REQUENI, ANTONIO
A UN NIÑO QUE SOSTENÍA EN SU MANO
UNA PALOMA

Estoy mirando una fotografía.
Un niño extiende, en ademán de ofrenda,
su mano, que sostiene una paloma.
La alegría ilumina las facciones
del ángel despeinado, y adivino
tras su camisa abierta un incipiente
manantial, un borbollón purísimo,
un oleaje profundo de ternura.

Aquí nació ese niño, en mi país.
Bello y valiente como un dios antiguo
creció. Su juventud amó la música,
los libros de poemas, las estatuas
mudas entre el escombro de los siglos.
Y amó al hombre también, y amó entre todas
las palabras, la más diáfana y bella;
libertad.
Tras ella fue, tras su fulgor cautivo
entre hojas y murmullos y colores de América.

Despojado de todas las riquezas,
junto a los mansos, tristes despojados,
buscó su sitio. El iracundo y tierno
señor de la justicia, el recio apóstol
predicó en las laderas del escarnio,
peleó en los montes y cañaverales;
quiso cambiar la vida y ofrecernos,
como cuando era niño, una paloma.

Venía de la mano de una estrella.
Picoteaban su barba colibríes.
Su amor era embriaguez, ígneo mandato.
Como piedra arrojada en el banquete,
como el látigo justo
que un día Cristo restalló en el templo.
Pero no fue una piedra, no fue un látigo,
ni tampoco un fusil lo que empuñara.
Siempre llevó consigo una paloma.
Esta paloma ciega que aún lo busca,
extraviada, en la selva donde ha muerto.

Era un niño, mirad, tenía apenas
una camisa abierta, una sonrisa,
y en su mano la ofrenda, como un símbolo.
Toda su historia cabe en ese gesto.

(De �Inventario�, 1974)

A UN ROSTRO DE BOTTICELLI
(FLORENCIA)

Girarán en mi vida ciudades de colores,
encuentros y palabras, partículas de sueños
ocupando los días con sus nombres efímeros.
Todo lo olvidaré. Todo será borrado
mientras indiferentes sonrían las estatuas.
Pero nunca tu rostro, ese óvalo de dicha,
frontera entre la gracia y el espacio.

Oh fugitiva sombra: ángel, flor o doncella
amada con temblores antiguos, por las calles
hondas, vetustas, del renacimiento.
Rostro cuajado en luz, adolescente,
descubierto en un claustro luminoso y perdido
bajo las altas torres de un crepúsculo de ámbar.

Frente desnuda. Piedra. Cristal. Nube pulida.
Orbitas que alojaban azorados destellos.
Breve nariz. Mejillas rutilantes
donde cantaba el gozo juvenil. Frescas sienes.
Orejas irisadas. Delicado contorno.
Frenesí de la boca.
¿Seguirá flameando, estela o llamarada
tu ardiente cabellera que despeina la música?

Oh resplandor, delirio de unos versos
que nunca has de leer, allá, en tu vértigo
de piedra insomne y encendidos mármoles.

Nuevamente regresas en mi recuerdo, rostro.
Y yo beso tus labios perdidos para siempre.

ANTE UNA TELA DE VAN GOGH

(Otterlo, Holanda)

A través de las fibras trasparentes del aire
te miro crepitar, ebrio y violento
señor del infortunio, combatiente impetuoso
que bajo el sol morías de vida, desangrándote.
Borbotones de sangre y nada más, tus colores.
Alta sangre amarilla, verdes, rojas, azules
efusiones de un llanto sumergido
en el del pecho, oscuro pozo.

Aquí estás, frente a mí. Este mínimo espacio
brotado de tu fiebre me golpea,
mi retina enceguece y por ocultas vías
del corazón me inunda de una infinita lástima.

¡Oh dios tan tercamente enamorado de su fuego?
¡Cómo ansiabas amor! ¡Cuánto clamabas
ternura! ¡Con qué exaltada angustia torturaste
las inocentes formas de la tierra!

Sé que te fue preciso transitar sueños rotos,
fracasar entre seres y litúrgicas lágrimas
hasta morir, exang�e, tal la piedra que rueda
ciegamente empujada en el vacío.
Más también sé que fueron la zozobra y la ira
las afiladas sendas que Alguien puso en tu alma
para que al recorrerlas arribaras a este
vivo trozo de tela, encendida victoria
que ahora miro, habitante de otra luz en el tiempo.

Tú seguirás ardiendo más allá de mi trémula
espuma de palabras, por encima del viento
que apagará mis ojos. Solitario y altivo
seguirás invadiendo con colores, con vida,
la nada y los escombros de los siglos futuros.

(De �Umbral del horizonte�, 1960)

APUNTES

Se pierde lo que se ama.
Se canta lo que se pierde.
La flor en la rama verde
y el nombre azul de la llama.

Después de haberte querido
mi razón se desorienta.
¿Por qué, si el amor se inventa,
no puedo inventar olvido?

Dialéctica del espejo:
mirar mi rostro a través
de su apariencia y después
hacerme creer que estoy viejo.

No amar sólo a una mujer.
Beber y trizar el vaso.
La costumbre es el fracaso
del placer.

Esposa, no me reproches.
Yo soy tuyo y tú eres mía.
Siempre iguales cada día.
Distintos todas las noches.

Temblor del conocimiento.
Perfecta luz. alegría.
Esta es la lección del día;
sólo vale el sentimiento.

Lo único que hoy quisiera
es hundirme en la fragancia
que hizo mágica mi infancia,
trémula de primavera.

Mi hija se baña. Mirad
qué escena más prodigiosa.
Su piel mojada: una rosa
de misterio y claridad.

En una copla soñé
descifrar el Universo.
La fui urdiendo, verso a verso,
pero después la olvidé.

Si no lograra infundir
a mi poesía el fulgor
de la magia del amor,
ya me podría morir.

Vivir: jugada perdida.
Morir; vivir sin memoria.
Somos carne de una historia
que dios sueña y luego olvida.

Chesterton, Whitman, Carriego.
Laberintos de la idea.
Con un bastón se pasea
por su ciudad, Borges, ciego.

ARIA PARA LA CUERDA EN SOL

Súbito resplandor. La gente asciende
y el alma suspendida de un violín se hace añicos
de dulcísimas lágrimas. Surca un ave
la inmensidad. Abre sus labios una rosa y habla
¡Llevadme, altos acordes, a esa región sin sombras
donde la gracias pura llueve sobre los astros!
(Coros de estrellas y arcos ojivales
se desmenuzan en mi escalofrío).
Perdón amigos: nunca más seré vuestro;
cosmonauta sumido en la Armonía,
remonto en vastos círculos la delicia o el éxtasis ,
habito el otro lado de la luz impasible.

Cuando la música de Bach se desvanezca
tal vez sorprenda a Dios en su silencio.

CEMENTERIO DE CASTELNOVO
(Valencia)

Vine a buscar mis nombres anteriores,
a desandar mi edad entre las tumbas
suaves y amenas de este cementerio.
Mareas de nostalgia que me han traído
a descifrar los hondos resplandores
que alguna vez cruzaron
el mediodía oscuro de mi sangre.

Vine a buscar antepasados dulces,
calmosos bajo el sol y gustadores
de azahares y pinos.
Vine a buscarme entre estas simples cruces,
a recorrer el tiempo, a recorrerme.
Ellos están allí, del otro lado
de donde estallan flores como besos
y el agua se sonríe. No me entienden.
Yo sin embargo los distingo, nítidos.
Descubro un hilo tenue que me enlaza
con los tatarabuelos de mi canto.
Creo escuchar sus voces, me parece…

Pero ellos ya no son. Yacen dormidos.
Duermen del otro lado del recuerdo,
confundida su nada entre inscripciones
con viñetas de musgo.

Y yo que vine a rescatar mensajes
que aclarasen enigmas de mi vida,
traspasado de ausencia me sorprendo;
como si entre las lápidas llorase
la joven luz, como si de improviso
las venas se me hubieran marchitado.

¿Pudo ser que estas muertes me vaciaran
hasta opacar mi voz, antes dispuesta
a celebrar azules y palomas
que contemplaron mis antepasados?
¿Estoy ya muerto en otra edad, caído
junto a sombrías fuentes y amapolas?

Respiro la humedad, su hiedra fría
que ya me invade la mitad del pecho.
Hacia la tierra siento que me arrastra
esa raíz oculta que nos une.

(¡Hacia vosotros voy! ¡En un abrazo
tan largo como Dios nos fundiremos!).

Nada queda de mí, sumiso huésped
de la desolación y la ceniza.
Solamente mi voz se yergue apenas.
Únicamente soy estas palabras.

CIUDAD UNIVERSITARIA
(París)

El poeta está en el hospital.
Por los abiertos ventanales mira
el esplendor, la gloria de un verano
que lastima sus ojos.
Tiene ante sí una taza y un pan.
Entre sus dedos desmenuza las migas,
las ablanda
mojándolas en el tazón y luego,
a una señal que dibujó en el aire,
desde la fronda vienen los gorriones
a comer en su mano.
Hacia la cama va después. Se hunde
entre almohadas y sábanas solícitas.
Vela en la cabecera el crucifijo.
Multiplican el tedio los espejos.
Su única distracción es, nuevamente,
entretener sus ojos en los brillos
de una copa con agua.

Silencio. Los minutos se escurren.
Desde el pasillo llegan débiles ecos.
De improviso,
alguien que se incorpora quiere hablar.
Lo contemplan. Lo escuchan.
Es el hermano negro: cuenta historias
del Senegal; la caza de elefantes,
los ídolos, las danzas, los rituales frenéticos.
Y sus palabras se abren como flores purpúreas.

Prosigue dulce, tímidamente lento,
el hermano amarillo de Vietnam.
Dice en su lengua: “madre”, “libertad”, �esperanza�.
Luego, con nobles gestos de levedad graciosa,
remeda los saludos, los exquisitos hábitos
de las gentes que pueblan su país.

Alguien entonces interroga al poeta.
Éste se yergue. Tose. Les sonríe. Parece
que fuera a hablar —sus labios se han movido
imperceptiblemente-, pero hay en su garganta
un denso mar que crece y que lo ahoga.

(Todos siguen el curso de una lágrima
que baja por su rostro, lentamente).

Alguien vuelve a insistir.
Y el poeta comienza: �En Buenos Aires…�

DESEMBARCO EN BARCELONA

Marcho por una rambla de gorjeos y flores.
A mis espaldas yacen los monótonos días
y ante mi rostro la sutil vaharada
-humedad, vetustez- de Barcelona.
Puerta abierta, zaguán, llave, misterio.

Camino en el difuso resplandor.
Corroídas por siglos y pisadas
sus callejuelas saben a bodega,
prostitución y hastío.
Junto al hornillo para asar castañas
y más allá, bajo la gris recova,
y allá, contra el portal del viejo templo,
cantan los hombres de ojos astillados.
Letanía mortal. ¿Son los rapsodas
de Agamenón y Aquiles, que regresan?
Me acerco a una apagada forma humana;
está cantando cifras, cabalísticos números:
vende billetes de la lotería.
Y hay un dolor de mundo naufragando en su voz.

Cúspide del Montjuich.
Rumor, haces de sombra, farolitos.

Enmohecidos cerrojos y aldabones
del Barrio Gótico: una canción de piedra.

Calles de Barcelona junto al mar.
Sórdida luz, guardiaciviles, clérigos.

Respiro el tiempo, su color vencido
que se adhiere a los muros mutilados.
Camino en el difuso resplandor.
Miro cruzar la estela de una lágrima
por los pómulos fríos de la noche.

* Nació en Buenos Aires el 8 de septiembre de 1930.

ENCONTRADO EN EL BOLSICLLO
DEL POETA SUICIDA

Estoy a punto de morir y digo:
nada me importa abandonarlo todo.
He vivido. He soñado. De algún modo
sembré mi grano y esparcí mi trigo.

De otras muertes más nobles fui testigo
sin que el mundo rotase de otro modo;
seres que amaron y lo dieron todo,
mas lo que fueron se murió consigo.

Lo que yo soy, mi verdadera y honda
razón de enmudecer gira en la ronda
sombría y vana de los universos.

Me voy con mi verdad, cifra que nunca
conoceréis. Mi última voz de trunca.
Os dejo la mentira de mis versos.

HOMBRE SENTADO EN UNA PLAZA

¿Os dáis cuenta de lo que significa un hombre,
un hombre así sentado en una plaza?
Contemplad sus zapatos, tristes de barro seco,
las musgosas solapas taciturnas,
y ese rostro esculpido por inviernos punzantes,
primaveras estériles, ya sin gloria, y estíos
donde la sed agosta la voluntad del gajo.

Hoy cae sobre sus hombros las hojarasca otoñal
mientras el gris de sus pupilas se desgasta
contra el paisaje, del que está tan lejos.
Este es un hombre solo, sencillamente solo,
en el ruinoso banco de una plaza. Baluarte
del olvido ¿no hay quien lo restituya
a la amistad del mundo, al simple gesto
que abra grietas de luz en su indolencia?

La soledad es un alcohol, arde en la herida.
Y este hombre está solo, remotamente solo,
en el ruinoso banco de una plaza, en el Tiempo.

INVOCACIÓN AL TIEMPO

Brizna de voluntad e incertidumbres.
Temblor entre dos pausas infinitas.
Sólo eso soy: un desamparo, un grito,
una segura muerte que te invoca
en tanto tú me roes o acaricias.
Otros buscan a Dios. Yo a ti te busco.
Quisiera descifrarte entre tañidos
y números de arena. Desearía
llegar a ser esa columna rota,
la calcinada fronda que contiene
la eternidad en su dormido otoño.
Sé que en mí alientas, pero no hasta cuándo.
Mientras tanto gobiernas el desgaste
de mi nombre rozado por las fábulas
y eres el centro taciturno
de la pura alegría.

Te vislumbro rigiendo los meteoros,
las lentas migraciones, los sutiles
vínculos del amor —ígnea sustancia,
revelación suprema de los cuerpos-.
Violador infecundo; tú destruyes
lo que fue regocijo, sed, nostalgia.
Rama que se levanta y da su fruto
tú la inclinas después hacia el olvido.
Plumas, rocíos, encendidas médulas,
van a poblar —cadáveres- tu imperio.

Eres lo único que existe.
Más allá de las lámparas extintas
y los desiertos astros.
Más allá del espacio sorprendido
donde el silencio es una rosa entera.

LA LUZ

Como un cáliz se abría la mañana;
de su corola
brotaba la alegría, un resplandor
que estremeció las formas de la tierra.

-¡Ha nacido la luz!,-dijeron pájaros.
Las miradas alzáronse a la altura
como tréboles húmedos, brillantes,
y al recobrar el árbol su verdor
quiso cantar y se cubrió de flores.

Allí estaba, encendiéndose a sí misma,
cernida y amplia, numerosa y simple,
con callados estrépitos, golpeando
en los vidrios de todas las ventanas.
Y a su contacto fértil
renacían los cuerpos
cuya beldad erguida denunciaba.

Era la luz esbelta sobre el mundo.
Desde el instante de la luz primera
narrando —eterna- su parábola;
rescatando a sus hijos de la sombra
para que vuelvan al amor, radiantes,
tal como yo retorno a los objetos,
a mi avidez de canto y esperanza.

LA POESÍA

Tembloroso, como una flor desnuda,
te descubrí en la infancia. Simplemente
un susurro, un aroma por la frente,
tu luz en mi palabra ciega y muda.

Como quien ama y con su amor se escuda
de la monotonía de la gente,
conmigo te llevé secretamente,
razón del sueño entre mi fé y mi duda.

Fuiste el misterio y la belleza, todo
lo que en tu nombre amé y hoy es el modo
de una nostalgia que a vivir me ayuda

cuando abro un libro y vuelves, temblorosa
-susurro, aroma, luz, desnuda rosa-,
con Garcilaso, Rilke, Banchs, Cernuda.

LIMA

En Lima nunca llueve,
por eso lavan las estatuas
que se alzan, como náufragos, del polvo.
En Lima hay muchos templos con altares
de plata y oro. Y por las calles cholas
llevando mi hijo y el destino a cuestas.
(Nada sueñan o aguardan sino, acaso,
la total indigencia de la muerte).
En Lima aún hay palacios y mansiones
con balcones y rejas voladizas.
Pero todos los pájaros se han ido.
En Lima compran huacos los turistas
y visitan los restos de Pizarro.
Aquí habitó de niña Santa Rosa.
Allá la casquivana Perricholi.
Merodean mendigos
los espesos mercados, las iglesias.
En Lima vivió Arguedas; yo iba a verlo
cuando el Cholo Valencia me detuvo;
�Se suicidó —me dijo- esta mañana�.

MI PATRIA ERA UN JARDÍN

Mi patria era un jardín, el recatado
cosmos que florecía en un cantero,
las hormigas al sol y el jazminero
con sus estrellas de candor mojado.

Era el predio fecundo, verdadero,
de ese niño tristón que se ha quedado
para siempre a mis ojos asomado.
Aquel país que en nieblas recupero.

Años, vientos, lloviznas quejumbrosas
doblegaron la música encendida
de unas frondas con luz y algunas rosas.

Hoy al mirarlo, entre los dos advierto
que flamea un crespón de despedida.
Pero no sé quién de los dos ha muerto.

MUSEO DEL ORO DE BOGOTÁ

Entra al museo y mira.
Máscaras, tiaras, brazaletes, túnicas;
ajuar para las danzas del amor
o los conjuros de la muerte.
Hojas del árbol de oro de la noche.
Desceñidos relámpagos. Votivas
cicatrices de un fuego sepultado
en el oscuro olvido en que se alberga
un pueblo de cadáveres.

Ellos también nos miran, ¿no lo adviertes?
Ellos, los muertos, sucios, masacrados
en mitad de la orgía melancólica.
Ellos: rapsodas, tañedores, brujos
con coronas de plumas y esmeraldas;
los guerreros impúdicos, altivos,
y princesas de cuellos imperiales.
(Así los vio el conquistador ilustre
Don Gonzalo Jiménez de Quesada).
Son ellos, sí, los muertos. Y nos miran.
Pero aún no sabemos entenderlos.

Nos detenemos ante un vaso, un arma,
un talismán, un peine, un espejito
-la sangre fue lavada con esmero,
ni una gota de barro los sapica-
y nos deslumbra el sórdido retablo.
Membranas de oro. Filamentos de oro.
Lágrimas de oro. Genitales de oro.
Rico botín para el coleccionista.

¿Oyes un grito dentro de la sangre?
¡Sal del museo! ¡Vamos! ¡Apresúrate!
¡Huyamos de una vez de tanto escándalo!

Pero ellos nos esperan en la calle.
Los muertos —otra vez- que se acuclillan
en la margen más triste del destino
y, miserables, rondan nuestro tiempo.
¿No los ves? Aquí están. Pero están vivos.
Es esa vieja indígena que ahora
miras comer de un tacho con basuras;
Es este niño de ojos remotísimos
que viene de otro reino y te suplica
una moneda, un simple pedacito de cobre.

NEL MEZZO DEL CAMMIN

En mitad del camino me detengo
a oír los ecos del ayer. ¿En dónde
la luz del sueño, los sentidos, todos
aquellos libres, ilusorios días,
desmenuzados luego como flores
entre los dedos de la lluvia?

Siento un sabor amargo a desmemoria,
a sangre inútil, a mentira, a nada.

¿Viví engañado y engañándome?
¿Tal la magia del verso (ese artificio
que se sostiene sobre lentas sílabas)
la irrealidad nutria mi existencia?

Pero algo queda en pie: son los recuerdos.
Mi infancia consecuente que regresa
segura en su verdad, única y simple.
Mi juventud a tientas por el éxtasis.
Los rostros, una plaza, las paredes
piadosas de aquel cuarto donde supe
las trémulas delicias
de otro cuerpo en mi cuerpo.

Porque yo entonces lo ignoraba todo,
que el relámpago muere, que es efímera
la luz como el deseo, que el futuro
de mi nombre sería, solamente,
una hoja seca, un diminuto otoño
en el follaje de las antologías.

Pero estoy en el medio del camino
con mi piel y mi voz aún disponibles.
Frotado pedernal contra la vida.
Vagabundo sin brújula, inconstante,
puedo, entre sombras y vacilaciones,
alzar la mano, todavía ansiosa,
hacia el recinto espléndido del tiempo.

Porque también fui polen
lloviznando en abismos insondables
y hoy contemplo mi rostro en la alegría
y el fulgor de un jazmín recién nacido.

Algo me queda aún, mucho me queda
para seguir viviendo aunque haya días
en que escuche a mi lado otras pisadas
sutiles, implacables. Y otras veces
mi corazón, a orillas del pasado,
insista en evocar ecos oscuros
que fingen testimonios al olvido.

NIÑO DORMIDO EN UN ZAGUÁN
DE AMÉRICA

Acurrucado como un feto
duermes en un zaguán. Es la alta noche
del silencio y la cólera que suben
por tus tobillos, tus rodillas sucias,
a la playa sin nombre de tu rostro.
(Tras el párpado, el glóbulo inocente
es una isla a la que nunca llegan
princesas, ciervos, arcoiris, garzas).
Tu camisa dormida se estremece.

¿Y so escribieras una carta a Dios?
Pero no, aunque supieras, ¿para qué?
¡Has recibido ya tantos portazos!
Mientras te miro cambias de postura
y una mano febril, ciega, entre harapos,
se resuelve escarbándote los huesos.

Niño dormido, carne corroída
por la gangrena del desdén; es cierto
que para ti soy un extraño-
-pálido ser que exhibe en su corbata
la prolija explosión de la ignominia-
pero hoy preciso de tu caridad.

Ten compasión de mí porque yo sólo
sirvo para vivir entre palabras
y como y duermo y gasto inútilmente
mi juventud buscándome en preguntas.
Hoy tengo, niño, sed de tu piedad
para sentirme un poco más humano.

Indiferente, en un zaguán, dormitas,
y el mundo se hincha y desfallece
cuando respiras: mísero cachorro,
tenue resaca, espuma de la noche.
Hasta que el alba arroje a tu costado
sus monedas de luz y las recojas
para comprarte una ración de olvido
o un cucurucho de calientes lágrimas.

NOCHE EN EL COLISEO
(ROMA)

Sumido en un rincón, insospechado
bajo la quieta sombra,
mis ojos se desciñen, buscan signos
con que ordenar columnas y blasfemias,
cadáveres de días, confinadas
memorias que se aprietan en la noche.

Cerca, sobre una piedra, alguien sentado
fuma en silencio, y en el aire el humo
dibuja la palabra soledad.

Galerías, escombros, hueco horrible
donde se consumó la ceremonia,
donde se acompasaron chabacanas
aclamaciones con fragor de muerte;
las insaciadas fieras, los esclavos,
el estupor, la ejecución, el crimen,
y la estrofa entonada por los labios
estremecidos del hermafrodita
cuyas delgadas venas se encelaban
ante el sudor que descendía, obsceno,
sobre los pectorales del atleta.

Pétrea corola sostenida
por una eternidad de oscuros tallos:
¿Sientes el tiempo? ¿Esta fría luna
que te cubre es acaso una mortaja?
¿Vibras aún? ¿Perduran tus recuerdos
en la piedra o existen solamente
dentro del corazón que dicta ahora
estos frágiles versos, como el humo?

La borrada inscripción del epitafio
junto a los violentados corredores
o la medalla que se halló en el polvo
con su perfil difunto.
Pleamar de la historia, nombres, cifras
que alimentan la letra de los textos;
todo ello está aquí, frente a mis ojos
y a un cigarrillo lento que dispersa
copos de tenue niebla silenciosa.

La fría luna insiste, empecinada,
sobre la ceguedad de los escombros
por los que un infinito escarabajo
va cruzando los siglos.

PALABRAS PARA EL ANGEL DE CECILIA

Angel, tú que la guardas, yo te pido
que no la dejes un instante sola.
La vida, bien lo sabes, es a veces
un subterfugio, una expiación, un hábito.
Pero ella es inocente,
su edad se mece todavía
entre las flores del almendro
y los compases mágicos de Mozart.

Yo sé que no soy digno,
que no merezco la infinita gracia
de hablar contigo, Angel,
mi siquiera en la lengua rumorosa del verso.
Pero lo hago por ella que es ahora
lo más cierto de mí, lo único noble
que acaso un día me redima y salve.

Angel, hazla sensible y dulce,
haz que sus actos no traicionen su alma
y gobierne su amor el equilibrio
que sostiene en la noche a las estrellas.
Da sentido a su vida, dale fuerzas
para volcarla en los demás. Ayúdala
a descifrar el mundo con las armas
de la ternura y el conocimiento.

Angel, tú que la guardas, yo te pido
lo que no tengo y desearía
poder legarle: un resto de pureza
y de confianza en el milagro.
Porque ella es inocente,
porque ella es tan pequeña que no tiene
sino su propia desnudez, su frágil
modo de estar apenas en la vida.

Yo te lo ruego,
no la abandones, Angel.

PIEDRA LIBRE

El padre juega con sus criaturas.
La cara vuelta contra la pared
y el brazo levantado hasta los ojos,
está contando como si llorara.
Y mientras cuenta sus criaturas crecen,
van por el mundo, suben escaleras,
se enamoran o estudian geometría.
Cuando terminan de contar, el padre
entra en los cuartos y revisa muebles.
Apenas ve. ¿Quién apagó las luces?
Su voz, que ha enronquecido, los invita
a dejar de una vez sus escondites.
Y los hijos regresan, jubilosos.
¡Cómo han crecido! Son casi tan altos
como los sueños que en su juventud
solían desvelarlo dulcemente.
¡A contar! ¡A contar! —exclama el padre.
(Los grandes siempre vuelven a ser niños).
Y los hijos se apoyan contra el muro,
hunden la frente entre los brazos. Cuentan.
Y mientras cuentan —once, doce, trece…-
el padre se va haciendo pequeñito.
Cuando terminan de contar lo buscan.
Lo buscan pero el padre no aparece.
Se ha escondido debajo de la tierra.

SIMETRÍA DEL MUNDO

Simetría del mundo. En cada cosa
la efusión del milagro contenida.
La plenitud ajusta su medida
a las exactas leyes de la rosa.

Sólo la forma existe, su pasmosa
lección de eternidad no sometida
al vago sueño o fórmula sin vida.
Agua. Fuego. Guijarro. Mariposa.

El poema es un vaso, un recipiente
rallado desde adentro. Así construye
la luz al día, misteriosamente.

La Creación es norma, ritmo. Y sólo
vibra inmortal, en el instante que huye,
la cadencia y el número de Apolo.

SONETOS DEL AMOR

I

Te quiero con temblor de lentos ríos,
con madurez de júbilo y con llanto,
con mi sed, que se ahonda cuando canto,
con mi razón, entre mis desvaríos.

Con mi muerte en los huesos con mi vida,
con mi sangre que irrumpe y que te nombra
sobre el haz del poema, con mi sombra
donde baila una luz entrometida.

Te quiero en la costumbre de mis gentes,
con mis calles, mis árboles y fuentes,
con lo que soy, exalto y enumero.

Fluyo hacia ti y en tu delirio me hundo.
Y es a la vez conmigo todo el mundo
el que te quiere, porque yo te quiero.

II

Puesto que te amo sólo yo podría
descifrar el milagro, conocerte,
alzar tu nombre para que en la muerte
sobrevivan tu fábula y la mía.

Nada colmó mi afán como lo haría
el manantial oculto de la suerte,
porque todo lo alcanzo con quererte,
porque el amor es la sabiduría.

Ahora que sé, por miedo de perderte,
clavo un puñal en mi melancolía.
(Acaso nunca me sentí más fuerte).

Y me entrego, total, a la alegría
de acariciar tu piel, de oírte y verte,
de saber que eras de otro y eres mía.

III

Ahora que estoy vivo y estás viva,
palpo tu piel, te nombro a dentelladas;
nuestras bocas se baten como espadas.
Ya viaja por tus besos mi saliva.

Como aquel barco ebrio, a la deriva,
mi instinto roza orillas encantadas.
¡Oh penínsulas trémulas! ¡Oh radas
en donde anclara la pasión altiva!

Qué delicia iracunda ésta de asirte
y sorbo a sorbo, recorrerte, amarte,
para después en lo más hondo herirte.

¡Oh cuerpo! ¡Oh luz! Verdad en que me alojo:
estoy en ti, soy como el sol que parte
el mar en dos con un espasmo rojo.

ÚLTIMO POEMA

Quise amarte y te amé. Junto a mi voz te quise
para nombrar contigo la defunción del sueño.
Tú eras verdad. Estabas. Y un sutil poderío
me arrastraba a tus formas de alabastro magnético.

Tus ojos navegables, tus cabellos de lluvia,
tus pechos que rotaron impunemente míos;
todo lo que tus labios, sin hablar, descifraban:
la identidad del goce, la embriaguez del olvido.
Pero también, y acaso talismán más seguro,
los gestos, las llamadas, los minúsculos hábitos;
el hombro en que se acoge la fatiga del día,
las manos que se juntan en un parque con pájaros.

Así te amé y me amaste; lo sé, fuimos felices
como escolares que huyen en tranvías celestes.
Y las noches nos vieron entrelazados, puros,
nupciales, orgullosos, rendidos, inocentes.

Todo ha pasado. Todo. Nunca estaremos juntos.
Una rosa marchita son tu nombre y mi nombre.
Sin embargo te amé como un niño, lo juro;
igual que el niño que ama su juguete y lo rompe.

(De �Manifestación de bienes�, 1965)

VERSOS PARA EL HIJO

Pequeño y asombrado, la realidad tanteas.
De pronto grita tu hambre y empuñas la cuchara.
Tu instinto en el enigma de vivir se ejercita
y buscas con tu cuerpo lo que yo con el alma.

Tu madre va y regresa de la cocina; cerca
de tu cuna yo leo los versos de un amigo,
mientras tú nos contemplas y sonríes al ángel
que de tu almohada vuela a posarse en mi libro.

Quiero aprender, Fernando, la poesía en tu frente,
porque tuya es la gracia que el poema procura.
Beso en tu rostro un nido de sílabas celestes.
Te acaricio y los dedos se me llenan de música.

Árbol: éste es mi hijo, te pido que le enseñes
a crecer y ser fuerte, a llenarse de pájaros
a soportar tormentas y a sonreír con flores
aunque la suerte pase junto a él, sin mirarlo.

Un día me iré lejos y no me verás más,
pero por ti mi sangre seguirá navegando
y por ella un barquito de papel, mi ternura,
ésta que ahora te nombra, simplemente, Fernando.