RAMPONI, JORGE ENRIQUE
A UNA MUCHACHA QUE TIENE SANGRE INDÍGENA

MUCHACHA:
Eres tan clara de actos
que te traslucen íntegra.

El recuerdo araucano
va tatuado en tu sangre.

Tus sentidos florecen
en un moño de instinto
cándido y púrpura…

Eres tan clara de actos
que te trasluces íntegra.

Muchacha:
Resbalará una víbora de fiebre
las colinas pintonas de tu cuerpo.

Estío de mis manos
madurará tus curvas.

Abonado de amor,
tu limo indígena
adquirirá el tempero.

Muchacha:
Mi verso canta el fruto
nutrido por el cauce
común de dos estirpes.

(De “Colores del Júbilo”, 1933)

ACASO

la fábula vertiginosa
donde aparece el hongo viril, patrono
de las penetraciones infinitas y crueles,
con ese antiguo olor a eternidad en sombras
entre manifestada y escondida.

Las vivencias temibles de un Múltiplo
que dije sin cuartel ni fronteras.
Las alusiones y elusiones de una Cábala impensable,
de un ímprobo Tarot acaso,
cuyos signos se enardecen y proliferan
como enloquecidos por un encono genésico de hechicería,
hasta dar de pronto con el todo inmóvil,
su contrafigura,
y absolverse en lumbre —bajo el ineludible
radiante- abstracto del Continuo.

O se expanden, tal vez, hasta los guarismos
de las hipótesis que enceguecen con sus imprevisibles
hormigueros numerales,
que abarcan los espacios, los tiempos y el destiempo,
las vicisitudes, las aventuras y desventuras de la materia,
los avatares planetarios,
el insomnio furioso de la vida sin cuartel ni clemencia.

Y aquellas fugas o tornasoles del espíritu,
las analogías y las concordancias,
y esas discordias íntimas que se armonizan en el fiel
secreto
mientras confieren verdad de vida, honda vibración al
canto.

Las anónimas leyes del enigma fluyente,
desde los genes, desde los cromosomas hasta las galaxias,
astro por sangre, acaso, polen por centellas.

Y quién sabe, el espectro de una incógnita arcana,
de un signo hermético inasible, solo y aparte,
sagrado hermafrodita acaso, señor o arcángel ciego
de la cruel beatitud
que se espeja en redondo y se anonada
en el sinfín sin fin del éxtasis consigo.

Mientras alguien escucha
al fondo, más al fondo, después del laberinto,
detrás de la memoria, en medio de la especie,
la grave resonancia del mar de la leyenda,
acaso un tornavoz profundo de sombra y profecía,
quizá los fundamentos de las metamorfosis,
la alquimia del mutante.

(1976)
(Selección antológica de Teresita Sagní)

ALGUIEN

que nunca exibe en vano su poderío,
pero es acaso la perla eterna, el esencial quilate,
al parecer se abstiene
pero siempre gana, vence de suyo, en todas las instancias.

No sé quien es.
Se transparenta a veces, pero nada digo
de la unanimidad que está en el fondo, indivisible
entre los pormenores y las magnitudes.

Y acaso su imagen fuese
como la síntesis infinita de esa apremiante
palabra virgen
que nos eriza el corazón y el alma,
pero, en el umbral de asirla, se desvanece como fulminada
por el esplendor de su propio signo inefable.
Quiero decir, no sé, tal vez, silencio.
Primero y último. Definitivo. Lapidario.

DE PAR EN PAR

Yo no sé.
Yo me heredo insondable de memorias y olvidos.
Me voy diciendo a golpes de inocencia y coraje,
cuando comulgo al fondo de las genealogías
como el azar, adrede,
cuando conquisto el riesgo de las levitaciones,
cuando mi mesa tiembla al roce de algún sismo
que llega de los astros.
O en el sagrado colmo
percibo la venia de unos dioses avaros de sus claves.
Cuando alcanzo de pronto
los cimientos del verbo, la equidad fidedigna,
mi constancia unitaria.

Entonces
yo canto lo que escribo
y escribo en código de plata lo que voy cantando,
a ciegas, a ráfagas videntes del mundo y el trasmundo,
como quien caza orquídeas,
mariposas o revelaciones, leyendas de las profundidades;
convoca sus atributos, sus pertenencias íntimas y fieles,
se identifica con la edad sin tiempo
de una efemérides que no se sabe, pero se sabe;
acaso
cierta memoria de una ordalía que ya está en las células,
que ya está en el magma oscuro
de donde irrumpen ciertas imágenes clandestinas,
arduos indicios
que nos perturban con sus mensajes de lo irrevelado.

Y ese escozor, esa ardentía, no sé,
del aire,
ese avenar de iridio magnético del espacio
que se percibe, a veces, como un escalofrío de la sustancia
en trance de inducción nocturna;
ese instrumento mítico de electrones
igual a tábanos
como partículas de jaspe frío,
que a veces
cuando el registro de lo eterno se aguza en nuestra médula,
se oye pulsar —al sesgo de la medianoche,
nítido ahora,
bajo el inmenso puente curvo
todo escarchado de estalactitas reverberantes.
Mientras emana espíritu,
luz de la materia en celo, la rosa densa de la tierra,
sonámbula, hechizada.

EL RELOJ
(Fragmento)

Es una larga caja de cedro y de cristal
Que arriba a cada lado, corona una pirámide;
Y en medio un corcel brioso, sobre su pedestal,
Sacude largas crines a modo de una clámide.

Sobre la esfera, en circulo, los números romanos
Jalonan una pista en cada borde;
Donde las horas danzan tomadas de las manos
Mientras el tiempo tañe su lira monocorde.

Al centro hay dos taladros por donde yo reintegro
-antes que la fatiga los rinda y deje exhausto-
Su fuerza a la campana y a cada brazo negro,
Entre un interno ruido mecánico de fausto.

Acuna el áureo péndulo su geórgico relieve.
Suena el tic-tac isócrono que no cesó jamás.
¡Si yo quedara ciego le viera que se mueve!
¡Si yo quedara sordo le oyera su compás!

Oscila en el pasado; lo llevo en el cerebro�
Golpea mis recuerdos�, mi corazón de niño�
Por eso, en la mirada que va al reloj, enhebro
Un hilo de nostalgias y otro hilo de cariño.

El fue quien rigió aquellas veladas del invierno
En que, sobre el sedeño blancor de los pañales,
Cuando era yo un latido anónimo en lo interno
Erraron, temblorosas, las manos maternales.

Después, con su campana de cadencioso ritmo
Contó mi vida, todas mis horas, una a una�
Desde la primogénita, en la que el monorritmo
Del péndulo, fue acaso quien me adurmió en la cuna�

En fin, -contraste triste- colgado ahí en la estancia
Con ese mismo ritmo que inculca somnolencia,
Midió la carcajada festiva de la infancia
y esta inquietud recóndita de mi adolescencia.

La evocación me trae dulzor de risa clara�,
Y no se que de llanto y algo de un vago aroma�
Que esboza una sonrisa sutil sobre mi cara
Mientras alguna lágrima a mi pupila asoma.

Y pienso mientras miro la esfera: -¡Cuántas cosas
Sucederán en tanto que el de su mismo son�!
Quizá el deshojamiento, la gloria de mis rosas,
Si es que antes no detiene su marcha el corazón.

(De “Preludios Líricos”, 1928)

FAMILIA DEL AGUA
(Fragmento)

A galopes de azar,
encabritando al sesgo sus maromas de tránsito y espuma,
con jinetes redondos en las grupas cambiantes, movedizas,
azuzada por látigos de sol y sobresaltos,
de pronto vuelvo aldabas todo el cuerpo de fiebre,
golpea ya en la dulce frescura de la casa del agua.

El agua allí instalada de remanso y olvido
sobresalta su espejo redondo de molicie…

Lo que en ella fue séquito vuelve ardillas su sangre,
le promueve capullos,
instantáneos, curiosos;
ojos recién abiertos prófugos en su atisbo,
orquídeas subrepticias ya también sin estela,
o navíos tirantes que hacen guardia sin párpado.

…………………………………………………………………………………..

Todo pasa o sucede;
transcurren los órdenes del agua
sólo atenta a su propia potestad de delicia:
cuños de azar que efigian si medallas de cielo
placeres como niños que abandonan espumas,
picaflores, idilios del polen y la dicha,
temblorosas cavernas, mímicas de amaranto.

De pronto,
la fronda sumergida como un árbol macizo,
nutre una sola hoja que devora su selva.

Apaciguan las ondas su nostalgia dichosa,
pliegan su varillaje,
componen su poliedro, sacuden los plumajes del iris.

Fugitivas columnas
flotantes, nadadoras,
derrumban hacia adentro
sus números fluviales,
pedúnculos, guirnaldas
y adioses cristalinos.

Una ráfaga verde ondula todavía
manos como siringas casi espigas de flautas,
pies de correveidile por sus diáfanos lares,
tímidos pormenores, enigmas diminutos,
tácitos transparentes de voluta y suspiro.

Anidado en su forma
su dulce cuerpo tiembla como un pulpo de amor;
abre su seno y tiende largos brazos al agua;
le tiembla el agasajo de corazón a orillas,
toda trémulos labios, todo su cuerpo cóncavo.

Después hay largo encuentro de las ondas abajo,
un ojo con otro ojo se mira en otra espuma,
y una onda se sorbe los labios de recuerdo
por un sabor de piedra conocido en su hermana.

El agua se reúne en familia en el pozo,
dulcemente se estrechan sus criaturas abajo,
y se conocen voces y bordes de frescura
que se entregan en blando descanso de una en otra.

(De “Maroma de Tránsito y Espuma”, 1935)

LA AMANTE IMPIA

Yo cortejo abismado
cierta esfinge del hombre, sin latitud ni rostro,
hecha tal vez del fuego neutral como implacable
que si aventa lo opaco su fulgor no da sombra.
Tal vez de la sustancia de impiedad y vejamen que es mi
heredad del mundo,
cuyo sabor me alienta, cuyo favor me abruma cada día.

La cuido con la astucia
que la inocencia extrae de un terror milenario
para incubar un huevo de especie jeroglífica,
de cuyo polo astral puede venirle un doble con ojos de
paloma,
o el talismán perverso de oriente subterráneo,
la gema basilisco, la joya de los monstruos.

Le indago los reflejos con que excita mi angustia:
cuando se abstiene alcanzo por magnitud de ayuno
la acústica del celo
que hace porosa el alma o la disgrega.

Entonces
propago en un sollozo de castidad impía
al son desamparado que viola su receso.

La recupero a ciegas
como el secreto núcleo de un encono sagrado,
cuyo almizcle fanático exaspera la pubertad hereje
del corazón dinástico y sombrío.

Mi siniestra esperanza la ronda en círculos ardientes.
Mi furia es sólo amor como exterminio,
quizá condenación como holocausto.

Me cita en los parajes
donde renueva el deudo remotas penitencias, culpas que
nunca salda;
donde el misterio anida
dejando esos vestigios que el corazón asume como herencia
de ultraje;
en los despeñaderos macilentos
con su hongo pernicioso de color invisible;
detrás de las estepas donde tiniebla y luz permuta sus
solares
procreando esa frontera de resaca enemiga,
donde el tiempo es un viento que sopla sin cuadrante,
donde el tiempo es un ojo de improviso recalado en un
fémur.

Cosecho las estelas que el corazón le erige
cuando la conmemora o la demanda.
Por territorios suyos, de llantos que son míos,
recojo a fiel del alma sus frágiles espigas:
entre palabras vanas, alguna flor de acérrima simiente,
un ascua del rescoldo
donde su huella es polen de infortunio, sílaba de olvido.

O me acodo en la sangre para hablarle cuando mi soledad
excede el mundo,
cuando el río es tan ciego que embiste los pilares y hace
crujir los puentes.
Nuestro coloquio es hondo como el desposamiento del
hueso y el estrago;
nuestro silencio funde milenios y congojas
hasta dejar su huella sin Dios en el alféizar.

Si la traiciono entonces por un bisel exiguo
su ofensa tenebrosa toma formas de asalto,
se me instala en el alma, besa mi luminaria con un precinto
ciego,
me ahoga con un sorbo de intemperie insondable.

El que no sabe y llora, turbulento y baldado,
paga, pero no abdica de la cruel servidumbre
donde avizora un crimen como la dinastía que le abona el
linaje
con un terror vetusto, veteado de inocencia:
ese nos vio, quién sabe,
de par en par ceñidos, de par en par desnudos,
apenas si el escorzo de un fémur en la luna.

Callad ahora,
oíd por los resquicios donde reclama y gime su fábula
furtiva.

Mece dunas calladas,
promueve aldabas dulces en los acantilados tristísimos del
cráneo,
tornasola sus huecos de musgo y sal sedienta
donde zumba el silencio de una flor placentaria.

Si la averiguo llora, se llama con mi nombre,
responde con preguntas,
tanto como sus labios son de arena y olvido.
Si la rechazo pulsa magnéticos estambres,
pulmones de impudicia con ese olor a rayo sobre las
sepulturas,
con ese olor a tizne mortal sobre los dólmenes;
suspira y se extenúa
como una gran crisálida que entreabre sus vestidos de
almíbar tenebroso.

-Amante que me asedias
desde el umbral secreto contiguo a lo infinito,
mimando mi desdicha solitaria de mártir,
espérame: una noche de perdición sagrada
me acostaré contigo pues soy fiel hasta el hueso.

LA FUENTE

El mundo circular
que la fuente propone
no tiene más audiencia
que sus pájaros de agua,
caídos agua abajo
hasta dar contra el cielo
se salvan en biseles
que trabaja la brisa.

Tranquilidad furtiva
del vértigo en sí mismo.
El agua ya es del fino
metal que da la luna,
cuando pasado el lento
engaño de la noche
se queda sobre el alba
parada como un pájaro.

(De “Pulso del Clima”, 1932)

LOS ÁNGELES DEL TIEMPO
(Fragmento)

El ángel del milagro me ha nombrado en el sueño.

Qué sentido anterior, subterráneo, me alude.
Qué vocación de vientos y aptitud todavía.

Mi caracol terrestre, su legado de origen
sofocado de musgos pero leal al signo.

El mensaje fue un viento sin presagio ni escolta
como un pájaro recto cardinal en su cifra.

El ángel del milagro me reconoce aún.
Todavía me alumbra su insigna misteriosa.

Me exige el corazón hasta un registro cruel,
hasta turbarme el sueño por el rigor del temple.

Fronteras de trasluz me entregan su sentido
y vibro como un látigo de sol en andas curvas.

Ya tengo el corazón en altitud total,
su estatura me acusa responsable del cielo.

Alguna vez diré los ángeles hermanos:
sus cuatro rumbos sabe mi corazón terrestre.

El de olor a silencio y el trébol de tristeza.
Una mano por flor sobre el pecho, en esquina.

Su viento de abandono, su sigilo, su musgo.
Se le sabe un violín confuso en la memoria.

Otro es como una oleada roja sin atavíos.
Cuando pasa su antorcha se postra la frescura.

Y el ángel blanco trae su poliedro de frío,
su duro corazón mineral de intemperie.

Va girando su faro letal sin amnistía
y el paisaje descubre su latitud de espectro.

Alguna vez diré los ángeles rivales,
que hoy tengo el corazón de temple sagitario.

El ángel verde viene quebrando el maleficio.
Su signo restituye la solvencia terrestre.

Por el fondo del cielo resplandece su víspera.
Oíd su banda heroica toda gallos de bronce.

………………………………………………………………

(De “Corazón Terrestre”, 1935)

PIEDRA INFINITA (FRAGMENTOS)

HOMBRE beodo de piedra, de su vino de lápidas,
de su tufo de templo, de sagrado patíbulo,
convalece y escucha:
un élitro estival clama en tu pámpano,
oh alma que aún habitas un cuerpo,
que aún hospeda su sangre,
que aún exige su liturgia terrestre.

Bulle en el corazón un encendido enjambre, un venero de
tórridas burbujas;
criaturas de un latido asumen su vigilia en el tallo
de un pulso;
se heredan y suceden llamas de un leve pétalo votivo,
como abejas de fuego entre voraces párpados
que inflaman su faceta púrpura y se retiran:
se percibe el humo de la vida que extinguen sus luciérnagas.

Canta, pequeño pastor de unos días y una sangre
sobre la tierra, nuestra heredera y nuestra herencia,
canta, oh deudo, mientras vuelve a la heredad la dádiva,
gota a gota a su núcleo,
porque es honra del hombre libar lo que su oscura,
última flor contiene,
así madura la equidad del mundo, oh héroe del corazón
cantando.

(De �Piedra Infinita�, 1942)

PIEDRA INFINITA (FRAGMENTOS)

OH SOLEDAD redonda de piedra y hombre solos,
amarga flor de mineral y sangre que el canto rudo
cimbra.

Cuando lo misterioso pide un tenor ardiente
y dilata mi acústica,
cóncavo de esa lenta sed continua hasta los huesos,
oh caracoles ávidos,
oigo crecer la piedra por su mar profundo,
escucho el coro de los cráteres, su estertóreo silencio.

Entonces, la piedra rezuma un halo
capaz de amarga herencia, un dios fulmíneo;
intimida su voluntad de ser, desesperada,
busca su tiempo tórrido en mi sangre,
me incorpora a su séquito:
un élitro subterráneo por un mugrón o túnel
estalla en mi corazón su alarido.

Silencio no es silencio,
es el tremendo vítor de la piedra.
Remonta de un golpe su clausura horrible,
su fauna mineral, remoto árbol de estatuas.

Girasol planetario meridiano en el trópico,
la aventura terrestre con su olor a vorágine,
en pizarras glaciales aun el tropel en tránsito,
oh tiempo inaccesible en su cuadrante fijo.
Decid: hueso del infinito relámpago,
trueno de eternidad y de silencio.

Un día siempre diurno,
-como un águila borcel diseminada en luz,
acumulada en nimbo- cela lo perpetuo.

PIEDRA INFINITA (FRAGMENTOS)

CON la piedra en la frente,
el hombre cumple ciclos de soledad,
remonta una vejez inmóvil que no tiene cifra.
Donde su luz no alcanza,
el corazón oficia como ciego lúcido:
tembloroso, sonámbulo.
a tientas entre signos que soplan un nombre de tiniebla.

Hasta la última soledad.
La que no se penetra a pesar de la acústica y cilicio,
perpetua cúspide a sí misma inaccesible,
cifra total que integra su infinito solo,
donde el acorde se realiza,
donde canta —lo escucho-
la piedra canta un solo de eternidad y de silencio.

SILENCIO, o jeroglífico del límite,
como un rumor helado, viento fijo o incisa hiedra fría.
Oíd la piedra, ved el silencio: nombres de un pavor
de lo mísero.
Sentid: cataratas de edad caen al mar de Siempre.

Se siente la alegría del astro, piedra en lámpara,
el júbilo del hielo, piedra diáfana en fuga.
Se ignora hasta dónde el signo de la piedra;
de tan honda, su clave desespera a la sangre.
La piedra queda abstracta en su cuerpo de piedra,
oh sólido de túnel.

A SANGRE y canto,
-todo bajo los ojos- busco su reverso,
hasta que el propio laberinto responda,
hasta que escuche su diapasón sepulto,
-un opaco tornavoz me hace cóncavo.-

Momia de facción gris y énfasis triste,
incrustada en su nicho, inscripta en su apostura,
con su alfabeto seco entre los dientes,
parada en lo equilátero perpetuo.

PIEDRA INFINITA (FRAGMENTOS)

PIEDRA es piedra:
aleación de soledad, espacio y tiempo,
ya magnitud, inmemorial olvido.

El hombre quiere amar la piedra, su estruendo de piel
áspera: lo rebate su sangre,
Pero algo suyo adora la perfección inerte.

Hay durezas, caparazones, formas tristes, con agua o
grumo vivo dentro.
Ella, sin brizna de entraña, mármol lleno de mármol.

Acaso algo terrible habitó su caracol profundo;
de esperar, siglo a siglo, la valva cerró por intemperie.
Caída al fondo de ese abismo palpable en sus márgenes
de espanto,
árida espalda yerta, féretro de lo estéril,
ecuador de lo triste,
no es ni desdén: ignora redonda en su materia sorda,
íntegra nada nunca.

Geometría en rigor, sola en su límite,
ceñida cantidad, estricto espacio,
asignatura ciega, pieza hermética,
contrita y sin piedad, armada en temple,
cuadrada en su sostén, compacto término,
duro numen del número,
sin pórtico al sueño ni a la lágrima.
Si absorbe no incorpora, ajena al vello de los líquenes.
El fuego no es su dádiva, ardiente
secreto que el hombre le inventó buscándose.
Sentid: ni ruda música primaria,
cajón sordo, yunque seco, ataúd del sonido.

EL HOMBRE tiene ojo azul para la brizna,
tierno bisel, cándido escorzo al tornasol furtivo.

Puesto a pulsar la piedra,
-oh arpa negra de bruces,
desolada-,
fulge un iris nocturno por su sangre,
y un pavor de liturgia le consterna como párpado lóbrego,
ya su recinto huésped de lo aciago,
porque la honda bóveda canta, requerida canta, fiel,
en eco puro.

RITO DEL DIOS CANÍBAL

Versado en grandes riesgos y desgracias
mi corazón sin duda viene de una casta de mártires.
Amo la ponzoña sagrada que me encona la lengua
y el canto me sucede, de pronto, como un áspero viento
giratorio, abrasivo,
pulsando los estambres de alguna llaga fértil,
el arpa de un desgarro perpetuamente en celo, que nunca
cicatriza.

Como la oveja ciega
del secadal ardido, del páramo con dientes,
fronteriza a la hiena, vuelta un lobo de harapos,
puedo ulular sin Dios, balar mi testimonio desolado del
mundo.

O como la aborigen trinidad voladora
-ecuación inclemente de garras, pico y ojos-
templar un duro vítor, un cuerno milenario de intemperie
en acecho,
en toda su escarpada magnitud de abordaje,
desde el abismo altísimo que cela, pirata del espacio.

Como el reptil un estridor,
un trino abyecto, un silbo verde y táctil cribado por estrías
y colmillos,
largo fatal y adrede, agudo y sigiloso y al sesgo como un
crimen,
violín artero,
zorzal de perniciosas aristas en el musgo,
peine de pana y vidrios pulsado a contrafilo por navajas.

Flautas del bosque ondulan, se recrean,
devanan sus cárceles en un recodo virgen de la sangre.

Allí también manzanas son astros
fragantes que describen sus órbitas de mieles,
servidos por abejas, servidos por pequeños planetas
zumbadores,
criaturas de un linaje
gratuito que sella la inocencia, la gracia inaccesible,
hijas sagradas, diurnas, porque sí, del destino.

Me amanece un rocío de almibar en la lengua.
Puedo ser esa brizna con las manos cortadas
que ora al viento un pequeño vaivén para su dicha.

O el picaflor, que trepa al cielo por escalas de polen,
desvaneciendo en iris su temblor diminuto.

O el potro blanco de la nube
paciendo espuma en las praderas del aire,
de pronto vuelto negro, tras un sordo relincho,
con su rama de fuego cruzado entre los dientes.

Pero me imanta un sínodo perverso
desde el adoratorio que emerge entre las ruinas.
Debo servir su oráculo de furias:
si callara de pronto, sellando las compuertas, negándole
mis cauces,
se me desbordarían la sangre o el destino.

Puesto que quien me asedia no pregunta, dispone,
me seduce y penetra,
se me instaura en los huesos como en un trono propio,
qué puedo hacer del alma, si pierdo entre dos pulsos la
brújula, el santuario;
si apenas tengo sitio para besar la clave
de aquella abreviatura con que me signo el germen.

Si ya me toma el iris de batuta implacable,
cuyo imán alevoso
promueve el ramalazo de las requisitorias como
profanaciones.
Si ya el santelmo adusto de las hechicerías,
se apropia lo invisible frotando su penacho de sal
pecaminosa.

Si ya la higuera enjuta y errátil de los cultos
sacrílegos se esponja, se llena de aleteos sonámbulos,
malignos,
empieza a dar hisopos de equívoca sustancia, de filiación
obscena;
comienza a ser la ubre
que exuda a contraescama su filtro vejatorio;
la venenosa madre cuyo calostro verde
al par que los tropismos aviesos de la noche,
ordena y desarrolla
la tempestad impía que agita mis cimientos y aborrasca mis
labios.

Otra vez un vampiro de grandes cuernos lóbregos,
un ave de la alcurnia nefasta de las bestias procreadas por
los dioses,
evocable en su mímica tan sólo
por su ráfaga en bruto, de pesadas, húmedas y letales,
membranas de ceniza,
instalada en su dolmen
como un humo de bulto rebelde, desgajado, corrosivo,
suntuoso,
multiplica sus vínculos
semejantes a bocas de liturgia malvada,
semejantes a escarnios, idénticos a ejemplos de conducta
sacrílega.

Y promulga de pronto lo que cumplo y no entiendo
si es la cópula abrupta de la lengua y la sangre,
o el avatar furioso de las profericiones nefastas de la
especie,
testimonio temible de antiguos sinsabores,
de amargas abstinencias sobre el altar sombrío que reflota
el blasfemo.

Percibo en derredor su ceremonia,
sus énfasis pausados y lascivos, su estrategia
de crines torvas contra el flanco como un tambor de sorda
alevosía;
sus pasos de árbol clandestino,
de pontífice abyecto que me abarca con gestos de chacal,
pero en gamuza;
sus venias de órbita caliente y espantable
por donde explaya un ciego olor a poderío.

Aunque me arredra el culto y la deidad bestial me
sobrecoge,
mi élitro de infortunios
se exaspera y oficia sin desdecir sus claves;
en donde las potencias vicarias del furor me sitian por
perderme,
los ancestrales números del hombre
socorren mi condición de deudo carnal de la desdicha.

-Quien no admita lo grave,
lo sacro del horror detenga aquí sus ojos;
cuide su lengua casta, preserve el labio virgen,
su corazón neutral, impúber o cobarde.

Yo he de jurar y juro
con ese escalofrío de túnel que no aflora, pero reviene el
alma;
con el sollozo seco, sin pulpa, fatal y voluntario de las
consumaciones,
cuyo sabor de rúbrica hasta el hueso
revela al propio mártir su opción como destino.

Doy paso a una embriaguez
con sístole de infierno, de demonio caníbal;
un romance en que el cráneo ama los garfios como flores,
la sangre un fuego ciego cargado de cicutas,
la cintura un dulcísimo ceñidor sanguinario.

Yo tiendo a quien lo exige con toda mi osadía,
creciendo muesca a muesca en el terror
hasta situarme al tope de la angustia con un golpe de
sangre irreversible.

Si conquisto la venia
que venero y me espanta,
su protección perversa me otorgará las ovas
donde el abismo es germen que multiplica apóstoles del
antro.

Si equivoco los signos
debo morir de pie, vertido en tótem,
sobre la gran pezuña negra, pedestal del blasfemo.

Comprendo que mi brote de infortunio y denuedo
viene de la raíz antigua de unos dioses negados,
cuyo poder se inflama y abona mi delirio
desde la bocanoche donde disfruta el monstruo.

(Ved: si admito el óleo turbio, funeral, del poseso,
la lengua se me enciende
como un fósforo mártir y dichoso
extasiado en las yescas de mi propio cilicio.)

Tomado por el ala que sofoca y trasuda
con su trópico amargo de axila membranosa con olor a
caverna y latifundio,
debo danzar en torno de mi tutor maléfico, acezante,
danzar hasta la audiencia del himno que consagra,
si él aduce razones
de una sentencia atroz como el verano que emponzoña mis
huesos.

Un pámpano de llamas del ídolo me azota, me prueba, me
acaricia;
me circunda su atuendo de púrpuras soeces.

Mientras zumba mi sangre
crinada por escollos de pánico,
degluto negras uvas vueltas ascuas, vueltas pequeñas
sierpes escabrosas.

-Deudo mío invisible,
nublado por lo espeso de mi acepción blasfema, hereditaria,
neutral pero certísimo, parado en el venero primordial del
origen,
tú que entiendes las claves
dime si el corazón comulga miga de pan terreno, aunque
acíbar, benigno,
o leche impía, resina estéril, manjar de momias, almíbar de
difuntos.

Si mi aventura pisa umbrales sin colonos,
también sin esperanza,
donde un ojo de escamas, de hiel como parálisis,
coagula en piedra negra mi costado.

Por la lujuria amarga que trasmina mis huesos
comprendo que estoy solo frente a mi propio oráculo
prohibido;
que víctima del trance
no puedo sino honrarlo con la consigna ciega del poseso.

Comprendo que me guío por un astro de túnel
que flota negro y graso en la caverna del delirio.
Por un sol animal
de esponjas y babosas, por una estrella astuta de coágulos
con flecos
y espesas fluctuaciones que son vísceras suyas.
Por un batracio abyecto,
sin piel, como el escarnio que emite sus pigmentos de
lasciva ominosa,
mientras deglute y vive con sordo rumoreo de colmena
larvaria.

Eso de musgo artero
recorrido por flujos de cartílago y lamas,
circulado por besos de mucílago insomne,
cuyos labios propagan péndulos afligidos, pormenores
satélites,
telarañas de un líquido glandular y sectario,
tibias enredaderas de codicia callada,
incrementos voraces de conducta incestuosa.

Todo mudo y flotante, como amorfo y continuo,
crecedor en la noche vaginal, corrosiva, de algún antro
difuso
donde el monstruo se alumbra con un halo de crimen.
De pronto
vuelto ráfaga seca, circulación vacía,
polvareda invisible tras la mortal blancura que devora mis
sienes.

Pagaré mi rescate con la moneda abrupta del martirio.
Mi pacto de herejías debe cesar al menos
cuando alcance la potestad benigna del yacente.

Sacrificio mis ojos,
sacrificio mi lengua en la liturgia aciaga.

Vivo o muerto de pie quedo en mi voz ahora.

Desde el rescoldo amargo de la sangre propago un torvo
reverbero;
prolongo todavía aquel son bárbaro, fúnebre y heroico del
impío.

Dejadme aun a solas
con mi florón de fuego nefasto entre los dientes,
mientras se apaga el culto,
mientras se me apacigua la ráfaga de escarnio.
El eslabón del vínculo que rompo, la cola de mi clámide
siniestra,
el meteoro del vándalo sobrante
pueden volver escoria mi séquito terrestre.

Salido del gran eclipse, con su cuña de plomo entre las
cejas,
rezo en mi propia sangre por la porción del dios que me
concierne,
y la parte de abismo que me alcanza en el rito.
Oro en mi propia sangre, con grandes cuentas como culpas,
que me ahogan los puentes de la voz
y retumban en las llanuras lívidas del alma.

Vuelto de la intemperie atroz, abandonado
por la soberbia amarga de la injuria, recobro mi flaqueza.

El corazón despavorido entonces se redime por un río de
llanto.
Una lágrima dura, vuelta vidrio en la cólera, se libera en el
ojo, tributaria.

Poco sé por la frente,
al parecer heredo una semilla aciaga que se me testimonia
como germen del canto.
Esclavo y libre oficio, me asumo y obedezco.
Entro en mis fases negras
y dejo al corazón cumplir sus ciclos crueles, sus órbitas
sagradas.

(De �Los Límites y el Caos�, 1972)