SILVETTI PAZ, NORBERTO
ALAMOS

(Para el “Turco” Paz)

Beber un vino solitario,
a las seis, cuando el cielo
cristalino de octubre cae
lento y el día es
anónima medida, cifra
que cada cual recoge y dobla
como antigua carta de amor,
estéril, en la memoria;
beber sin nadie el vino,
beberlo como un símbolo
de amistad con lo otro
que comienza en el límite
de nuestra piel: es lo que llaman,
algunos, estar solo,
otros, los que no saben
la destructiva labor del alma,
estar en armonía, acuerdo
consigo mismo, satisfecho, incólume
como el canto de la cigarra.

Sombra, extravío o fronteriza
claridad descienden
sobre el que bebe, a cierta hora,
bajo el atardecer, su sangre,
profanando el secreto
o la esencia del límite
que instituyen la sangre y el vino
como un oscuro simulacro.
Luce en vano el externo sol, en vano
estremece hojas el viento,
tiembla el álamo y la retórica
paloma insinúa su alianza
del yo y el tiempo: en vano
desandaremos los caminos,
pediremos a la memoria
un perfume
o el resplandor de algunos ojos
amados y remotos.

Las ramas de los sauces tocan
la sobriedad del agua: un día
nos iremos en vano.

* Nació en la provincia de Tucumán en 1923.

CONCLUSIONES DE MEDIANOCHE

Recojamos el mendrugo que nos tiran los dioses,
dádiva o estigma de la alocada noche
que sobre los cuerpos se abate y vela,
cuando las furias, envidiosas de los mortales,
untan su baba legamosa en las huellas
llameantes de la carne deshecha en las vigilias,
sus turbias imágenes y puertas ciegas y días contados
al borde del abismo, desde donde contemplan
los asombros del ojo hacia abajo los amarillos huesos,
lejos del éxtasis, lejos del aire azafranado
que ellos respiran, inquietos, los huérfanos de la tierra. Pero escuchemos: a veces bajan solos, insondables
con sus instrumentos desacostumbrados,
abriéndose paso entre nosotros y el acre perfume
de las adormideras que enerva el alma,
y sus palabras fúnebres pueblan las calles
y el terror en nosotros se multiplica y canta,
canta su canción porque la carne quiere
placer y olvido y luces deslumbrantes y noche.

Y como el solitario que devora su pan llorando
es un avaro de su vida y su muerte,
y conoce los caminos de la tierra y llora,
que su inspirado llanto no llegue a nosotros, que nadie
entre su dádiva de pan y nosotros ponga su llanto,
que ninguna mano crispada por la fuga y el miedo
toque nuestra piel como la espuma del océano
toca el cuerpo llenándolo de sal divina y leyenda.
Así, cuando la piadosa tierra reciba tus ojos
y tu cantado corazón y tus pies y tus duras colinas,
altas y morenas, un gesto del aire, un sonido
sobre las cumbres nos dirá que el cielo ha comenzado,
que nuestra insomne compañía será la Noche,
nuestra música las hormigas devorando los párpados,
agentes de la tierra, mensajeros de otra atónita luz.
Y la atronadora tiniebla silbará en nuestros huesos.

CUANDO MI NOMBRE Y YO NO ESTÁBAMOS

El desolado amor
es eternidad que me consume: hoy
una llama llegó
desde su fuente —acaso
la imagen de mí mismo-
a sentarse a mi mesa.
Poblada de árboles la vi,
poblada de soles;
pero digo verdad: estaba
mi rebelado espíritu
indagando la ley
secreta de lo vivo: entonces
la llama iluminó
un largo primer plano
y más allá un vacío
posiblemente interminable: nadie
me recibió en su mano,
nadie recogió
mi aisuo, mi inútil fervor;
ni sombras ni templos,
sino calles remotas que llevaban
hacia ninguna parte, esquinas
circulares, imágenes
del que posiblemente fui
cuando mi nombre y yo no estábamos
todavía labrados. Es un sueño confuso esta llama,
mas no miente: su forma llega
todos los días, cruza
mi habitación y sobre el borde
de mi mesa se instala, como un niño,
como amansado perro; quisiera
decirme toda su verdad,
pero su esencia es
simplemente el vacío y tiene
extraño parecido con la plegaria
que una vez, en la infancia, osé decir
en un solitario templo, solo,
precisamente dedicado
a esta llama que hoy, después de mucho,
viene a decirme su secreto
mayor, su intimidad, su nada.

DESTILACIONES

A veces, cuando el atardecer,
por entre ráfagas de sombra,
nos permite insertarnos
en la dirección de la noche,
yo pienso en ti, oh, imagen
abandonada en la penumbra
que entre viejos muebles avanzas
como desvencijado tren.
Hacia el fondo del resplandor
de tu inútil memoria
quisiera descender, entonces,
por el liviano aire interior
a la fundación de mi vida,
ya que de antiguo sé
que el perro devorador
que desde adentro nos vigila
será tal vez lo único
que piadoso lamerá nuestro nombre.

El odioso ligamen
con lo frágil nos ata
a la disforme confesión
de que no somos dioses,
ni nuestra sangre el perfumado
licor de la divina arteria.
¿Qué dioses lloran? En silencio
penetra el vino en mí: su oficio
es hacer transparente
los muros y del sueño
puente hacia los abismos.
La cola de la música golpea,
nos hiere, cae el sexo
deshecho y lo moral
huye de nuestros huesos.
¿Qué música podrá por fin domarnos,
abrir puertas, las únicas
que de nosotros saben
la nocturna miseria?
Música que al infierno destrona,
asexuada legislación
de la quimera y de la muerte.
Sobre la cabeza del hombre
allí dormido trenza
el amor su cadena, lanza
su realidad la alondra.
Lo que es del aire vuelve al aire,
lo que fuera del corazón
al viento.

DONDE SE HABLA DE LO QUE DESTRUYE

En los arrabales de la muerte
nuestra figura se pierde y pasa,
se extiende el horizonte, crece
bajo el cielo la rosa hermética;
maduras presencias de la tierra
cesan, y la canción violeta
y el estilo seráfico en ruina acaban;
la barca de los plenilunios quiebra
y quiebra nuestro nombre y somos
inútiles pioneros
por los arrabales de la muerte. No hay allí teléfonos para comunicar
nuestro dolor de las tinieblas,
ni señas válidas ni claves
para eludir el bosque obturado,
donde los pájaros tienen volar de plomo
y el viento aprieta como atadura de bronce;
es piedra la respiración de la noche,
las albas muerden y desgarran.

Oh, cuánto yo quisiera tener sus manos,
la presencia de la luz que falta en mi pecho!

Aventaría entonces sellos y centuriones
para volver a los amigos, la tierra,
las islas, los corimbos de la primavera,
lejos de los negocios de la sombra.

Hasta tanto, por los arrabales,
nuestra figura se pierde y pasa

EL REINO AGÓNICO

Si me descuido, si la mano de un dios
abriera en mí ciertos caminos,
si doblando la esquina del arpa harapienta
que en mi pecho exalta las estrellas,
encontrase el peldaño y el paso,
el soliloquio hacia altares de nadie
donde el cielo delirante del atardecer
forja manos y puertas,
tal vez las clausuradas muertes
como lenguas amargadas sorberían, mañosas,
la sangre de estos condenados del sol
sembrada sobre nuestra memoria.
Si te descuidas, si la boca de un dios
aventase de tu corazón el defraudado ensueño,
ave de fuego y resecas escamas
en mitad del páramo serías,
doctorada tu alma en la calumnia de la muerte,
del tiempo que de nosotros hace parias
tardía combustión o destilada queja,
fantasma que por los rincones rampa
y a los espejos de a sombra reclama
réditos de esplendor y arterias perdurables.

Si te descuidas, si en las tinieblas eliges
dar lengua a los jirones y a las marañas abrazos,
cuando la devoción dentro de las almas se extingue
y con los brazos extendidos o en cruz te resistes
a las epifanías del altar del tedio,
entonces, si te descuidas, el soplo de algún dios
moverá las cortinas secas de tu cuarto
y de tu mesa solitaria aventará las moscas,
erigirá sus orejas el perro dormido junto a ti,
y abrirá los postigos que nunca cierras,
que tú nunca cerraste a lo que dice el viento;
de tus manos y de tus ojos caerá la escoria
…si la promesa te seduce, si no te descuidas,
y si recuerdas la corona de los antiguos jueces.

(1978)

ELEGÍA I

A mi madre

En la penumbra de mi corazón
sólo tu nombre vela.
Abro las puertas, miro
el paisaje y el muro lejanísimo
que te separa de nosotros: Tú,
que sin saberlo sustentabas
nuestro sentido, cruzas
la vaciedad del viento, la llanura
por la que rueda mi memoria.
Resquebrajada estatua soy.
En mitad de un sendero
circular va mi paso
ocupando su propia huella,
del ayer infinito
al futuro infinito,
comprobando
tu breve ausencia de la tierra,
del aire y de la historia
que en vano escribirán mañana
manos anónimas, el tiempo.

Desde mi corazón miro hacia fuera
el compacto paisaje
de tu pasado -¡el mío!-:
cae en círculos
el polvo de los días,
y al fin me veo
en la remota tarde, caminando
hacia aquí, mi presente,
donde mi corazón
anticipadamente triste
y solitario
de ti, ya me esperaba.

ELEGÍA II

Erigí un monumento
de heliotropos, en cuya base
un mendigo vigila y se consume
de eternidad. La eternidad consume
las hojas del verano
y el corazón. El tiempo
madura los caminos y las horas,
endurece las venas,
y trae muchos estíos
muere el hombre.

Mis dos ojos están
solos, llenos de lágrimas,
otra vez al comienzo
entre la soledad y el miedo. Algunos manuscritos
y papeles inútiles: memorias
del futuro —grafologías
de su mano, perfumes
de su corazón- todo olvidado,
y fundido en el viento y las palabras,
pasará. Tan sólo sus ojos,
su piedad y su voz
y su breve partir —melancolía-
que en el ocio me hunde, en la nada
de todo enfrentamiento
con su muerte inmortal
�toujours l`ivresse�
y su rostro, que es la materia
única del canto.

Erigí un monumento
de heliotropos, en cuya base
un mendigo vigila y se consume
de eternidad. La eternidad consume
las hojas del verano
y el corazón. El tiempo
madura los caminos y las horas,
endurece las venas,
y trae muchos estíos
muere el hombre.

Mis dos ojos están
solos, llenos de lágrimas,
otra vez al comienzo
entre la soledad y el miedo.

Algunos manuscritos
y papeles inútiles: memorias
del futuro —grafologías
de su mano, perfumes
de su corazón- todo olvidado,
y fundido en el viento y las palabras,
pasará. Tan sólo sus ojos,
su piedad y su voz y su breve partir —melancolía-
que en el ocio me hunde, en la nada
de todo enfrentamiento
con su muerte inmortal
�toujours l`ivresse�
y su rostro, que es la materia
única del canto.

ELEGÍA III

Tu figura se encuentra
mirando atentamente el pasado:
mirando atentamente la noche,
cuya ley no es el tiempo ni la música,
sino el caer sin término
al nunca haber nacido.

Mirando atentamente la noche,
los astros pitagóricos,
su sideral abismo devuelve
como divino espejo no turbado
por las mareas del dolor, tu rostro,
la sabiduría de tus ojos,
íntegramente tu corazón. Empero,
cual silenciosa, impenetrable niebla,
la ausencia no ha corrido en vano;
y por mucho que mi palabra quiera
entrar familiarmente en ti, tus ojos,
de la nueva experiencia nutridos,
de caminos y calles, de ciudades
quiméricas, miran mi vida actual
a la luz no terrena del amor
de las formas perfectas. Nadie
sabe el largo camino a cuyo término
tal vez estés, sentada, perfumada,
debajo de los árboles,
en la luz interior, distante, breve,
atenta al ritmo de las cosas: yo,
explorando el destino mortal,
consumo sigilosamente el vino

ELEGÍA IV

En el hueco de la memoria duerme
impaciente el recuerdo.
Todavía hablan tus ojos
su insomne idioma. Yo,
en medio del ayer y el mañana,
más solitario acaso
que nunca ahora evoco
el fresco sol, la calle,
el viejo tren donde mi ojo
atónito vio la muerte.

De ti heredé miradas
indecisas en el futuro,
y mucha sombra, muchas
sombras: en mí te llevo
como una herida que no cierra: a veces
sobre mi boca rueda
una gota de sangre: es eso
tal vez tu presencia.

De mi cuarto entonces quisiera
descender a la juventud
del corazón: allí
-tu sabes- está todo
lo que uno es; quisiera
también retroceder y ser
retrospectivamente tú: recuerdo
que tu infancia no era
precisamente tu alegría. (Ahora
a mi puerta está el perro, duerme y a veces gime, acaso
sea su propia ausencia,
porque todos estamos
secretamente ausentes.) Los álamos
de la casa se inclinan al viento.
Por la ventana miro
los paisajes de la memoria,
y en lo alto tu humilde sombra.

(1966)

ENUMERACIÓN DE LOS MUROS

Altos muros con líquenes,
escurriduras negras y rosales
secos; húmedos muros
con hongos donde el pie cae al abismo
de abetos como ideas, muros
que en secreto recuerdan el camino,
ciegamente, hacia abajo;
muros altísimos, con gruesos árboles
interiores, frondosos,
donde es posible hallar el hueso
de algún conquistador perdido;
muros nuevos, apenas
en las afueras, contra el mar
ciego del que huyen a remotas
islas los señores del aire
y los huérfanos de la tierra; muros
invisibles y solitarios
que por doquier se alzan a poco
que mires hacia el cielo
y hacia el centro
de ti —muros abiertos, transparentes
rutas de negros pinos, cuando súbitas
comprobaciones secretamente agregan
estratos de dolor a lo sabido
sobre nosotros; muros
del yo, del tú, el vosotros,
que levantamos en la búsqueda
de las formas y del sentido:
ilusoria búsqueda y centro
sobre plateados pájaros y lunas
de la que al fin persisten
-al abrirse los muros-
las noches, el vacío,
y el destronado yo.

EPÍSTOLA

Silenciosos veranos difunde
sobre mi corazón tu imagen,
ayer dormida alondra,
signo tal vez de algún oculto
acantilado de golondrinas,
sin frondas infernales,
a veces viento, a veces lluvia,
arrancado secreto a la virgen tierra
huérfana de númenes solares,
pero tú seguramente música,
esperanzada cuerda
tensa en las hordas. Nada amo
sino tu analogía con la enervante
noche, amiga dulce
que de pronto en mi mano deja
cenizas ásperas y de pronto
rosas clásicas,
palabras y palabras
que sobre el abismo son puentes.

Gaviota seguidora del alma, guía en la senda no visitada por la mente.
Anunciado fue tu vivir
en reinos irremisiblemente
derogados, cuando imposibles
elefantes de ojos azules
de mensajeros oficiaron
en las impenetrables selvas,
hoy ciudades de estaño,
monumentos de arena
o calles tumulares
bajo calcinados bosques de herrumbre.

¿Qué pueden significar, entonces,
llenos de ensueño, tus ojos, sino el retorno
del espíritu? Suleika
fue cantada, también Thaís;
hoy duermen bajo las arenas de bronce
de la tumultuosa memoria;
por algunas otras los hombres
se ataron a los mástiles;
a cambio de un perfume
dieron otros el alma; yo
(apenas sombra) entrego
sílabas minuciosas, fantasmas,
prendas del tiempo, ritmos
monocordes del hombre de hoy
en desgracia caído frente a los dioses,
ni pretendo con lirios
apagar infiernos
que entre cuatro paredes caben.
Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi
Finem dederint Dii, Leuconoe…
Ni quieras saber mucho,
doliente huérfana, cuando entras
en las solitarias iglesias: tienes
la condición necesaria, caminas
(nunca lo olvides) sobre antaño
reverenciados ídolos, sobre huesos y amadas cabelleras, De tu cintura
se desprenden eternas flores.

(1976)

GAVIOTAS

Tu boca es la oscura frontera
a la que tienden las gaviotas.

Ella promete una fresca tierra,
una ciudad, unos caminos,
árboles, luego el mar
y el viaje hasta la lejanía
donde cesan los números, donde cesan
la pesadez de las noches
y la lluvia que nunca tendrá fin
sobre los inermes mortales.

En una antigua isla soñé tus ojos:
miraban hacia dentro y eran
verde acantilado de golondrinas.
Su oscuro mirar devolvía
a los ídolos esplendor y a las piedras
calcinadas la voz de las mareas
y los paisajes del mar perdidos.

En ellos terminaban su sordo andar
los vagabundos de la tierra. Tu pie descalzo
teñía la arena, toda flor nocturna
y los ornamentos del cielo.

En las rocas escribí tu nombre,
desgarré el muro que empañaba
tu corazón, los cálidos miembros.
Al alejarme me acercaba
a tu yacente ciudad de pájaros,
al desierto donde estaban tus ojos.

Hacia allí volaban las gaviotas.

(1977)

GUARDEMOS ESTE VIENTO

Dejemos reposar, bajo la luz del júbilo,
este viento que arrastrará las formas de tu cara
hacia las aguas del imponente pasado;
hagámosle lugar junto a las mesas
invisibles, donde tu mano instala el signo,
la voz que explica, la piedad que confunde
haciéndonos la presa de los otros. Él sabe,
este viento fortuito que ahora sopla
desde tus pies hasta tu pelo,
los alcances de la pasión y la hondura del ojo
que vio los fondos de la muerte, el tiempo
y la engañosa sucesión de los días.

Allí estaba tu cara, bajo las aguas,
en el estanque, con los atardeceres. Nada enseña
el paso de los años, nada
la asidua escama que de nosotros cae,
frente a esta presencia del viento que imprime
en tus hombros columnas asombradas
y en tus palabras la sombra de la antigua casa
donde el sol no se pone, donde el verano es perdurable. Hagamos con este viento el refugio
que recoja los signos por los que antaño
morían los nuestros, junto al valle,
mirando al cielo sin cerrojos,
cuando el estío soñoliento juntaba sus manos
y yo era la invocación y la forma de un sueño,
antes que para mí se abriese el mundo.

Un día será este viento el que una tus ojos
con lo que no cambia, con el roce del mar,
bajo el acantilado de las violetas
-tus manos-, sobre los bronces de la muerte.

Allí sabrás entonces del alto amor que destruye
y de la eternidad que tiembla en los huesos.

(1979)

HOLDERLIN

Encerrada en el corazón
tenía tu imagen: largamente
allí flameó noche tras noche
cual bandera de fuego. Los días
de madurez llegaron, cuando el ojo
los mármoles penetra
y las ciegas encrucijadas: signos
sin nombre donde vive
lo secreto,
trampa o destino; y allí estabas,
el más abandonado
entre los hijos de la Tierra,
indicando soledad y muros,
el relámpago
que a los huesos nos crucifica,
con ojos angélicos mirando
hojas llevadas por las aguas
al río de las madres.
Clausurado en tu torre escuchaste
el mismo canto que otros
junto al Citerón escucharon;
el mismo que nosotros quisiéramos,
el que cantó bajo la siesta
dulce de las higueras el más bello
de los mortales, también en su torre
remota clausurado, atento
al círculo de su vivir,
contemplando las ondas del Egeo.

(1964)

INTERINIDAD

A Jorge Andrés Paita

I

¿Fantasías de infinitud? Maduros
atardeceres grises como sus ojos,
desiguales como sus dientes. Fondos
de la negación absoluta, ruidos
de papeles sobre finas columnas
de ensueño, visiones laberínticas. Ya sabemos: merced de las tinieblas
En su rama la alondra duerme,
sobre el agua duerme su sombra.
Furiosos perros en las colinas
devoran nuestros nombres.
(¿Fuimos también los perros
devoradores de otros nombres?)
En piadosas fuentes de infinitud
nuestros huesos abrevan;
y en los atardeceres de otoño,
cuando ya es peligroso volver los caminos,
como pájaros que al horizonte ascienden
se nos ve trepar por la luz del pasado.

II

Y el árbol de la Medianoche canta,
mueve sus plumas, el árbol
cuyas desgarradas raíces
se hunden en la profundidad.

Árboles. Medianoche. Árboles
de ojos temblantes, árboles,
raíces bien secretas que sostienen
por debajo de los muros el mundo,
su orfandad y la mía, su caída
de la gracia de las estrellas
a caminos vulgares, a lágrimas
con el atardecer destiladas,
mentido padrenuestro,
azote de mendigos, mendigos
que al sol miran sin párpados,
crucificados, aburridos
de sus habituales dolores. Árboles
sin fervor, a la Medianoche,
cuando de la ventana miras
los techos y tu cuarto en la sombra
y caes, como degradada raíz,
a la inerte profundidad,
al arroyo del mundo.

LA MANO

A Alberto Sormani

Caminé largamente
por aquella ciudad
inhóspita, cuyas calles
conducían al fondo
de la aniquilación. Sus puertas
eran sólo dibujos irónicos
para inducir engaño, angustia,
mentida realidad sobre los muros;
y el primer escalón -aquellas puertas-
era siempre el vacío.

La religiosa soledad,
o sea: mi alma sola, al fondo
de su desolación caía como ebrio
pájaro que, sin rumbo,
sobre el fuego aletea.
Cogí la imaginaria mano
del que me acompañaba: era
la asidua forma de mí mismo
o del que fui: consoladora
sombra de aquel adolescente
que asumió mis innumerables
muertes, porque yo estaba -en la intemperie-
muerto otra vez, golpeando
la pared, el cristal, la ilusoria puerta
del existir. Llevé su mano
a que me condujera
con virgiliana precisión: no había,
en la quieta ciudad inhóspita,
senderos , y la luz
golpeaba mis espaldas
desde la altura sideral; la mano
era la más desconocida mano
que escribió sobre el viento, bajo el cielo
lunático, mi nombre,
lo que supongo mi destino,
ciega potencia que gobierna y deshace
con desamor, el canto, el vivir,
y el motivo del canto, la vigilia
que protagonizamos
mirándonos, en círculo, a distancia,
como dioses sin fieles, apestados,
devorados por la propia tiniebla.

LA MORADA

Casa, ninguna casa,
escombros de residuos y la mampostería
ideal subiendo, cubriendo
las dimensiones ilusorias del cielo
-espejo en medio de la casa-;
y las grafias de la vida interior
donde se duerme el jeroglífico
del azar, de nuestro destino,
la sombra de la infinitud del hombre
que fuimos, que perdimos
tendiendo hacia el centro,
donde reside lo que en nosotros canta
para retornar
como nave feacia sola a su puerto,
lo que en nosotros marchitar no se quiere,
algún acúmulo de esperanza, un número
que penetra sin ímpetu, olfateado
su propia casa, templo esquelético
de cuyos muros cuelgan amores,
travesías en forma de memorias, dolor,
llanto vertido en la penumbra
de un sueño: visiones, la casa,
la puerta milenaria, el frontis
o como su llame ese hueco oscuro
ni más ni menos que la cola de Minos
que nos enrosca con astucias y mata.

Después el maternal jardín, las violetas
y la luz muerta de los cielos azules,
inexpertos del mundo. Un paso más,
un paso más y la disolución
dictada por el sino en la mañana turbia
que Géminis preside, y esperanzas
otra vez, en círculos
rituales viajando, cayendo, elevándose
hasta la finitud del corazón,
recuerdo de la casa, nada de previsiones,
nada firme.

LABERINTO

El laberinto escribe
sobre tu mano las señales,
habla en silencio de tu oscura
mansión la noche insomne
donde yacen los náufragos,
donde tus venas miden, perplejas,
la onda del tiempo. Un álamo
bajo el atardecer saluda
a los que todo lo abandonan: la costa
y las creencias de la costa,
fantasías de pedernal
que tus ojos devuelven.

Distendida en la hospitalaria
noche sin nombre, tu piel
mojada en lágrimas recoge
el maduro lenguaje
del laberinto.
En tu sonrisa cierran
las estrellas su itinerario
y el péndulo del amor oscila
sobre nuestro camino: oleaje
a lo largo del mundo,
contra el mundo y la melancolía
de la sombra, contra el muro de lo igual, los monstruos de la noche
que en el desierto acechan
la irrealidad de nuestro cielo.

De lo alto de las almenas
tu mirada sin sueño vigila

LUCRECIO

(Epístola)

El ciego ritmo de las horas lúgubres,
la impiedad de las lágrimas, Lucrecio,
a la noche sin puertas te llamaron;
y en la tiniebla, solo, sin defensa,
sin amigos ni dioses (que no existen,
según cantabas) erras, por el frío
valle donde se elevan ecos fúnebres
para atraer a los suicidas: ellos
tienen tu corazón, tienen el nuestro,
y en el aire sin soles se adelgaza
tu vivir como pájaro que el viento
huye y cae en las trampas del pantano.

Plañideras nocturnas te reclaman,
tu manto se disputan desde entonces,
cuando abriste tus venas o bebiste
como algunos, a solas, el veneno
de tu saber, a solas, con el mundo
y los acantilados de la cólera
que ahora te retienen recelosos
de su tesoro.

¿No quisieras
agregar algo al canto que dejaste?
Pero tu boca es mármol inviolable
y es la naturaleza tu cadena;
los solitarios últimos
desde su cueva invocan tu recuerdo;
y cuando en primavera encuentran rosas
piensan en su destino y en tu tumba,
devorados por pájaros eternos,
ávidamente devorados.

MADUREZ

A Ernesto Garzón Valdés

Palpitaciones de tu corazón, escamas
grises de la vigilia y la noche,
anatemas de la sonrisa y mórbida
contemplación de largas calles
donde tu figura se mantiene
bajo el rocío anónimo: largas heridas
cuya sangre mojará tu boca
desgarrándote cual la mano de un dios
sin fieles que las ruinas revuelve, empeñada
en avivar fuegos que callan,
sufren y lloran, bajo las madrugadas
sin sueño, oh, combustión y lamento
sobre almohadas hondas como la muerte.

Y en los antípodas es lo mismo:
melancolías de las huellas
y a veces crónicas del sentido y altas
llanuras donde un ciervo muere
bajo nubes sin cesar apacibles.

De día en día mueres y pasas,
devorado, deshecho por una música
retrospectiva y un ritmo y un seco
sonido de cuerdas, efímero,
que poco agrega al dolor, hasta quebrarse
en el quieto crepúsculo que empuja la noche
lejos de todo resplandor, memoria o regreso
de alguna oculta primavera sin nombre,
palpitaciones de tu corazón, escamas.

MUJERES DESNUDAS EN LA PLAYA

Sobre la arena están dormidas,
serenas, fláccidas, desnudas;
irritados insectos dejan círculos
sobre sus cabezas exangues;
el sol las lame —un melancólico
sol les lame las piernas y las espaldas
y hasta penetra en el secreto,
marchito hoy, que alguna vez,
en las penumbras encendió el ensueño
de algún aventurero ya silencioso,
de cúbito dorsal, bajo los pinos.

Sobre la arena están dormidas.
¿Están muertas? Reseca
la ternura desmorónase inútil
sobre sus pechos de nadie,
bajo la soledad del aire azul,
las músicas del tiempo.
Como cansadas barcas se han dormido,
inservibles, las tres, en la salobre
milenaria senda. Rojos párpados
mordidos por el tiempo rememoran
ociosas fantasías, podridos besos
en crepúsculos invernales,
cuando por la ventana veían los ojos
invertidas las sombras,
flores del revés sobre el agua
bajo los árboles. Odiosas
hebras de cenizoso pelo
cubren sus frentes
que recuerdan palomas en cuyas alas
escribió la acidez de los días
su poema.

Figuras tenues sobre fondo de árboles,
extravagante aprobio, sombras
donde llora la inútil piedad
despojos de amansada gloria.
(Caricaturas del verano, oh, estériles
vasos de la alegría, agusanadas,
pesadas vírgenes esperando el retorno
de secos amores. Espectros
indolentes traerá la luna,
poca misericordia, lágrimas.
Antiguas sibilas de la Noche, quietas
sobre la infatigable arena,
como en el día de la muerte).

PADRE HERÁCLITO

Dís eis ton autón potamón ouk an embaíes.
HERÁCLITO

Las deslumbrantes mutaciones
de las estrellas, oh, Maestro,
abrieron a la costa penumbrosa
del mar tus ojos
(hijos del fuego perdurable), inerme,
solo como uno más entre los hombres,
como uno que embrida bestias hipócritas,
serpientes de ojos azules y bárbaros
que adoran a murciélagos y reyes. En las tardes amabas librar tu corazón
a las mareas, hundir tu sueño
en la corriente insomne, mientras pérfidos dioses
contra ti murmuraban al oído del hombre
confidencias ambiguas, rumores
de tu fracaso, hasta que al fin caían,
crédulos, en la trampa del mundo.

Nosotros los de ahora sabemos que tus pasos
saltar quisieron la desdicha mortal
y lo que de nosotros hace el tiempo,
la injuria de los días, los ocasos
de turbios balances y tiniebla, de arrepentimientos,
esclerosis del acontecer y el hastío.

Última agonía en noche tenebrosa
fue tu vivir. Quisiéramos ahora
que tú mismo y el otro
que descendió gustoso
a los fuegos del Etna, retornaran
como las primaveras,
pisando tú soberbio a tu divina
Madre (poblada de mendigos sin escrúpulo
que imploran el trono del fuego)
y aquel otro trayendo
las víctimas del oro enhebradas
en las alabardas de la Muerte,
refugio de las larvas.

¡Sea! Padre Heráclito, pero tú no conociste
el canto fétido de los albañales
ni las calles diabólicas donde el hombre
pierde la quimérica unidad del alama,
se pierde a sí mismo y sus hermanos;
y al atardecer, cuando regresa
de las tuberías del infierno que limpia con las duras arterias de su corazón,
sueña también el río igual y diferente,
igual y diferente que lo arrastra,
a pesar de plegarias y desesperaciones,
a las aguas oscuras donde su ser,
una vez más, desaparece para siempre.

PEREGRINACIONES

Mi mano recoge las sombras,
al atardecer, cuando el mundo
sobre los árboles se cierra
y del poema nace el poema
y de las telarañas la noche;
mi mano se extiende y recoge
los rebaños dispersos, las sombras,
las reminiscencias que arrastran tus párpados,
las hierbas y el sabor amargo
que en tu boca dejan mis palabras.

Mi mano se arrastra en las sombras,
busca las nieves y las islas,
la derogación del sentido
y la dirección de los pájaros
que en silencio en la noche refugias.

Mi mano toca los azufres,
la sal y las almohadas de piedra
donde posan los bienaventurados,
los huérfanos del sol y la tierra
sobre las mutaciones y la escarcha. Mi mano besa la carne sin sombra,
los labios del apóstol y el cántico
en la mítica noche donde eres
la luz que alimenta y sostiene
-sobre el brumoso campo en ruinas-
el amor perdurable, los gritos,
en el translúcido azul del pecho.

II

Mi mano recoge las sombras,
el ramaje invernal de la muerte, escribe
sobre tu frente el sagrado nombre.
Una ciudad espera, una perfecta
senda conocerán los pasos.
Mi mano recoge los cielos,

el olor de las playas y el mar
al que tienden nuestros deseos
como a callado reino donde cesan
el tránsito, la destrucción, el sepulcro.

Mi mano recoge la dádiva
y los ensueños de tu sangre;
vela por ti en las mutaciones
frías de los atardeceres,
cuando alguna divinidad desciende
tímida a nuestro lado y deja
su recuerdo benévolo, el canto.

Mi mano recuerda los antiguos veranos del sol y las nieves,
las primitivas aguas, los cielos
del plenilunio sideral, cuando ibas
bajo la soledad, sin tutela,
sin óbolo a la muerte, quieta
y ensimismada en la quimera.

Mi mano recoge la impureza agónica,
la desolación de las horas, el páramo
que en la vida acumula el mucho estar,
cuando atardece, entre los álamos
escuchando la intermitente queja
de las palomas, mientras el cielo
abre su grieta de bienaventuranza.

Un reino espera, una perfecta
colina mirarán nuestros ojos.
En la intemperie, sobre nuestras cabezas,
cuelgan los frutos de la noche.

RETRATO DE MEMORIA

El enigma, algunas caricias
sobre los mediodías del asfalto;
dolores familiares al corazón y rosas
anónimas que conoces de tanto
madurar en tu cuarto, cuando rezas
delante del espejo por tu mortalidad, devanando
filtros, recuerdos, nada bueno
para guardar eternamente.
Así te veo,
incitando, escapando al designio
de ser el perfumado harapo de los caprichos,
los fracasos y fácilmente
rodando tu cabeza a la cruz del cieno,
la luz sangrante, el sacrificio
retorcido y fugaz, milenario,
pasajero como el viento en las hojas.

El crepúsculo sabe tu nombre.
Fue dibujado en los papiros,
conservado en la piel del tigre, en los pergaminos del amor. En la boca
de las edades llegó a nosotros
y en nosotros estás, fatalmente
atada a la tibieza y al triste
emolumento de las horas.

¿Preguntaré por ti? —Esperemos un mundo
limpio, donde el atardecer
siga la noche y el silencio en lo alto,
razonables estrellas, sangre invertida
en la preparación de penas y rosas,
insomnios, comprensión y perdones
por lo que no siempre puede el hombre,
el ensueño y la mano, la vigilia,
la inteligencia y la sonrisa.

Entonces sí caminaré contigo,
lejos de la ciudad, atentos
al hocico de las tinieblas, los astros,
las huellas de la frente;
y en las tinieblas te hablaré de Odiseo,
de su mentido nombre parecido al que tienes.
Ese día a tus ojos,
tu negro pelo como un pájaro
terminarán dentro de mí su miedo;
tu figura de ágil irisación,
encandilada bajo el viento y la luna,
reposará su fatiga en la hierba.
Y nadie tal vez en un mundo de nadie
reclamará por nuestro nombre.

SENDAS

Saber el canto de la cigarra,
el lugar donde posa la alondra,
la rosa frágil de tu boca
desplegada en mi boca, son sendas
que te conducen, cantos
que ayer fueron lamentos,
fuegos del sacrificio.

Arrastrado por tierras y mares
finalmente se llega al borde
de un ciego, desconocido mar.
¿Hacia qué fin caminan los pasos,
hacia qué termino
esta barca del corazón navega
en la quieta onda del tiempo?
Cadavéricos pájaros, hocicos
de eternidad mojados,
corrosivas ternuras,
afuera se deshacen,
y a la intemperie nuestro rostro
y los olvidados derechos velan. ¿De qué mundo es el signo
que sobre la tierra paseas,
difundiendo ojos que fueron
piedras inmóviles o bosques
que hoy son tu cuerpo? Quisiera
conocer la última forma
que en tu boca tendrá lo sagrado,
cuando la noche, uncida
a nuestros pies,
desordene tu pelo, de la flor
que es tu boca haga sombras
y de mi corazón paciente
refugio de hormigas, cueva
de alimañas, vampiros
y la detestable cohorte
que acompañó a Gilgamesch en la muerte.

SOLILOQUIO

Fumando,
de cúbito dorsal, sonrío
con lo invisible: pienso en Dios,
levanto por encima de mí la mano
y saco de mi conciencia
la rata de la culpa,
y la echo
a pudrirse en el pozo.

Entonces viene Cristo
-ya no tan melancólico
como el Durero-
a sentarse a mi lado.

Toca mi mano,
en soledad me enseña
una renuncia interminable
al yo en el tú,
oh, amada;
una lenta ascensión
hacia el abismo, hacia las madres,
donde uno es, transfigurado,
perfume, esencia, espíritu
de los otros, alma.

Toca mi mano
con su piel, la guía
lejos de mí, serenísima,
a la última esfera,
en la cual, si no estás,
nada tiene sentido.
Cristo se aleja, solitario,
ni alegre ni triste:
es el desconocido
de sí, última noche,
negación, luz, tiniebla,
pájaro que renuncia a sus alas,
¿de qué camino es senda?

Cada día
y a cada hora,
arranco, echo de mí la costra
cotidiana, lavo
de mi corazón la forma
vacía, consuetudinaria;
y luego, como insepulto
náufrago bajo el sol
de una insólita playa,
espero tu regreso,
la lúcida ternura
que nos construye contra
toda putrefacción,
a nosotros, última estirpe
de lo perdurable que alza
sobre el humo mental
sobre el número
sobre el túmulo de la ciudad,
la divina metamorfosis,
lo idéntico del justo amor,
creador del día y de la noche.
El invierno ahora se enrosca
bajo el cielo estival;
sobre la destrucción
de las nubes el tiempo
futuro erige
columnas primaverales, yo
me despierto y sonrío.
Bajo los árboles reposa el Dios.

SUBSUELO DE CIUDAD

A Manuel J. Castilla

En el fondo de un callejón en tinieblas
estamos destruyéndonos, allí los leopardos
de la desilusión y el aguijón desmesurado
de este día y su sombra,
la mariposa de tus ojos y el rodar de tus manos,
son la canción acostumbrada, allí
y a cambio de fervor y cortas plegarias
por caminos con duros centuriones,
relámpagos y resplandores de águila,
te dejan para pasto, desnudo, inerme,
donde una odiosa perra lamerá tus heridas
y ulcerará tu dolor y tus ojos. En el fondo de un callejón de tinieblas
crece, vacila y se desmorona la existencia
y el meollo de nuestro corazón solloza,
cuando más apretamos el calor de sus plumas
y más necesitamos el fuerte vino y el júbilo
de los héroes, creemos y nos desmigajamos
bajo la noche irremediable y el aire dulce
que viene de la altura como amor de mujer
y nos deja sobre la arena,
de espaldas, indefenso, como Odiseo
cuando sobre su cuerpo vio garras de furia
y habló a sus muertos y al divino Tiresias
consultó las líneas de sus pasos.

Conviene que sea el hombre quien ponga la sal en la
mesa,
y en la boca de la mujer su boca,
aunque los gritos del peán llenen la calle
y por las paredes altas trepe el lamento,
y lleguen los mensajeros con nuevas de las Parcas
y el viento azote impetuoso a la ciudad de Dite,
donde el Destino teje para nosotros insidias
y nuestros muertos buscan en la inmortalidad sus
rostros. En el fondo de un callejón de tinieblas
nos devoramos, cuando bien pudiéramos
emprender un camino o armar un barco
o abandonar lo efímero para que los vampiros
no sigan con nosotros mirándonos en lo alto
del pensamiento: allí caemos
a las tinieblas otra vez, comidos los ojos
por larvas marinas, juguetes de enanos,
escorpiones del corazón que saben
nuestros dolores y especulan
en que te has de morir cualquiera de estos días,
con la corona celestial prometida
debajo del sobaco y una flor arrobada
de azul como soñó Novalis,
para barrer las lágrimas de tus ojos
en el territorio de la muerte, pero también
para barrer de mis ojos estas alimañas
ociosas que giran como el céfiro,
indiferentes, maléficas, estampadas
sobre mi espalda y en mi frente, mientras
una asustada mano se abre bajo la corrupción del sol,
y melancólicos caen nuestros pedazos sobre la calle
y nuestros ojos sucios cuelgan
como murciélagos dormidos.

VIDA INTERIOR

I

Vivir —baja locura,
desolación, olvidos,
un día tras un día,
rejas, almenas, clausurados muros,
y al fin allá en el fondo
espera el que tú fuiste,
extático, en el centro
de millares de sombras con tu rostro
Las palabras se olvidan,
de pronto lo vivido
te golpea la frente con un fémur,
y de ella salen músicas,
ciclos cerrados, algo vano,
violines escuchados alguna vez
en otra tierra: fábulas
estúpidas y crueles como hormigas,
mezquinas como Esopo. Y , sin embargo,
el gato de la casa nos contempla,
y en el remoto centro
del cerebro de un perro somos
los amos de la tierra.
¿Los amos? ¡Qué alegría!
Mientras seguimos contemplando
los símbolos que apoyan
nuestra vida interior.

II

Ennegrece el pecado. El olvido
devorará los huesos.
Paseado por vetustas riberas
siempre consideró
fugaz viento las horas
y muestra de vanidad las obras
memorables mi corazón. Alguna tarde
también bajo los álamos
amigos cantaré
con voz que yo quisiera
más perenne que el bronce.
Ese día, tranquilo,
o contemplando el cielo
interior o apoyándome
en algún singular recuerdo
aventaré la imagen
que ayer me sostuvo.

Entonces volverás tú,
oh, diminuta, apenas eco
de ayer, nunca, nunca olvidada,
a conducir mis pasos
al marchitado centro
del bosque donde estamos,
donde estaremos: tú,
vestida de violetas, yo,
tomado de tu mano,
con mis lujos de mendicante.