ROSSLER, OSVALDO
A EMILY

La historia que trazaste sobre unos cuantos pliegos
es demasiado extraña,
mucho más de lo que uno se permite
para escribir, para ofrecer palabras.
Emily Dickinson.

Soy el que te necesita,
soy otro más que ensaya la alabanza
ante la vocación cerrada de un destino;
soy uno que te envidia
en tu terca actitud de ir eludiendo lo que debe
eludirse,
en tu desdén, en tu ocio donde no entró lo ajeno,
en tu dominio exacto de la aventura íntima.
Señora que viviste para una sombra de actos.

Quien imagina, vive.
Labio que se clausura no deja de ser labio.
Hay un campo mayor en la conciencia.
Hay una llama intacta por obra de la mente.
¡Invicta reina de unos cuartos!
No sales, no deseas, no te tienta lo externo.
Con naturalidad vives lo solitario.
No existe el muro, entonces, no te cercena el caos,
eso que es esplendor enfermo en tantos otros.

Bello es haber vivido
con todo el rostro vuelto hacia la muerte.
Un símbolo, un jardín, una imágenes.
Pocos pueden estar tan despojados,
pocos pueden mostrar
voluntad de vivir por lo más hondo.

(�Vida por arte�, inédito)

AL VIEJO WALT

Viejo Walt.
Me gusta tu barba que se asemeja a la de los abuelos
eternizados en medallones con bordes de plata,
tu barba que se escucha como un verso,
que se mira como un mar fluyendo desde la mandíbula
hasta el pecho,
tu barba que recuerda la navegación de los grandes
ríos de tu patria,
limpia, serena como lo fue tu gesto frente a la poesía.

Viejo Walt.
Me agrada tu convicción de sentirte la lengua de Dios,
tu majestuosa forma de decirle �Buenos días� a los
hombres o a la naturaleza,
tu alegría de perderte y reencontrarte en la marea de
la muchedumbre anónima,
tu certeza de que todo lo que emana del pueblo es
decisivo y justo,
tu condición de obrero de palabras, de leñador que
trabaja, suda y maldice
hasta encontrar su propia luz y espacio entre los
árboles derribados.

Viejo Walt.
Tengo urgencia de decirte que pese a haber destruido
el niño que flotaba entre mis sienes,
pese a haber asesinado al adolescente que por un tiempo
me habitó como costumbre,
sigo necesitando de tu salmo con olor a bosque,
de tu manera soberana de nombrar las cosas ¡esa
manera tuya!
únicamente hija del incendio y de la Biblia.

Viejo Walt.
Es bueno que sepas que los exquisitos siguen
abominando del grado elemental de tu palabra,
del aire libre que continúan arrojando tus imágenes,
de tus enumeraciones que se hermanan con la guía
de algunos almacenes,
de tu fantasía que exalta a la vida y a la muerte como
las tumbas visitadas por la flor del campo,
de tu violencia que se mantiene intacta como la línea
del horizonte que nos regala la llanura.

Viejo Walt.
También es bueno que no ignores que los jóvenes
siguen alimentándose
con la leche y el fruto que depositaste en unos cuantos
poemas,
con tu tono exultante que envidiaría el hierro si
tuviese voz,
con ese gusto a libertad que arranca y sale despedido
de cada una de tus voces.

Viejo Walt.
Un día decidí ahorcar el Rilke que me abastecía,
el Baudelaire contrito que me coronaba,
el Valery marmóreo que recorría con timidez de
argentino,
y sin abandonar a los maestros castellanos
porque ellos son la sal y el germen del idioma que
convoco,
porque ellos son como el gimnasio que requiero para
poder avanzar a punta de intuiciones,
me integré a la brigada de ametralladoras que se alinean
detrás de tus estrofas,
fui mensajero de símbolos, radiotelegrafista de
metáforas,
artillero, jinete, soldado de infantería disciplinado en
la sintaxis,
tambor, aquí en el su, entre ciudades y cultivos que
toleran la miseria.

Poeta querido.
Cuesta vivir en países donde se ha desatado el odio,
cuesta vivir entre hombres entregados al hábito de la
obsecuencia,
cuesta vivir bajo la metralla de los conformistas,
cuesta vivir bajo el roce y la mirada de los que han
optado por la indiferencia,
cuesta vivir, cuesta sobrevivir en la olla de mediocridad
y envidia impuesta por los otros.
Pero de pronto tomo Leaves of Grass e igual que hace
treinta años atrás
advierto que la poesía no es una práctica vana,
que la existencia merece ser vivida,
que el amor, la dignidad, la vocación y el heroísmo
son entidades válidas como montañas,
son bienes para el uso diario,
vastos y permanentes como el aire que nos acompaña.
Oh, viejo Walt.

Agosto de 1974.

AMOR MADRE

(De Osvaldo a su madre en sus
veinticinco años.)

Desde hace veinticinco años
estoy cavando en mi madre largas tiras de llanto,
gases o lágrimas para nuestras descomposiciones
mutuas.
No me importa que máscaras
de bondades o risas
quieran destruir amor tan alto y trágico
como la muerte de los astros;
yo sé que cada beso
tiene el sabor de la saliva adolescente
resbalando desde un muro,
esa brillosa y a la vez oscura emanación terrena
con que se nutre el árbol de los deseos y las
frustraciones.
Y un día moriremos los dos derramados sobre un mismo vientre; entonces ya no existirá ese pesado tributo de contemplarnos hora a hora sobre el espacio de un idéntico día.
Soles o lunas urdirán la imagen
de una mujer profunda y bella
devuelta a orígenes de calma.
Mi florecida barba adornará su seno como una larga mano despidiéndose.
Sus manos en mis manos destruirán -oh madre-
la desdicha.

CANTOS DEL SOLITARIO
(Fragmentos)

He reemplazado el día por la noche.
La luz lastima, arroja sus metales,
puebla de rojos enceguecedores
la cavidad desnuda del espacio.
La claridad, el sol es para el niño,
para sus frescas fuerzas animales.
Para mí es el dominio donde anidan
el resplandor equívoco de cuerpos,
la violencia de seres y de cosas.
De noche crezco, en cambio, me libero,
desarrollo mis fuerzas naturales,
establezco mi ley, creo mi sombra.

Si aún camino es porque el movimiento
me hace sangrar la boca,
me coloca horizonte entre las manos.
Camino y no camino, invento zonas,
distribuyo mi crónica, ardo en frases,
elaboro el paisaje con sonidos.
Hambre que a veces ruge entre los dientes,
de nacimiento a un lobo en cada ojo,
deja su amargo sello en la garganta.
Y no por ello dejo de avanzar,
de aullar en el idioma,
de alimentar el pecho con palabras.

Me agradaba reunir a los amigos
en la noche del sábado y fraguar
un ajedrez de diálogos, de voces.
Un día vi la sombra en cada rostro,
un tácito fantasma en cada gesto,
y me volví a mí mismo, a unos papeles
de realidad violenta en donde el huésped
era un temblor inacabado: el poema.

Prepara el cielo un ave negra, un árbol
fosforescente en el atardecer
para el paseante absorto que entre círculos
se adelanta a la noche, al movimiento
secreto de la vida desde el centro
de un ritmo, de una imagen, de una sílaba.

Aquí termino, aquí parto de cero,
aquí me quedo y vuelvo a la memoria.
La vida es este acto, este silencio,
esta nada, este todo, estos contrastes.
Por eso sigo en ella, porque nunca
podré explicarla sino con mi muerte.

(�Cantos del solitario�, 1979)

CASA DE LOS AMANTES

Muy justo es que el amante alabe
el sitio donde amó.
Nadie ama en el vacío,
se ama en medio de los objetos, rodeado de materia,
se ama sobre maderas,
en piezas, bajo techos, entre sombras.

Frente a la hostilidad de un medio
donde todos conviven sin convivir con nadie,
en una ciudad que torna solitarios a sus hijos,
nunca el amor halló
prolongación más viva con la piedra,
nunca el pecho, los fuegos, las caricias
tuvieron tanta gruta,
tanta muralla hecha con hábitos y ocio,
tanto fondo de mar construido con penumbras.

Cuántas veces buscaron los amantes
por paseos de triste trazado majestuoso,
por arrabales sometidos a una implacable pobreza,
por largas avenidas perdidos entre gentes,
inútilmente un soplo de belleza,
la realidad de un mundo
que continuase aquello columbrado
en los festejos y penetraciones del amor activo.

La ciudad llegó a ser
una vasta presencia enemiga.
Cada una de sus calles los amenazaba
con una nueva forma de oscuridad.
Cada uno de sus habitantes
con la sospecha de una alianza deshonesta.

Solían detenerse en esos sitios
donde se bebe en medio del silencio,
abismarse en estados de conciencia,
en esa especie de tiempo detenido
que parecieran desprender ciertos suburbios,
pero por sobre todo se acercaban al río
para ubicarse solos frente al enorme espacio
en cuyo fondo creían avistar
países donde la vida transcurriera
como un don de la luz donde abolirse leves.

Y un día se alejaron,
abandonaron la ciudad
no con un gesto de victoria o de desdén
porque ¿quién puede rechazar la casa,
la plaza, el árbol, la porción de calle
donde uno vivió
durante muchos años fuera de toda sombra?
Más bien fue una actitud de rebeldía,
de desquite sin odio,
una manera de sobrevivir,
de urdir una posible quietud en soledad,
de tramar con lo real lo forjado irrealmente,
como si ella asumiese
ese fondo tenaz
de tedio, de insatisfacción
que calmaba el deseo,
las arduas y lujosas ceremonias del cuerpo.

Europa los miró como dos solitarios
atenaceados por las fantasía y otros delirios,
envueltos en ardores, en memorias,
tatuados por la vida y por la muerte,
abrazados los cuerpos y las sombras
junto al río que corre bajo sus grandes puentes.
Tan jóvenes, tan entusiastas
que intentaron fundirse con las formas antiguas
en un extraño diálogo con la imaginación,
tan ebrios que quisieron
testimoniar su amor junto al amparo
de las más nobles catedrales
para olvidarse así de la ciudad americana
donde la piedra es piedra y los hombres fantasmas.

Pero volvieron a ella
porque la ley es persistir en donde una ha nacido.
La casa entonces asumió su distinción más honda,
fue cavidad profunda, madera de sosiego,
refugio contra el sol, contra la luz que hiere,
prolongación de noches, de lloviznas que calman,
mundo total en si de formas y elementos,
como si todo al cabo,
viajes por alta mar, ciudades de destierro,
construcciones en ruinas, jardines palaciegos,
el esplendor de todo un mundo antiguo
se aposentase al fin en esos cuartos,
en esos reducidos ámbitos
transformados por la imaginación y el deseo.

La ciudad los golpeó con su habitual tristeza,
con sus patios marcados por la acción del crepúsculo
¿pero es que acaso difería en lo esencial
con aquello admirado?
El viajero sin rumbo,
el ladrón de otras noches,
el que persigue tierras extranjeras
con la inquietud como constante guía
¿no viaja siempre indefinidamente
en torno al mismo sitio?
¿No era más bien que la ciudad mostraba
como un símbolo más, como una imagen
el trayecto ruinoso, la meta de fracaso
de quienes buscan convertirse en soplo
de materia secreta,
y adoptar la violencia de los tigres,
el orgullo del pájaro, la soledad del pez,
y amar con el afán de lo absoluto?

La casa más que piedra de descanso
fue ese tercer objeto del amor
que los amantes siempre buscan
en el inanimado reino de la materia.

Allí los dos amantes enlazados
con el cuerpo y el espíritu en un solo orden,
dándose mutuamente origen y sentido
como el fuego y su llama,
solos como la planta que crece en el desierto,
desnudos como las cuchillas en el duelo,
jurándose con palabras de agonía
la temporal fidelidad de los recuerdos,
la certeza de amarse en el olvido.

(�Espíritu e instinto�, 1979)

CUERPO SIN AMOR

En las jornadas de esplendor amargo
vestía una larga y afiebrada túnica
hecha con la impalpable fibra de la desesperanza.
La llamaban la Verónica.
Habitaba una casa tan antigua como la ciudad.
A veces la espantaban con piedras,
con palos de martirio que el hombre ha creado
para destruir aquello cuya existencia
es la ruina común que identifica a todos.
A la caída de las tardes
frecuentaba las plazas donde los niños
juegan con globos, con extraños pájaros de madera,
con ilusiones creadas para la felicidad de un día,
y en las noches tramaba
en su cuarto de lámparas insomnes
un amor imposible, un desgarrado amor
de inconsolable y áspero toro agonizante.

DAME LEOPARDO

Dame leopardo esa fosforescencia que te invade en
el momento del ataque.
La necesito para la ciudad caníbal,
aquí donde los poetas yacen
entre la violencia y los desórdenes de la fantasía,
crucificados a su pan de signos, a su lenguaje
sin correspondencias.

Dame relámpago la cicatriz que inscribes en lo alto,
tu raya sin perdón que recuerda al infierno.
Con ella quiero aparecer tatuado ante los hombres
que abjuraron de Dios.

Dame orilla de mar tu orgullo alimentado con algas
y maderas,
esa corteza de la infancia que quedó adherida a un
horizonte.

Dame tu pecho atravesado por la melodía de la
noche oceánica,
la puerta que abres todas las mañanas para juntarte
con el infinito.
Reclamo tales poderíos
para seguir alzando el estandarte de una rebeldía,
para no caer aplastado por el plomo y la insensibilidad
de los sensatos.

Dame boa tu lengua que obedece las órdenes más
sanguinarias,
el abrazo que atrapa y descoyunta al toro,
tu siesta poderosa bajo el aire amazónico.
Tal vez resguardado por tu sombra pueda salir indemne
de esta otra selva en donde el crimen se disfraza
de costumbre
y el inocente vive y muere como un extranjero.

Dame lobo tu pecho con gusto a emboscada,
el demonio que enciendes en el ojo.
Dame tu garra semejante a una flecha incendiaria,
tu colmillo que vive para el imperio de la muerte.
Sólo así podré salvarme
de la persecución desatada por los príncipes del odio,
esa amenaza de decapitación que impera entre las leyes.

Dame campana tu balazo celestial,
la multitud de cuerpos y de ceremonias que convocas,
la torre que dibujas aunque estés solitaria,
ese sonido a eternidad cuando la tarde te rodea
con un pájaro.
Así tendré la fundición al rojo necesaria, ese nervio
de bronce
que está en la piel de la tormenta y en la respiración
de la montaña.

Dame ala triunfante ese canto de adiós que te enriquece
las pupilas,
tu remo migratorio que llega hasta el deseo último de
nuestra sangre,
tu actitud de balanza entre la nube efímera y los
espacios infinitos.
Inmóvil, humillado como un héroe de reventados ojos,
gestado en las habitaciones de la imagen, bebedor del
alcohol de la memoria,
exijo la transparencia de tu huella sobre los cielos
de la tarde,
ese destello tuyo que por un momento ilumina al vacío.

DEL TIEMPO

Usa tu tiempo en el amor.
¡Ay! el amor
es obra de la imaginación.

Usa tu tiempo viendo el mar.
¡Ay! el mar
es lo que está y no está.

Usa tu tiempo haciendo cosas.
¡Ay! cada cosa
huye y nos deja su memoria.

Usa tu tiempo
como si fuese una casa.
¡Ay! esa casa
la he condenado a la palabra.

(�Cinco canciones�, 1972)

EL AMOR QUE DESTRUYE

Se cambiaban plumajes, resplandores,
hojas tronchadas que guardasen sombras
de una hermosura suspendida en ramos,
dibujos claros, arenillas tenues:
todo lo mínimo que se engrandece
sobre lo ardiente de dos pechos juntos.

Se amaban como la hoja con el aire,
como astros caídos, como abejas
tenaces y envolventes; eran ebrios
de sí, de codiciarse en lo más hondo;
crueles como la luz o como el tigre
sobre la huella de su sangre en celo.
Eran cuerpos de fe, cuerpos de dioses.

Bellos de ardor equivocaron planes
y en el combate de los cuerpos, bajo
la noche insomne o el quemante hierro
del sol contra la tierra sólo hallaron
una aridez de arena interminable,
palabras tristes de cualquier humano.

Ellos quizás buscaron sin saberlo
esa brillante eternidad del alma
y urdieron para la materia un ala
de transcurso continuo en el espacio.

Ahora cohabitan la piedad hacia el cuerpo
que existió en plenitud, que fue glorioso.
Ahora con odio en soledad irrumpen
hacia los cuerpos como hacia la nada.

EL DESIERTO DE LAS FAMILIAS

Cómo engañó a tus ojos ese brillo
de la vajilla en medio de la mesa,
qué comarca de dicha pudo compararse
al patio de los juegos, a esa suave
sucesión de los cuartos ofrecidos
como mundos continuos y ordenados.
Difícil es luchar contra los hábitos
del corazón, mas tú intentaste
con ese mar que aún brama en tu interior
invadir playas quietas de costumbres,
fraguar tu ley sobre la ley de todos.
Hijo de familia ¿has comprendido
el gran despojo de actos
que consumaron con tu vida,
ese voraz deseo de dominio
que se ocultaba entre los cuerpos próximos?
Sólo te cabe urdir, como el guerrero
que prefigura su batalla,
esa teoría tuya del amor perfecto,
disponer esos mismos materiales
que te esforzaste en vano por destruir,
pero cuídate que las ráfagas
de perversión y de crueldad
que inevitablemente albergarán tus hijos
no lastimen tu vida.
Siempre te habitará para tu auxilio
la imaginación, esa pasión de tu mente.

EL MAR

A Amanda, y a mis hijos María Emilia,
María Victoria y María Carolina, éste
fervor inacabable.

¿Moría el mar sobre ese niño a solas,
o su cuerpo feliz, invicto, libre,
vestido por la luz como los héroes,
originaba el mar desde lo íntimo?

Mar contemplado con un ojo en tierra,
mar que venías de otro mar lejano,
mar extendido, mar azul, mar cándido:
¿nacías desde mí como un imagen
del espíritu? Mente alucinada
¿serías tú la verdadera orilla?

Como ola en ola que arrastrase edades
o como cúmulos de luna y luna,
desde niño os conozco mares míos:
mar de mi padre que fue un brazo al viento
y una voz honda que me lo enseñaba,
mar de mí mismo que fue lo abismado;
noche oscura del alma, la poesía,
el amor a otro cuerpo, el estar solo:
formas o brillos de un igual afán
de perdurar, de eternizarme en algo.

Una tarde mi mente
halló en tus aguas sólo el movimiento
tenaz y absurdo. Espacio de gaviotas
enloquecidas por el hambre. Signos
de una naturaleza hostil al hombre.
Sobre playas de espanto pude entonces
unirme al aire, a la montaña, al llano,
abandonarte, mar, abandonarte,
yo que he soñado consagrar tu imagen
para saciar un corazón humano,
mareas íntimas que me desbordan,
alma del hombre desde donde irradias.

Y ahora aquí estoy, te nombro, te transformo
en un recuerdo, te convierto en acto.
Son mis poderes, acaso mis límites.
Ni pájaro ni nube, conmovido
por tu piel perfumada, por tu canto
que inscribes solitario bajo el cielo.

Con paisaje natal hecho de calles,
educado en la celda de palabras
¿qué música oponer a tu sonido?
¿Qué soy al cabo sino tu arenilla,
tu golpe de ola, tu canción de nada,
tu barco mil en unidad de pena?

Cuando se ama la tierra,
inviernos y veranos como imágenes
de la fugacidad del hombre; cuando
las formas respirables: madre, amante,
son formas de la muerte, asco del alma,
nos consuela la mar, nos totaliza
su voz, ese rugido, esos clamores
de infatigable bestia resonando.

Y si mi cuerpo te surcó violento
fue porque ansiaba transparencias hondas,
tu canto que no es cántico, tu viento
que es furia sin amor y sin embargo
reclama por mi ser, insiste grave,
porque el hombre es deseo
de hallarle olvido a su alma, extraño fruto
de un dios triste nacido de la carne.

Pero mira su gesto sin respuesta,
esa debilidad de sus pupilas,
esa hambre que le cuelga de los labios.
Pero mira también ese destello
que no exhibe la piedra, ese ahondamiento,
aunque compruebe que un embate de olas
sumerge sílabas, asfixia imágenes,
como si el canto fuese sólo un aire,
un soplo triste sobre tu hermosura.

Contemplo el mar, contemplación que calma,
que eleva los sentidos porque somos
distintos de su ley; nacemos frágiles,
expuestos al espíritu, a sus duras
transformaciones: castidad, lujuria,
gozo, rigor, melancolías, éxtasis.
Contemplo el mar, la noche, sopla un viento
de inconsolable música invadiendo.

Luna movible sobre un haz de ondas,
playas rodando tras un cielo de agua.
Quien contempla tu noche ve lo eterno:
sales profundas, extensiones planas,
tigres exasperados, soles negros,
recintos castigados por el rayo.

Luego nace otro día. La mañana
inaugura otro mar. ¡Es el milagro!
Se ven plumajes o se ve la escama
trayendo vínculos desde lo innúmero.
Se ven infantes, sí, se ve lo humano
brindando luces a la luz rectora.

¿Quién clama entonces por el cielo, ingrávido
azul frente al profundo azul de abajo?
Arenas hacia el mar, ardor de arenas.
El rayo clama por la piel. El sol,
el sol, la luz, su inextinguible mano
sobre una carne agonizando en sales.

Catedral del espacio,
paraíso del ser, tumba o abismo,
yo descubrí, yo presagié tus coros,
y he sollozado, mar, junto a tus aguas,
porque bueno es llorar frente al misterio
que nadie nos descifra; acaso el hombre
se salve por su llanto, arrodillado
junto a la amarga tierra que lo hiere.

Toro celeste, pájaro humillado,
demonio que golpeas tu tambor
en playas, en embarcaderos agrios,
en costas donde el sol no cicatriza.
¿Cuál es tu gran lección? ¿Esa constancia
que nadie puede herir, que se alimenta
con el pan del orgullo y la violencia?
¿O eres la joya nada más, el triunfo
del espacio, la pista de unas alas,
un arpa inmemorial sin melodía?

Mi infancia se inclinó sobre tu orilla,
urdió el castillo, el arma, los combates,
creció entre rocas y árboles de espuma.
Tú eras el fondo, el ídolo que talla
horizontes brillantes como hogueras.
Niñez, fruto salvaje, pie desnudo.
La piel aún guarda tu frescor, el niño
hoy vuelve como ayer, es otra faz,
pero un ángel idéntico lo habita,
nutre su ardor y canta bajo el cielo.

La mar o el mar como un cambiante cuerpo
que columbrara soledad o vínculos.
El mar apenas como lo hermosísimo.
Masa que incita, tono que deslumbra,
olas que braman sus eternidades.
Fondo inasible que contra el humano
semeja un goce, una pasión de cuerpos
donde las almas se destruyen próximas.

(“El mar”, 1958)

EL MITO DE LA LIBERTAD

Los hombres a quienes debo obediencia en el empleo
podría ser que un día se hartaran de mi costumbre
de no existir para ellos, de negarme
a ofrendar lo más valioso de mí mismo.
Otras veces vislumbro la posibilidad
de que me canse, al fin, de mis fracasos,
de mis quejas continuas que no resuelven nada.
Por eso hoy me he comprado un nuevo par
de zapatos, para que me protejan,
para que me obedezcan,
porque quizá ahora, mañana o dentro de un instante
tendré que preparar mi equipaje,
esa última valija, la más pobre,
la que todos los hombres han adquirido alguna vez
como el objeto más indispensable.
No quiero en ella libros
porque la palabra bella incita a permanecer en un sitio,
a encerrarse en sí mismo
al abrigo del fuego y de la casa;
preciso, en cambio, protección para mis pies
para poder caminar y caminar
por todos los caminos de la tierra
con un fuego en la sangre hecho de amarga libertad,
de soledad en soledad adentro.

(�Hombre interior�, 1963)

EN UN BAR

Escribo desde un bar, desde una mesa
con tajos, quemaduras,
manchas de suciedad antigua.
Es una mesa de madera,
es una mesa de silencio,
es una mesa hecha con tablas,
con paciencia, con tedio, con rutina,
es una mesa y es también
un estado de alma,
es un apoyo más, es un soporte
donde puedo volcar y descansar
el peso de mi cuerpo, los dos brazos,
donde puedo escribir
en medio de la gente lo de siempre.

Suelo venir aquí
cuando me canso de mi pieza y siento
que he quedado afuera
del espacio y del tiempo de los otros.

Suelo venir cuando me advierto a solas,
tremendamente a solas en un cuarto
donde la lámpara y el libro
terminan por volcarme en un abismo.

Suelo venir, suelo arrojarme enfermo
en la silla cualquiera de una mesa cualquiera
cuando siento en lo interno
que el acto de vivir de alguna forma
debe ser compartido, dividido,
sometido al consenso de los otros.

Y no hace falta hablar con nadie,
los cuerpos allí están, allí sus rostros
reflejando actitudes, sentimientos,
aceptaciones o padecimientos.

No se trata de ser a través de ellos.
Yo soy quien soy por soledad gustosa,
por soledad acrecentada,
por soledad bien adquirida,
por soledad optada libremente.

Se trata de poder amarlos,
se trata de poder reconquistarlos,
de aceptar una táctica hermandad
entre mil desamparos semejantes,
se trata de vivir en la corriente,
se trata de existir por la existencia de otros.

Cada uno con su mesa,
cada uno con su cuerpo,
cada uno con su taza de café,
cada uno con su cigarrillo,
cada uno con su pena,
cada uno con su interlocutor,
cada uno a solas con sí mismo,
y no hace falta más,
son muchas cosas ya las que nos unen.

(�Cantos de amor y soledad�, 1965)

ESCUCHA

Escucha este balazo de ebriedad rodeado con
indispensable música.
Son las razones de un verbo
declarado extranjero por propio mandato.

Con orgullo de dios educo la piel en la creencia de
la muerte,
y amo la vida por constante,
por su grito de bestia entre las piedras impalpables
del espacio.

Escucha cómo cae el agua de este trozo de lenguaje.
Quedará el fruto, no la hoja.
Aquello que no pueda traicionar ninguna memoria.

Filtros para encontrar el caos,
decantaciones de palabras que huelen a transparencia
o a peste de espíritu.
El cultivo de milagros e inocencias no siempre termina
en un huerto maligno.

HOMBRE INTERIOR

Desde la soledad del cuerpo hay hombres
que reclaman un Dios, otros lo buscan
en el amor a otras criaturas, todos
perseguimos su imagen, invocamos
la idea de su perfección, amamos
aquello que nos falta porque somos
distintos de su ley; el hombre es débil,
la soledad lo acecha como un lobo
que devora su carne hasta dejarlo
espíritu desnudo, necesita
plasmarse en otra soledad y hallar
la salvación en el amor; el beso
vincula el labio con el alma, invade
con su sabor de carne deliciosa;
son acaso ficciones; el engaño
es bello sin embargo y la existencia
se convierte en un fruto memorable.

LA GLORIA DE LOS CUERPOS

Náufragos de todo viaje,
inclinados al cuerpo como a una tabla de deseos
celebramos sin tregua la ardua nupcia
de la fantasía con la realidad.
Desnudos como plantas,
con la carne creciendo bajo el sol y la noche,
la atracción de los cuerpos
nos devoró hasta transformarnos
en dos fieras en acecho celosas de su soledad.
¿Hombre, mujer?
Más bien dos lágrimas de un mismo ojo de tristeza,
dos silencios esquivos bajo las alas del ardor en fuga.

LOS CUERPOS SE BUSCAN

Con alianzas secretas, con hondísimos
llamados en la piel, con perfumes
densos como el minuto del amor,
los cuerpos se buscan.

Bajo los árboles del parque,
detrás de las iglesias,
en los antiguos bares cercanos al puerto
donde el amor se identifica con un silbido triste,
los cuerpos se buscan.

En el hastío de las oficinas públicas,
en el interminable tubo de las calles,
en las pequeñas fiestas de la burguesía de barrio,
los cuerpos se buscan.

En la navegación de los cuartos prohibidos,
en la penumbra melancólica de algún suburbio,
en el fracaso del amor, en su victoria, entre violencias
y desgarraduras,
los cuerpos se buscan.

En la profunda playa del verano,
inmersos en el aire que no cesa,
quemados por el rayo o el deseo,
a la orilla del mar que nunca acaba,
los cuerpos se buscan.
Metidos en sus ropas, en sus sedas que brillan,
devorados por sueños y nostalgias,
inconscientes, secretos, soberanos,
los cuerpos se buscan.

(�El amor en la tierra�, 1960)

ODAS PARA DESPUÉS
DE LOS CUARENTA AÑOS

I

Feliz del cielo que se comunica con relámpagos,
con cicatrices luminosas,
con lluvias que recuerdan otros años.
Yo tuve que recurrir a un hueso, a la memoria de un
dolor
para sentirme dueño de una prueba.

Feliz del árbol que devuelve y atrae pájaros
con un imán en lo alto y una mano secreta que
huele a raíz.

Yo debí descender al sótano de unos idiomas,
aceptar el hierro al rojo de palabras
para intentar la salvación del cuerpo.

Feliz la hormiga en su bohardilla de hojas,
la flor sin arruga, el viento de pies infinitos,
la orilla que amanece con un indestructible olor a
niñez.
Pero por sobre todo estado de la naturaleza,
autor de mis incendios, dueño de mis flagelamientos,
feliz de mí, guerrero de la frase que despide llamas,
acostumbrado al vino que no embota ni adula a la
nostalgia,
amigo de las águilas que escarban en mi pecho,
compañero de barcos que descienden de la lejanía,
testigo de la antorcha que ilumina los ojos del
leopardo,
ingeniero de noches, cronista de tormentas,
cazador de criaturas con piel hecha de olvido.

Feliz de mí porque he ahorcado al solitario de la sangre,
el puro que se alimentaba con una sombra de actos,
el desvalido que inspiraba la lástima de los prudentes.
Feliz porque me pierdo y me revelo en la navegación
de identidades y contrastes,
porque me enfrento con el mar con la inocencia casi
intacta,
porque vivo y reconozco los hechos de la voluntad y de
la fe,
porque ni el libro ni el apartamiento me dañaron
la voz,
porque he educado a un tigre que ataca con imágenes,
porque atrapo sustancias con una red que fortalece
el tiempo,
porque le di a mis nieblas la dirección de lo más
transparente,
porque en vez de recuerdos he cultivado pólvora en
las sienes,
porque inventé una planta que no reclama otra agua
que la del asombro,
porque llego hasta el prójimo de boca rota y ánimo
arrasado
con un estandarte elaborado por ángeles y por
demonios,
con la poesía que ha hecho pacto con lo permanente,
con signos y palabras que han pasado por el fuego.

Febrero de 1972.

II

Señor,
todas mis habitaciones siguen anegadas en la música.
Por la ventana abierta penetra como ayer el árbol de
hojas de oro,
cubre con sólida maraña el escritorio de mármol,
invade con olor a frase recorrida por un signo,
disemina raíces de lenguaje.

Nadie me han detenido en esta marcha por terrazas
que dan al vacío.

Soy el alucinado que se agita a golpes de verbo,
el mendigo que carga tempestad y siglos sobre el
hombro,
el constructor de un mar que nace en el desierto,
el nómade interior por devoción a un ídolo de sueño.
Una verdura, unos metales bastan
para que el surtidor de imágenes mantenga su
equilibrio.
Recuerdo con los dientes, como con la memoria,
cabalgo con los ojos.
Tatuado estoy por un océano que cruje entre oraciones.
La fiebre me acompaña como la lepra a ciertas islas.
Trato de ser el tigre invicto que habitó unas arenas.
Viajo con el motor de la ola, beso la llaga de yodo
de la roca
e imito el grito del aborigen que no ha recibido otro
bautizo que el del trueno.

Tengo la satisfacción de que mi pie se ha convertido
en hierro,
mi pecho en una antena que se comunica con delirios,
mi boca en un mástil que sobrelleva la tormenta de
los años.
Herido por crepúsculos,
por la ternura amamantada con moral y cautiverio.
Hijo de una palabras que festejan y humillan a la
imaginación,
para salvarme he ejercido los contrastes como quien
respira
y he comprobado que en la final balanza nada se
contradice.

Mientras otros practican la escrupulosa envidia, el
hábito del tedio,
entre modales con gusto a muralla,
castigado por calles que nunca tienen nombre,
a punto de morir en el patíbulo de cualquier esquina,
yo arranco una iluminación de mi cintura,
extraigo lámparas del labio,
urdo alfabetos que únicamente entienden los
atardeceres,
imagino costumbres, alimento herencias,
descubro lo sonoro de unos huesos,
educo sílabas para el terror.

Carpintero del aire, explorador de fuentes,
ejecutor de pájaros en mi taller de noche,
el martillo lo empleo para sorprender el paso de la
nube,
el hacha para decapitar el ave melancólica del tiempo,
la soledad para envolverme con países de violencia,
el miedo para poder reconquistar un dios con barba,
la fantasía para elaborar ternuras y odios simultáneos,
la libertad para morir en nombre de cualquier
aventura.

No me engaño.
El viento por instantes tiene aroma a crimen y ceniza,
arrastra una cadena que se asemeja al grito más
maligno,
prepara un incendio con la complicidad de una
implacable juventud.
Me sobreviven, sin embargo, los emblemas de mi
adolescencia,
el ritmo de un tambor que siempre llama a guerra,
una bestia constante que inventa su llanura y exige
nuevos cuerpos.
Orfebre de un destino, pulidor de una sombra, pirata
del idioma,
aún puedo sorprender ese secreto de la lágrima,
colonizar la sien con el relámpago,
distribuir hambre y desconcierto en los hogares
respetables,
extraer de cada arruga, de cada silencio
una serenidad de bosque, una energía de ala en la
montaña,
y sigo aquél que se edifica con la sal de una
orillas.

Febrero de 1972
Mayo de 1973

III

Geografía del pecho sellado por la muerte,
ojos coleccionistas de puertos extranjeros,
el cuerpo viajó, se sepultó en mil cuartos,
descifró catedrales, trepó fuentes,
ambuló por hoteles de petrificado polvo,
y solamente cuando el poema reveló su herida
el sitio quedó fijo,
establecido a fuego en la memoria.
Muelles edificados permanentemente por la sombra.
Ese arrabal que se conserva en un alcohol de niebla.
Caminante que llega para descubrir fantasmas.
¿Dónde quedó mi Sacré-Coeur,
mi zapato roído por la fantasía,
ese inmortal mañana con vino y prostitutas?
Ni siquiera las horas del amor
parecen haber sido verdaderas fuera de la ciudad natal.

Tal vez el mundo exista por una palabra,
acaso alguien me imagina de nuevo
tal como todo fue, tal como estuve:
la plazoleta para leer a Verlaine,
los bolsillos con pan
como quien da de alimentar a un pájaro secreto.

Huésped de torres,
me pertenece el grito de esa grúa,
esa ala solitaria que vuela entre los diques.
Yo no viajé, yo sólo ahondé unos signos.

Marzo de 1972

IV

Me tumbo horizontal y los delirios de la vieja juventud
regresan,
colocan nubes rojas sobre el muro de la casa,
diseminan tormenta entre los dientes,
urden un ángel de exterminio sobre cada pliego escrito,
perfuman la noche con todos los cuerpos que originó
el deseo.

Hasta cuándo la caja del corazón retumbará en la carne,
pondrá su fina trama de reloj para la cuenta de los
sueños,
temblará bajo el sol, caminará entre números, morderá
unas aguas,
mezclará furor y melancolías con su mano de azar.

Nacer y morir con los ojos cerrados,
aceptar la quietud como respuesta última.
Cultivar los fracasos, ordenar una jaula, dar de beber
al mono del espejo.
Arañar las paredes hasta extraerles una grieta de
espanto.
Existo por mi asco, por mi rabia, por mi gesto de
látigo sobre cada mañana.

Ciudadano que sonríe y pacta, doctor sin guante,
especialista en sombras,
más de una vez, pese al oficio, pierdo el rumbo,
soy una pura vela entre arrecifes sin piedad.
Sin embargo respondo al infortunio
con una violencia de animal acostumbrado a quebrar
manos,
imito la soltura que se practica en selvas,
salto con la alegría de una imagen que se siente
apoyada en la guitarra,
y puedo lavar la memoria con la idea de que mis
cantos ayudan a vivir,
viven bajo la ley de otro planeta, preparan la vida
nueva.

Edad para la cólera, edad para el renunciamiento.
¡Edades!
Me acostumbré a la adolescencia porque ése era
el infierno que se asemejaba a mi alma.
Acariciarse con abismos, darse la mano con el horror,
ser instrumento dócil de la noche
eran mis diarias muertes y resurrecciones
y de ellas sigo amamantándome a golpes de hambre y
de inocencia.

Juro que no he usufructuado ningún trono.
Mis títulos son nieblas, mis victorias son actos.
Ardí en camas, palpé unas catedrales.
Reconocí la eternidad arrodillado y solo ante el ocaso
de una tarde.
Todas mis guerras me mataron algo.
Ni bailarín ni momia he sepultado y dado de nacer
criaturas con velocidad y brillo de meteoro,
árboles con boca de hembra para que sepan a naufragio.

Avanzo con mi carro matrimonial.
Rodeado de arroz, ungido de tabaco,
junto a un Cristo extático quemo tiempo y costumbres.
En mi mujer hallé el sonido que me ordena el alma,
la cadera que alivia, el hombro que medita, la boca
que sostiene el diálogo.
Mariscal de la mesa, guardiana del bosque del
insomnio,
primer violín de una orquesta de cámara de voces y
de ansias,
de su centro arrancaron, de su espacio marino
hierbas con miel, ríos que nacen desde la primera
gota.
Junto a mis hijas crezco como un demonio entre
clarines.

No tengo casi libros ¡esas urnas!
Retengo, en cambio, el grito de una frase, la piel
de un verso,
patios con enredaderas para ahorcar de un modo dulce
a la niñez,
episodios con plantas, historias que son ceremonias,
y escribo sin papel, duerno con las palabras que
no pronuncié.
La voluntad y la pereza hacen por partes iguales el
ritmo de mi obra.
Mi orgullo tiene un precio: ver el mar,
ensordecerme con su línea de tambores,
nadar por el vientre secreto que rejuvenecen las
mareas,
darle al ojo la ofrenda de un horizonte dueño de su
majestad.

No he dado tóxicos.
No hice de la poesía una teoría para casa de locos.
En la gran feria de las adquisiciones no me tentó el
turbante roído,
el surtidor de llanto, el alfabeto de la magia,
la seca gramática donde prosperan dioses azotados
por el polvo.

Jóvenes abrazados alrededor de mis canciones,
entre columnas y sótanos con clima de destino,
llevados por mi voz como de un hierro,
me han confirmado que sé celebrar,
que sangro como el sol en su caída,
que tengo un dios colgado de los labios.
Me han dado la seguridad de que por encima de la
oxidación que inyecta el tiempo,
tatuado con violencias y clamores,
desnudo y libre como los guerreros
puedo emigrar hacia las almas que han hecho de la sed
su único alimento.

Febrero y marzo de 1972
Mayo de 1973
(�Vocación y días�, 1976�)

PASIONES DE LA NOCHE

A veces, en medio de la noche,
cuando la paz perfuma el lecho conyugal
como una inmensa flor desarrollada
por la costumbre,
suelo de pronto rechazar
las solicitaciones de la esposa amante,
y de espaldas al hijo y a otras formas
sensibles que me rodean,
reclamo la existencia del mendigo
a quien cobijan noche y soledad,
o añoro la presencia de ese ser
hecho de noche y tierra
que envolvió apasionado
como un cuerpo a otro cuerpo
los días de mi juventud.
Otras veces el sueño
me hace vivir aquello que en mí llora
su vida no cumplida,
urdo placeres que la realidad no invoca,
cuerpos desconocidos donde renovar
combates del deseo y su materia,
o si no recupero zonas de la niñez,
fragmentos de un pasado que aún nutre a mi palabra.
Es así como las noches me conceden
un equilibrio donde aposentar
mi existencia, mi cuerpo donde baten
elementos internos desatados.

PIDO OTRA CIUDAD….

Pido otra ciudad para los amantes.
Entre estas calles la imaginación construye para el
desencanto,
convierte el amor en un tejido de violencias y
melancolías.

Pido otras aguas para el viejo marino,
otras exaltaciones bajo los espacios.
Sus ojos de bosque deben seguir contemplando
ese huracán de alas de hierro,
esas mareas que llegaban hasta el cielo como un destino
en llamas.

Pido otros años, pido otros metales
para el joven guerrero que quiere consagrar sus armas
en el servicio a la poesía.
¡País de la palabra!
Tu tradición, tus lemas, tus honores
han sido manchados en el festín de víboras de los
poderosos.

RECETA DEL POEMA

Antes de empezar
une a tu voz las voces de humillados y ofendidos.
Segunda condición:
que el sufrimiento del país ahogue a los libros de tu
cuarto.
Luego comienza a disponer los materiales.

Toma un pedazo de volcán que nos encuentre en
ningún mapa.
Mézclalo con los restos de una pureza adolescente.
De los recuerdos elige aquellos que en su momento
fueron actos.
Añade raíces con toda la cara vuelta al universo oscuro,
orillas donde resplandezca el aire,
la fiesta de los cuerpos.

No está en ti determinar la dosis de locura que
penetrará a las frases,
pero no olvides que ese son de hierro atravesado por
un pájaro,
ese sabor de bala disparada al infinito
sólo se logra con la extenuación de los sentido
poniendo al inocente en la primera línea de combate.

Todo lo que aprendiste y desechaste
por un instante debe reverberar en tu ánimo,
y aunque la mano a veces suene a vieja,
será siempre tu juventud la onda que flamee
en el momento de grabar palabras.
(No te olvides de Bach,
del negro que soplaba un bronce para salvación de
su alma
ni la cuarteta aquella en que lloraba una princesa
de suburbio).

Forjadas las imágenes,
distribuye la sal de esa gramática aplicada a la violencia,
esa porción de alcohol que no debe faltar en ningún
hecho del espíritu.
Antes que vaya al horno,
encomiéndate a Dios o a los demonios.

El poema está. Te pertenece su silencio.

RETORNO

Madre, me hundo en ti
pena tras pena cada vez más hondo.
Un día de tu vientre, acaso,
emergeré otra vez como la luz.
Madre, voy a nacer de nuevo,
por un instante cubriré mi carne
con el brillo del amor que vuelve.
Oh madre, hay niebla en torno:
¿quién solloza a mi lado que me cubre
con temprana nostalgia?
Toda una vida encierro en mi niñez.
Tristeza tiene un nombre: adolescencia.

TRISTEZA DEL AMOR

Mujer, qué triste eres,
qué desolado gesto de fatiga
cubrió invariablemente la raíz de tu ser;
sin embargo, la lágrima
jamás ahondó tu escasa voluntad de vida.
Mujer de horas lentas,
fatigada costumbre de mi adolescencia,
soberana señora de mis días sangrantes
hecha para la simple sabiduría
de negar lo que existe,
para el silencio que destruye
palabras, actos, significaciones
del cuerpo o de la mente;
qué idioma de selva me hiciste presentir,
qué soledad carnal me arrastró hacia otro fondo
cuando el deseo ya cumplido
nos enfrentaba inermes con la realidad.
Para que la historia de nuestros encuentros
no fuese únicamente
un episodio de los cuerpos
supe ofrendar tu ser
con devociones del espíritu,
anillos, flores secas, pliegos
escritos con la sangre.
Para tus hambres maternales
borré una parte de mis años
y simulé ser fruto de tu carne.
Eso arrancó de ti ciertas ternuras
pero ahondó en tu mirada
ojos de atormentada infancia.
Mujer, qué triste eres.

VARIACIONES DEL CUERPO

Nadie odia su cuerpo.
SAN AGUSTÍN

Cuando la carne enferma
aposenta el dolor como un huésped maligno,
el ojo, un gesto, una palabra,
algo interior señala la tristeza
con que el espíritu se manifiesta
hermano de su carne.
Nadie odia su cuerpo,
pero duele su peso, vasta piedra carnal
lanzada contra el pecho, oprime
tangible sobre lo intangible,
absorbe luz y no la transparenta:
su opacidad lastima.
Cuando el amor lo impele
a concentrarse en otro, cuando palpa
con el auxilio de la mente
la realidad de otra existencia
el cuerpo siente simultáneamente
la razón de las cosas y el absurdo,
su poderío y su fragilidad.
Lo que llamamos realidad es hierba
que alguien siega frecuente y otras veces
deja crecer bajo variados nombres:
familia, amor, deseo de los cuerpos.

VIDA

Para poder vivir sacrifiqué
día tras día una hora de jardín,
una manita que significó dulzura.

Desarrollé una selva con mi vida,
me hundí en los libros como en el mar,
fui el ala de mi propio aire.

Cárcel o bestia, ajeno a los demás,
existo, existiré (¡qué angustia!).
Mi cuerpo no es de carne, es de costumbres.

(�Oficio de tinieblas�, 1968)