PAZ, CARINA
BAJO EL ALA DE LA MUERTE

Alguien calla
y su silencio es de pronto una ceremonia azul de pesadumbre
que me envuelve igual que a un personaje inmóvil cristalizado en alguna fábula.
Insiste y yo sé que no habrá descanso
hasta verme comulgar de rodillas con su noche.
Aúlla este sacramento en su versión de infierno
pues sólo busca convertir mi sangre en memoria de fuego.
Me llama por mi nombre y me conjuga en leve pretérito
y de pronto soy la piedra hurgando en el reverso de otra piedra.
Abstracta e intangible se propaga esta voz y me convoca tan piadosamente
que resulta difícil mantenerse ilesa algunas noches,
preservar la integridad de mi sustancia bajo las espléndidas agujas del destierro.

Alguien canta, me arrulla suavemente
y su mediodía me aferra al universo, domestica los miedos.
A veces es el sonido de un arpa que agoniza
en el misterio de este constante mirarse en un espejo y no saberse
de buscarse en el muro de la absolución y no encontrarse.
Pero hay noches en que se vuelve un redoble de tambores,
un implacable galope de los más fieles fantasmas a lo largo de todas mis edades.
Llegan hasta mí con sus escoltas de luz invulnerable
para indagar en el espacio de sombra en el que habito
y derrumbar esas columnas milenarias entre las que quedó atrapado el sol
en el peor invierno de escarchas y cenizas.
Vienen como testigos para la consagración de un inédito jardín
que habrá de erigirse con vírgenes semillas arrancadas al origen de mis raíces.

Si me acerco hasta mí desde mi nacimiento
sólo estoy en la mitad de lo que en verdad mis ojos miran.
Aún así puedo reconocer todas las voces
—bifurcaciones de aquella voz primera del olvido—
en permanente disputa, en constante sacrilegio.
Y sé también que todas provienen de un mismo río,
del mismo corazón que un día, no hace tanto,
señaló para mí el rumbo en este viaje
hasta que el viento y la marea borraron el itinerario inscripto en sus arenas
dejando un hueco imposible de tristeza,
en donde hoy la nostalgia retumba demasiado.

Y aunque es mucha la noche y el cansancio
abogo por un latido más bajo el ala de la muerte.

CELEBRAR LA NOCHE

Morir de libertad que se subleva,
de forastera de almas que todavía huelen a sitios arrasados por el fuego.
Morir de canto impredecible cuando acorrala los sonidos de la hoguera,
allí, donde se extinguen los dominios del silencio
y una delgada luz delata al impostor en cada llama.
Morir de amanecer frente a otro bosque de universo opaco y necesario,
de pájaro impenetrable azul,
breve como el eco de un pétalo que cae donde ya no cabe una plegaria
y aún así enlaza con hebras de ceniza su telar de ausencias.
Morir de pan en la costumbre establecida por un ángel que escapa de la
sangre
para sepultar al cielo en la tumba de dolor que lo precede
y bautizar así a los que aguardan en un exilio de luz el riesgo de saberse.
Morir de rosa negra a la intemperie,
custodio de ese espacio vacío que asila la medida de un abrazo,
de primitiva ley gastada en soledad obligatoria,
de muerte a solas
como un ritual de sombras urdido con los astros del silencio.
Se escucha, sin embargo, un eco de final amanecido en ese hueco de
Dios
que nadie entiende
y un latido estepario precipita el curso del desierto.
De mutilada alondra me resuelvo,
corono de luna el hambre, ayuno en miedo.
De algún modo me renazco.
Y pienso…
Si tan sólo mi noche pudiera celebrarse.

DESERTORES

Has llegado sin luna y sin guarida junto a la fatiga de habitarnos,
de irradiar una vez más a sangre abierta ese aullido que confirme
que la muerte sigue intacta.
Y en esa despoblada eternidad que encausa el estigma de ser hombre
me pregunto quién fraguó esta identidad de nacer sin concesiones.
Has llegado como un ladrón de espejos
y apelando a la locura y al delirio de la sombra
nos despojas de ese pequeño espacio de libertad
que proyecta nuestro pulso sobre la oscuridad del breve instante que
aniquila.
Has llegado hasta aquí para quedarte.
Ya no es posible cubrir de lumbre esta llanura sin nombre ni destino
ni recompensar las aguas del asombro para aquellos ojos en absorta desmesura.
Hoy apenas somos una isla de ángeles
que desertaron de nuestro propio cuerpo
abandonándonos a una palabra hecha de olvido.
De aquel tiempo de luz sólo hemos dejado una fiesta de huesos.

EL HOMBRE DE LA INFANCIA

a Francisco J. Pott,
mi abuelo
Cuando la intemperie me abraza de rodillas
y reseca la napa de memoria en que resido
regreso con mi huésped desprovisto hasta el hombre de mi infancia,
al íntimo mesías de mirada cansina y manos perdurables.
Regreso y abrazo su forma visceral de ser silencio,
pródigo en ritos cotidianos que me habitan como una luz sin patria.
Hombre de frente alta y atávicos fantasmas,
cómo saber entonces tu constelación de amor,
tu irremediable desierto, tu sed intacta.
¿En qué vértice de tu latir estoico librabas tu batalla de sangre
encadenada
a la orfandad de la noche?
¿En qué patíbulo infinito desgajabas tu otoño de milagros?
La niñez hechó raíces en la piedra que horadabas
y juntas hemos amortajado el verano y su ausencia implacable.
Aprendimos a sepultar las máscaras que no conceden reposo
para que perdure el espesor de tu brújula profética en cada atardecer del
alma.
Habitante remoto de mis días pequeños, mito constante,
siento el abordaje de tu sangre en mi cuerpo
y en comunión de vértigos sectarios
ardemos al tiempo de una misma hoguera.
Intuyo que era tu forma de conquistar el fuego.
Una porción de mí murió junto al eclipse de tus huesos lentos,
en las diagonales sonámbulas cuando violaron tu frontera de ser
sobre el altar de tus brazos
mientras desertabas tu páramo de tréboles malignos.
En los estertores de mi noche sostengo tu esencia entre mis manos,
la abrazo como a un camafeo
y guardo anclado tu rostro de ceniza en mi bitácora de luces que
naufragan.
Prófugo al fin de fauces y presagios
en mi claustro sagrado te nombro como una plegaria.

EL ÚLTIMO INFIERNO

Camino hacia una pálida luz donde la nostalgia del sol
es una sombra que deshereda a las palabras.
Por eso me despojo de mis empecinados bienes,
arrojo a tus pies mi nombre quebrado,
el rústico lenguaje con el que a veces te ignoro
y la exacta mansedumbre del silencio en que me quedo.

Llegamos hasta el final de esta imposible pulseada de hierro y de ternura
donde, según me dicen, nunca habrá vencedores ni vencidos.
Puede que sea cierto.
No dejes entonces que duerma tu cansancio a orillas del fuego
porque sí sabemos que la vida siempre toma rehenes.
Y yo sé que aún no he pagado el precio establecido,
que no supe estar allí en las últimas horas ni atravesar contigo tu desierto.
Quizás porque mi propia arena aún recuerda demasiado,
quizás porque solté tu mano para ir en busca de mi manada
y a cambio encontré en un borde de luto la mitad de mis ausencias.

Fue la noche en que asumí la derrota del esquivo acróbata
que habita en mi soberbia
siempre en busca del perfecto equilibrio sin sentido,
siempre andando sobre el canto más filoso de la noche
sólo por ver cómo se desgarran las imperfecciones.
Tal vez de allí provengan las heridas,
tal vez por eso me abandonan los sueños a medida que avanzo.
Basta con que alces tus ojos para verlos clavados en la punta de la espalda
con la que defiendo mi universo.

Aquí no hay culpables ni jueces ni verdugos
y tampoco hay cabida para viejos reclamos.
Es sólo que algunas veces la vida se quita su guante de terciopelo
y su roce es un andar entre abrojos en medio de un derrumbe.

Sospecho que es la única manera de hacernos verdaderamente libres.
Aprender a ganarnos nuestro infierno.

HIJOS DE NADIE

Cuando no es posible responder al aullido de la tierra
que reclama esa porción del alma que negamos
ni callar ese batir de palmas que el infierno nos otorga
bajo un impenetrable envoltorio de ironía
al tiempo que despliega su inventario
lo mismo que un inédito muestrario de reliquias.
Cuando de pronto todo el esplendor de lo erigido
se desvanece en la fugacidad de algún relámpago
y nos confunde el eco inapelable del impío
como sombras que el pasado nos regresa arañando ambiciones incumplidas
desde la ceguera irreversible de sus tumbas.

El día se convierte entonces en una ambigua señal
que apenas ilumina la agonía del sol vistiéndose de gala con mi luto.
Y no importa en realidad si intento desanudar, muerte por muerte,
las hebras de sus vestiduras
pues la orfandad ya ha iniciado su áspera travesía por debajo de toda piel.

Y una vez más insistimos en tu honor en ser desierto,
honramos el eco de la arena al tacto del silbido de un milagro
y sometemos toda espiral de oscuridad al vértigo de un ala.
Aun así, el vuelo se convierte algunas veces en cielo inalcanzable
cuando el anhelo de llegar sin temor a alguna parte
tropieza con su séquito de buitres desplegando amargamente sus derrotas.

Aquí está tu descendencia.
Aquí este puñado de hijos arrojando redes de infinito
para atrapar la luz del universo,
abriendo grietas por donde inevitablemente se fuga el humo de la perduración,
extraviados en el alfabeto del destino sin acertar jamás con nuestro nombre.

Es posible que aún se precisen más muertes,
más aullidos de lobos atrapados en el alma.
Sin embargo, siempre habrá quien alce por nosotros
un cetro deslumbrante desde el hueco más deshabitado del sepulcro
donde Dios es el anónimo testigo de la corona que llevamos
hacia el reino universal que presentimos.

Aquí están tus hijos. Huérfanos de todos y de nadie.
Vísperas de un sol inesperado.
Patrimonio de la noche y el silencio.

I

Si este cuerpo es un espacio que se agota en las estrías de mi nombre, ¿quién es aquel que usurpa la intemperie que me funda
cuando la noche abandona su hábito de morada,
quién se atrinchera detrás del alma y baila su melodía de muerte con mis huesos?
¿Quién unge esta piel con bálsamos que huelen a infierno ajeno
y sin embargo conduce mi dinastía de rostros demorados?
Alguien embalsama el tiempo mientras caigo, hurga en la fugacidad del instante
y multiplica el temblor de estos ojos cuando indagan sobre la escolta
de un sol que vuelve a nacer del otro lado.
Sospecho que no acierto con el reverso inesperado de esta versión insomne
con la que tropiezo cuando callo
y aunque me deslice secretamente por las fisuras que el tiempo gastó
con luto de palabra hasta resolverme en fragmentos de verbo necesario,
alguien vuelve a desteñir en mí los paisajes con el sigilo de la luz cuando envejece.
Creí que jamás habría suficiente espacio
para esta conspiración de sombras suspendidas
vagando sobre el telar que alguien teje y desteje con hebras de oblicua transparencia
sólo por preservar a ese animal en llamas que bebe de mi noche
y come de mi mano.
Soy las imprecisas madrigueras que me forjaron
y en esta oscuridad indescifrable que ensaya una y otra vez
sobre el insomnio de la trama
es posible que alguien esté hilvanando en mí su refugio
con plumas de infierno sagrado.

II

Llevo en el alma a un animal sagrado que por las noches
se aparea con la muerte.
Conoce su cifra exacta de lobo clandestino y zodíaco de hombre en su reverso.
Alguien condenado a este oficio de ser un lugar sin sitio ni tiempo
ajeno a los equívocos del alma
perdura en un costado donde el pulso es un arpegio de holocausto.
De espaldas al sosiego mide la oscuridad con el éxodo de mi sangre exhausta,
la que regresa a las entrañas de mi núcleo mineral
con su múltiplo de hiedra en mi paisaje.
Pero la soledad no es suficiente.
Morir de a pedazos no alcanza.
Ignoro quién es el que comulga con mi carne,
quién el que de mi aullido insomne se amamanta
y en mi oscuridad se perfecciona.
Tiene la mirada ingrávida y un dios arrodillado sobre la infancia
y lo acosa este prójimo que soy en su apócrifa frontera de íconos falsos.
Alguien en mí comprende.
Tiene la voz enterrada en la castidad de la garganta
donde se aprende la magnitud de ser apenas un nombre
para estos huesos nacidos a contracuerpo.
Alguien que rige mis estaciones errantes con su vejamen de luz,
con su maná de universo desangrando porvenir en la lujuria de la luna que callo.
Huérfanos de latitud en este mundo, húmedos de naufragio
puedo reconocer su abismo sin ley
íntimo sonido en clave semejante a un himno que acierta
en mi península de sombra con su golpe de aldabas.
Alguien que reposa en el silencio
y seduce con liturgia vertical la osamenta de Dios
cuando la piel que lo cobija es un vándalo sin tregua, sin costumbre ni asilo.
Una ecuación de mí que desconozco convierte la noche en templo
y confía su rito de arder en témpano y brasa a nuestro infierno de pájaro.
Alguien en mí comprende.
Eso me basta.

III

Alto en la noche mi corazón madruga a veces en la pira enajenada
que en mi pecho celebra sus bodas perpetuas de herrumbre y exterminio.
Madruga y me visita con la vorágine de un dios que se desangra
en este hollejo de mí,
en esta matriz estéril violada por un cadáver en génesis constante.
Amanece extraviado con su dialecto inasible
y me habla…
Murmura desde los cimientos de una luz que desconozco
y ajeno a los acantilados de mis huesos exige su quilate de paz,
su páramo de llanto emancipado.
Mi corazón se acerca a mí de tanto en tanto y yo suelo estar en otro sitio.
Llega con su látigo de orquídeas en sosiego,
con la lujuria del ruiseñor hasta mi playa muda
donde siempre soy el ave migratoria en busca de mi sangre
en cardumen de similar dialecto.
Viajo con mi alud de soledad a cuestas como un vándalo sin residencia
atravesando glaciares, océanos, desiertos,
afluentes perversos de un alma que conoce el final de la asfixia
y sin embargo un hombre en receso prevalece.
Alto en la noche entre las escamas de mis manos mi corazón madruga a veces
y se abisma en la contradicción de esa voz premonitoria que celebro
cuando dentro de estos puños
amanecen caireles de oscuridad que iluminan mi intemperie. Si mi corazón asume mi territorio difuso
sabrá que soy la víspera segada por una herida aborigen
que esgrime su arista de palabra en la sintaxis del silencio.
No hay esfinge que restaure los puntos cardinales que no encuentro
ni música que me devuelva esa canción de cuna que la violencia exige.
Hasta la piedra más pequeña sabe que no hay ritual sagrado
que me absuelva de esta especie.

IV

Me acerco a la memoria, la miro sin tocarla,
la pienso y cuando la nombro
los huesos se acurrucan sobre una nervadura de esta piel que se desgaja
para que emigre el inocente,
este animal que domestico a fuerza de hambre y sacramento.
Me acerco a la memoria, la miro sin pensarla,
la surco, la desabrigo en cada jeroglífico
con el que trazo este lenguaje salino y transitorio por donde sangro.
Entre espasmos del tiempo reposa en su vientre contraído
lo que ya ha muerto en mí,
hago follaje del pulso que en mí se desarraiga
y escucho tiritar a los mendigos en la Plaza Mayor
donde ronda la delicia de una muerte inexplicable.
Es esta campesina de carne solitaria
la que derrama sobre mí gotas de mudo aprendizaje
semejante a una madre sanguinaria que amamanta a su presa
con arrebatos de hiel y sombra con los que un día hipotecó su infancia.
Me acerco una vez más a la memoria,
la invito a compartir el vino de mi derrota.
Soy tan libre como el último vuelo de un pájaro en su jaula.

LA HOGUERA DE DIOS

Por los angostos corredores de estas venas
llego a veces más allá del ocaso de mis huesos atravesando rostros que se
dispersan
como incandescentes rocas desde el fondo del agua
sin encontrar el sitio donde establecer su llama fugaz.
Nadie habla.
El aire huele a exilio bajo las alas que pliego
y siempre hay un rehén herido en su costado.
Es un silencio más por donde salgo hasta mi lluvia de pájaros,
mis cómplices blasfemos, rigurosa marea sin orilla.
Nadie perdura ni reclama,
apenas un insomne encuentro de los que jamás estamos.
Algo vacila sobre mis párpados y sin embargo
ya no hay oscuridad donde estrenar la muerte,
algo que nos convierte de pronto en una piedra sonámbula,
un eco que propaga este oficio de tormenta cuando nacernos
es desandar las pisadas de Dios sobre la palma de la mano.
Habrá traiciones que perduren, rastros de leyendas blancas
y mármoles que exhiban el laberinto de sus vetas trazado con mis lágrimas.
Y el silencio oficiará de juez para tanta soledad en gajos irremediables.
Finjamos por un instante haber sobrevivido a las máscaras
y derrotado al extranjero que erige jaulas dementes
en el último sótano del pecho.
Quizás habremos llegado.
A la hoguera de Dios, la noche sin nombre,
la cuchillada final de una llama sin relevo
donde se inmola el vértigo de pensarme con los ojos abiertos.
De Huésped del Ocaso, inédito

LADRONES DE ESPEJISMOS

No me quiten la noche imprescindible,
esa fábula inconclusa que oxida el hierro más amargo
al tiempo que sostiene entre sus manos tanto miedo intermitente,
tanto llanto acumulado en una máscara de otoño;
aunque vean deshojarse uno por uno todos mis huesos
como un ejército que el tiempo desmorona con su espada de acertijos.

No le quiten la oscuridad del sol a mi silencio
—única patria de ceguera luminosa—
porque es allí donde el ángel desteje la trama del origen
al tiempo que desanuda los hilos que urdían en el alma trampas de sombra
hasta desentrañar los últimos retazos de Dios desenhebrando el universo.
Es apenas un instante,
un eco de voces que regresan como un soplo indiferente del destino
librándole de jaulas y de abismos al feroz animal en cautiverio.
Y no temas por mí mientras cambio de piel,
cuando agonizo de gacela herida o de serpiente.

Éste es el lugar definitivo,
el sitio donde vaga la eternidad que se demora
lo mismo que una antorcha en vuelo consagrado al infinito.

Sé que puedo afrontar el canto de la alondra que no encuentro
o intercambiar alas y olvidos con la muerte intempestuosa.
No me quiten la noche incorruptible.

El día es una cueva ladrona de espejismos.

De Noche hacia adentro, 2004

LÁGRIMA DE NADIE

Busco mi lugar, mi ascendencia de noche intransitable
y no encuentro la manera de establecer el momento exacto
en que el tiempo dictó para mí esta condena de inapelable realidad,
de oscuro recorrido por dentro de cada abismo, por fuera de cada llaga
sólo por verme repetir la caída sin reclamos.
Sin embargo, no han muerto todavía mis pájaros de invierno
y en ellos aún recuerdo los días en que no era preciso
inventar frondosas arboledas
ni muros invencibles donde sepultar este continente
de adioses que me exceden,
este llanto silencioso y penitente, esta grieta en la voz
por donde hoy se fugan los halcones que una vez me reconocieron.
¿No es verdad que era hermoso jugar a ser tú misma
en aquel bosque de sueños?

Porque sé que hubo un tiempo en que la luz se ajustaba a la medida del silencio.
Un instante, un grito del espejo apenas
y mi rostro era entonces algo más que el de una criatura leve
que ya nunca logrará crecer,
la que aún sigue llorando su lágrima de nadie si miras hacia el centro,
allí, donde la noche empecinada decidió mi forma de piedra
y echó su manto de lujuria sobre todo porvenir.
¿No es verdad que era hermoso ignorar que el amor sería siempre tan lejos?

He avanzado en leguas de frío y soledad
reduciendo los dominios de la espera a un insoluble grano de sal en la memoria,
a un sol que sólo me encandila cuando miro con ojos de ausencia,
a un minúsculo universo donde no cabe mi nombre
ni mi cuerpo ni mi sombra.
Pero alguna vez fui algo más que esta tristeza.
Yo sé que alguna vez se acompasaron nuestro vuelos
hasta la gruta del dios que nunca olvida desde el gemido del hijo que no puede.
Quizás por eso mi piel es dura como el perdón que no llega.
Si logras traspasar habrás dado muerte al fantasma que gime en los espejos,
en el largo corredor de la inconciencia, en las máscaras que caen.
Entonces estaremos solos. Vulnerables e indefensos
como si nunca fueran a volver los ángeles que comprenden.
¿Acaso no es verdad que era hermoso diferenciar entre el cielo y el infierno?

De Agua Inmóvil, 2001

PÁJARO SIN ALAS

a Teresa Rodríguez,
mi abuela
Hoy es noche de nostalgia.
Tiempo de rémora en el alma hasta saciarse en tu médula mestiza
de luz y bruma,
de palabras austeras que tatuaron un sol inalterable en mi gruta de
estaño.
Hoy subo hasta tu faro de ceniza
te exilio al paraíso de tu canto
y acurruco mi gema de dolor en tu zócalo de bálsamo y sosiego.
Extranjera en tu propio cuerpo, ajena a tus acantilados
te bastaba el trinar de la mañana para incendiarnos con tu magma de
ternura
al tiempo que amasabas con trigo de azahares el pan de la infancia.
Sucede que hoy regreso con mis horas descalzas hasta tu esfera de lluvia
ese abrazo infinito donde a pura inocencia desplegabas tu abanico de
verano.
Hoy regresa hasta el entramado de tus manos bordadas en grieta y pluma
aquella niña que conoció la magia bajo la sombra de tu parra.
Mujer de voz oceánica y rostro de nácar
un duende se adueñó de tu sangre arrebatándote del calendario
las horas de tu corazón exhausto
trocando los recuerdos por nudos arteros
hasta ahogar tu memoria en telaraña de agonía y cordura.
Y aún así, confinada a un río perverso que extraviara las orillas de su
cauce
apresabas la vida en tu planicie cotidiana y brotabas como un cisne perfumado
y eras todo mi paisaje
mi horizonte perpetuo.
En él descansaré esta noche. Hoy es noche de nostalgia.
Mañana te dejaré partir.
Soltar amarras hasta ese sitio donde moran los pájaros sin alas.

V

No preguntes por qué.
Mi cuerpo es un golpe de silencio atrapado en su ley de lázaro
y las manos de pronto se me apagan
y me aferro a este modo de partir cuando me quedo
como aquel que permanece en obstinado suspenso de distancia.
No indagues en la muerte.
Ella deja a su paso números extraños, alfabetos sublimes