juega
en mí a las alucinaciones y a la muerte.
Yo camino a su lado y empujo con su mano esa última
puerta,
esa que no logró cerrar mi nacimiento
y que guardo yo misma vestida con un traje de
centinela funerario.
¿Sabes? He llegado muy lejos esta vez.
Pero en el coro de voces que resuenan como un mar
sepultado
no está esa voz de hoja sombría desgarrada siempre
por el amor o por la cólera;
en esas procesiones que se encienden de pronto como
bujías instantáneas
no veo iluminarse ese color de espuma dorada por el
sol;
no hay ninguna ráfaga que haga arder mis ojos con
tu olor a resina;
ningún calor me envuelve con esa compasión que
infundiste a mis huesos.
Entonces, ¿dónde estás?, ¿quién te impide venir?
Yo sé que si pudieras acariciarías mi cabeza de
huérfana.
Y sin embargo sé también que no puedes seguir
siendo tu sola,
alguien que persevera en su propia memoria,
la embalsamada a cuyo alrededor giran como los
cuervos unos pobres jirones de luto que alimenta.
Y aunque cumplas la terrible condena de no poder
estar cuando te llamo,
sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,
o me ordenas las sombras,
o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo
para dejarlos a mi lado cualquier día,
o tratas de coser con un hilo infinito la gran
lastimadura de mi corazón.

(“los juegos peligrosos”)

VARIACIONES SOBRE EL TIEMPO

Tiempo:
te has vestido con la piel carcomida del último profeta;
te has gastado la cara hasta la extrema palidez;
te has puesto una corona hecha de espejos rotos y
lluviosos jirones,
y salmodias ahora el balbuceo del porvenir con las
desenterradas melodías de antaño,
mientras vagas en sombras por tu hambriento escorial,
como los reyes locos.

No me importan ya nada todos tus desvaríos
de fantasmas inconcluso,
miserable anfitrión.
Puedes roer los huesos de las grandes promesas
en sus desvencijados catafalcos
o paladear el áspero brebaje que rezuman las
decapitaciones.
Y aún no habrá bastante,
hasta que no devores con tu corte goyesca
la molienda final.

Nunca se acompasaron nuestros pasos en estos
entrecruzados laberintos.
Ni siquiera al comienzo,
cuando me conducías de la mano por el bosque
embrujado
y me obligabas a correr sin alientos detrás de aquella
torre inalcanzable
o a descubrir siempre la misma almendra con sus oscuro
sabor de miedo y de inocencia.
¡Ah, tu plumaje azul brillando entre las ramas!
No pude embalsamarte ni conseguí extraer tu corazón
como una manzana de oro.
Demasiado apremiante,
fuiste después el látigo que azuza,
el cochero imperial arrollándome entre las patas de
sus bestias.
Demasiado moroso,
me condenaste a ser el rehén ignorado,
la víctima sepultada hasta los hombros entre siglos
de arena.

Hemos luchado a veces cuerpo a cuerpo.
Nos hemos disputado como fieras cada porción
de amor,
cada pacto firmado con la tinta que fraguas
en alguna instantánea eternidad,
cada rostro esculpido en la inconstancia de las nubes
viajeras,
cada casa erigida en la corriente que no vuelve.
Lograste arrebatarme uno por uno esos desmenuzados
fragmentos de mis templos.
No vacíes la bolsa.
No exhibas tus trofeos.
No relates de nuevo tus hazañas de vergonzoso
gladiador en las desmesuradas galerías del eco.

Tampoco yo te concedí una tregua.
Violé tus estatutos.
Forcé tus cerraduras y subí los graneros que
denominan porvenir.
Hice una sola hoguera con todas tus edades.
Te volví del revés igual que un maleficio
que se quiebra,
o mezclé tus recintos como en un anagrama cuyas
letras truecan el orden y cambian el sentido.
Te condensé hasta el punto de una burbuja inmóvil,
opaca, prisionera en mis vidriosos cielos.
Estiré tu piel seca en leguas de memoria,
hasta que la horadaron poco a poco los pálidos
agujeros del olvido.
Algún golpe de dados te hizo vacilar sobre el vacío
inmenso entre dos horas.
Hemos llegado lejos en este juego atroz,
acorralándonos el alma.
Sé que no habrá descanso,
y no me tientas, no, con dejarme invadir por la plácida
sombra de los vegetales centenarios,
aunque de nada me valga estar en guardia,
aunque al final de todo estés de pie, recibiendo tu paga,
el mezquino soborno que acuñan en tu honor
las roncas maquinarias de la muerte,
mercenario.

Y no escribas entonces en las blancas fronteras “nunca
más”
con tu mano ignorante,
como si fueras algún dios de Dios,
un guardián anterior, el amo de ti mismo en otro
tú que colma las tinieblas.
Tal vez seas apenas la sombra más infiel de alguno
de sus perros.

(Inédito)