SOLÁ GONZÁLEZ, ALFONSO
CANTOS A LA NOCHE

I

Erraba yo por la ciudad oscura,
por calles y por rostros caídos a esa sombra
desde la vida o desde las estrellas;
erraba, viejo soñador, castigado
por la belleza que el amor del hombre no alcanza
a conocer
y sabiendo
que el ensueño es vano y alejado como una música
detrás de una puerta que nadie abrirá nunca;
sabiendo
que antes que yo y los sueños de mi vida
rieron las hermosas muchachas
y por entonces amaron
y cantaba el ruiseñor y yo no era el amante;
sabiendo
que cuando yo no esté
otros muchachos buscarán mi rostro en el río de los
sueños
que Eurídice volverá de otros infiernos
con los ojos cubiertos por las aguas y la sombra
para escuchar la vieja melodía de Orfeo
y yo no seré nadie en esa música;
sabiendo
que amar es estar perdido
siempre, siempre, siempre desterrado
en un lento palacio.
Y así erraba yo y alcé los ojos, ¡noche!
para mirar tu gran viento quemado,
oh noche, madre inmensa
tendida en los callados arenales de ébano,
y sentí que la tristeza de amar en este mundo
sólo una fuente,
sólo el canto de un pájaro, sólo una gota de sangre,
no descendía de tu imperio ni de tu gran piedad
sino que aquí crecía,
en el jardín terrestre
donde los hombres y la luz combaten
entre ramas de mármol y pantanos.
Y así pensé en los dioses
que tú nutriste con tus ubres consteladas,
desdichadas criaturas hermosas en su fuego de piedra,
con sus coronas de carbón celeste,
con sus cabelleras de agua dulcemente tejida
para las abejas enloquecidas de amor;
pensé en los dioses de vellosos ijares ardientes
prisioneros de una garza del aire,
de una mejilla pastoral;
los bellos dioses que resplandecieron en la vastedad
y en la arena que flota sobre el mar, y en el viento
que sopla en los cóncavos espacios;
los dioses anteriores
que crearon la alabanza y la tragedia
y los himnos que azotan la tierra y la devastan
con sus carros de hierro.
Pensé en los dioses hijos de tu amor, oh noche,
de tus majestuosos racimos genitales.
Pensé en los dioses
y no pude llorar por su insigne desgracia.
Perdidos en tu reino
se extinguieron como leños sagrados,
como ricas cenizas en el vasto
calor de la rosa lejana.

Pero nosotros
pálidas criaturas,
pájaros de pelo delgado y frío,
animales de fina calavera
delicada como pétalos de nácar;
nosotros
herederos de la gran soledad, escombros del espacio
enterrado en tu gran vientre solemne,
nosotros, soñadores, hijos de la mujer,
engendrados en su luna caída,
nutrimos nuestros sueños con infieles palabras
que el diluvio arrastró como un bosque de arpas
y quisimos poblar la antigua soledad donde arde
la médula brillante del vacío
donde alimentas, �vieja loba nevada!
la vasta creación.

II

En el mes de septiembre el hemisferio austral
ve llegar la engañosa primavera
con su espejo de almendra.
(¡Ofelia, Ofelia, olvida tu canción!).
Contando nos perdemos en la oscura ciudad
entre los hombres y las muchachas
renacidos en el brillante pavor de sus cálidos cuerpos,
y los amantes queman la rosa del amor
junto al mar que golpea sus sienes inocentes.

(En Dakar es de noche.
Caminamos por la pista del aeropuerto,
viajeros hacia París o Londres,
indiferentes, sensatos, silenciosos,
junto al ángel de plata que ha cruzado el mar.
Negros insomnes tallados como ídolos
en el azúcar caliente de la noche.
Solo. Cambiando dinero en el bar de otro
continente,
sin preguntar por tí. Lejos
de nuestros países agrupados
en torno de las frutas.
Solo en la noche tórrida de espumas calcinadas
solo, como el nácar celeste de una vena
quemada por el aliento de ángeles impuros.
Solo en la noche de Dakar,
perdido en el plumaje de un pájaro de llama negra,
en la voz de los viajeros desconocidos,
en el ruido del mar que se levanta resonando
como un trueno de luto.
Solo, lejos de ti,
lejos de las maderas unidas de nuestra casa,
de una pesada pluma de piedra junto al cielo
en Mendoza.
Solo, lejos,
en otra noche estoy).

En el mes de septiembre en nuestras tierras del oeste
reverdecen las viñas
y vienen desde lejos apasionadas noches
en los carros espumosos del agua.
Tú cantas y te pierdes en la oscura ciudad,
sonriendo, mi amor,
sollozando, mi amor,
y buscas el jardín adorado que cuelga
de las llaves del cielo.
El racimo solar cae sobre estos montes
y te golpea el pecho con su piedra de miel.
Como desde lo hondo de un rostro
sepultado en arcones de polvo,
has contemplado el sueño vano de la juventud.
Ahora ya es de noche y duermen los amantes
eternamente separados
en cada sueño,
en cada
latido que gotea una arena distinta.
El desvelado, ausente de un reino,
de una ciénaga de rosas
regresa a la ciudad cuando desciende
sobre la inmensa sombra
la lanza solitaria de la luna.

III

Erraba yo, y sanamente preguntaba.

Llamo a esta puerta iluminada donde
un hombre ha derramado su lámpara de vino;
llamo a esta ventana que han cerrado
para que yo no llame. Este es el resplandor
atroz de la taberna de los pobres
inundado por un río pesado donde flotan
pájaros del diluvio.
Esta es la mirada del ídolo cubierto
de pálidos cabellos tejidos por la muerte,
el ídolo que roe las maderas
podridas de la noche y sonríe en los vastos espacios.

(¿O pensé acaso en el ruiseñor que cantó en aquel
granado?).

Preguntaba yo, y allí estaba mi padre
que no dormía en la alta noche velando por el hijo
perdido en la violencia y el canto de las rosas.
Y pregunté qué era esa respiración mortal
y vi un jardín de aire enloquecido
que un gran pájaro bebe solitariamente.
Y sólo el amor paseaba
con su espejo bordado de hiedra roja y viento.
Alcé entonces los ojos, y también más allá
donde no estás, donde se pierde
inútilmente el hierro de los hombres,
vi el león majestuoso de los astros
alzándose despacio en las arenas
sagradas de la música. IV

A Luis Soler Cañas

Oh, nocturna ciudad, corazón de los hermanos en la
noche.
Tu pan de inclemencia has partido para sus bocas
miedosas,
maldiciendo en la noche.
Oh nodriza de calcinados pechos, madre salvaje y ciega!
Oh, inmensa pesadumbre!
Ellos allí estarán roídos por la vida tenaz,
por la tristeza
de las noches que lamen lentamente sus briznas de
esplendor,
sus rostros, otra vez, en los cristales fríos de la ciudad
nocturna
repetirán esos cansados ojos que el amor ha comido,
esos ojos de espera que no se duermen nunca
mirando los andrajos de una vida,
la mano abierta y ciega de los años
en el desierto de las almas inmortales.
Ellos allí estarán, lentos en la noche.
Yo fui su hermano y su sed fue la mía.
Sus castigadas manos me guiaron con ternura
impaciente
porque era débil y para el débil está hecho el hombro
del hermano.
Yo fui entre todos ellos el más pobre y herido
y mi vida se colmó con los bienes de su piedad terrible.
Más allá de la estéril soledad de sus noches
la indiferencia abría magníficas espigas.
Yo vi cómo sus dientes miserables roían
la materia tremenda de la ciudad, sus raíces de espanto.
Yo vi cómo sus lenguas incesantes gastaban las estatuas
de oro
hasta lamer un corazón caliente, manchado por la
noche.
Yo conocí también su mesa y sobre su mesa el pan
del desamparo
y sus oscuras manos ofreciendo la pobreza y el frío.
¡Ah, su canto en la noche! Cómo se oscurecía
la diadema insensata de mi frente de orgullo,
mi vanidosa cueva de culebras brillantes!
Sus dedos se extendieron temblando en las tinieblas
y tocaron el ciego corazón de las piedras mortales.
Y vi el torrente de la vida y más allá unas colinas
doradas
y vi las otras criaturas apacibles de la música
y las que no podré nombrar con mi pesada lengua.
Ellos, ellos cantan en la noche
en la ciudad terrible sus canciones malditas
entre los despiadados mendigos de la luna.

V

(En la noche de Londres
conoces un espejo envenenado
de olvido. Niegas tu rostros, buscas
con tus ojos abiertos como piedras partidas
en las luces de Soho.
Dime, pregúntame otra vez quién eres
en este río extraño
que arrastra los calientes desperdicios de la noche
y las flotantes hojas vagabundas de una canción
atroz.
Has llegado a la última frontera,
más allá de la niebla, más allá de las luces del amor,
más allá de la música enterrada
en el desprecio y en los sótanos cálidos
y sólo ves la imagen de un ángel que se hunde
con las alas abiertas.
Tachos de basura, ruidos del amor
crueles, fugaces como ecos de pájaros perdidos;
y la vieja señora de sombrero negro
que derrama el cognac de los años lejanos
mientras canta como un ruiseñor seco
una canción de Francia.
Noche de Londres!. Lejos, el río pasa bajo los
puentes
junto a las tabernas con su gallo de oro,
y hacia Blackfryars
alguien canta una canción que no conozco,
que no conoceré nunca
porque este espejo roto clavado entre mis ojos
sólo refleja el viento vagabundo que pasa
por una calle solitaria, por el alma perdida.
A las once
cierran los bares.
Todo rueda en el torrente de tu pecho extranjero,
el río, las canciones, las basuras de la noche,
el alma,
todo rueda hacia el mar).

VI

Erraba yo por la belleza alejada,
en las habitaciones iluminadas por el relámpago y
la vida
por el vacío y la esperanza;
erraba
como una ola separada
del unísono mar;
erraba como nadie, como el hueso de un pájaro
arrebatado a la flor del plumaje,
a la figura remota de su canto;
erraba
como la pálida piel de una culebra
arrastrada por el viento en la planicie.
Y el poema no estaba en mis palabras
y el canto era distinto como una espada y el guerrero.
Y alcé mi rostro, noche, otra vez para juntar mis ojos
desterrados
a tus llanuras lúcidas
donde el último polvo de los dioses
gira sobre la piedra astral.
Y quise levantar la ciudad con el techo del hombre,
con la piedra de la casa del hombre,
con el terrible pan de cada día del hombre,
con el odio, la furia y la piedad de la tierra,
hasta un jazmín de luz azul que se entreabría
sin delirio y sin muerte en tus laderas.
Y nada respondió y el enjoyado espacio
giraba gravemente sin nosotros.

Esta es la ciudad.
Aquí la noche es el hombre caído,
el perro de dientes ávidos y saludables,
el bello terciopelo del hogar
manchado por el aceite de las alcuzas,
el hombre de labios sensitivos que muerde
la harina y el tabaco y el polvo de los animales.
Aquí la noche es el Juez con los ojos clavados
por espinas de estiércol
y es el papel que flota entre tu aliento y la desdicha.
Aquí la noche es el asesino desgarrado
por el diente de oro de su crimen,
la mujer crucificada en las alcobas del hastío y del amor,
es el sueño de un niño que envejece
con las hortensias de un jardín de arena.
Aquí la noche es la noche de los hombres
atados con su orgullo a una cadena seca.

Pero tú, antigua noche, lames la pureza de tu vientre,
cavado por un río de plata
y engendras la vastedad y el Soñador.
Y hacia mí vienes con tu cabellera
de hierbas siderales,
con el anillo azul de los planetas,
con la sonata de la errante luna;
y yo, perdido, en la ciudad nocturna
levanto hasta tus altos animales lujosos
la sombra de la estrella terrestre, el himno roto.
Y el polvo del poema.

(�Cantos a la noche�)

CANTOS PARA DAFNE FLORECIDA

Conoce, ¡Oh Dafne! al fin, este amor sin reposo,
esta raíz ardiendo donde nacen las verdes espesuras
conmovidas.
No te apiaden sus ojos de adolescente ciego riendo en
la llanura,
ni bajo la venerable luz de las encinas sin memoria
tiemble tu voz por sus débiles manos de niño dulce y
desdichado.
Conócelo en su noche; en las lentas poblaciones del
sueño cruzadas por arcángeles sin gracia,
por fatigados animales fríos o tenaces ráfagas de sed.
¡Ah! Es el enamorado de sí mismo
quemándose entre maravillosas espadas
por querer ser ceniza, algo que se termina.
Es el amor sediento entre un sueño de fuentes verdes
en el estío
junto a la paz de un rey de lentísima piedra
que en otros tiempos, ya, vigilaba el destino del
ciprés.

Es ese llanto seco que no alumbra los ojos del amante
marchito
ni convoca las joyas ilustres de sus lágrimas,
es el grito sin eco donde descansar luego
y es también la soledad de llanuras quemadas sin
reposo;
esa triste hermosura de los imperios castigados
con invasiones ardientes y leopardos de oro y lluvias
de ceniza.
Búscalo detenido junto a los mediodías fugaces de las
rosas.
Es también el amor, el nuevo amor, el pausado
enemigo
que en los últimos días cuando aún sonreíamos
anunciaba en verdores el floreciente llanto.
¡Oh, las violetas de entonces y los besos que
oscurecían tus débiles rodillas
en nuestra soledad inmemorial y triste de ya ausentes!
¡Y la callada y victoriosa hiedra
creciendo con nosotros hacia donde ya nada y nadie
esperarían!

¡Ah! Pero tú aún sonríes y amas la graciosa retama
y te cubres de hojas brillantes y de suaves amores.
A veces un sonido lejano de oro muerto, temblando
entre las frondas,
te lleva hasta otro sueño de vírgenes orillas y de tallos
recientes.
Y ves correr mis lágrimas de doncel que se muere
con un laúd de frío en las manos mojadas.
Pronto despiertas, Dafne, en tu orilla impasible
mientras los adolescentes se queman, enlazados,
en el esbelto fuego de sus hermosos brazos moribundos.

¡Ah, Dafne, Dafne! No conoces el duro vendaval,
el terrible e inmóvil rumor de la mano en el pelo
áspero y tibio en la media noche;
ese pálido viento de las madrugadas atroces y
celestes!
Tú no conoces las oscuras memorias donde el grito no
suena,
donde el sollozo no tiene pecho donde estar,
ni el amor labios donde morir de amor
o felicidad, su enemiga, su amante…
Tú no conoces nada;
ni el rumor repetido de la ausente arboleda,
ni la luz de los falsos rosales venturosos,
ni siquiera esta voz con que digo: ¡Te quiero!
¡Ah, si sólo fuera la tarea impar de olvidar el amor!
¡Si sólo fuera lo sencillo de quemar la arboleda y no
de sustentarla
sangre con sangre unidas y en soledad eterna!

Así pasan los días arrastrando sus deplorables flores
resignadas,
sus arpas sin arcángeles, sus rasos taciturnos.
Aureolas cenicientas de la fiesta olvidada
se hunden en los tesoros de niebla del espejo
y cada día tristemente se parece a otro día que ya
hemos llorado.

Llega el reposo, a veces, desde la gris llanura donde
muere el amor
y entonces los cansados sillones empiezan a olvidarse
despacio
en las pálidas fundas de frío lienzo endurecido.
Las cintas se deshacen en los cofres de marfil fatigado
y la noble madera se destruye minuciosa y dorada.
Nadie enciende tampoco el candelabro de plata en las
noches de lluvia y corredores
y las antiguas palabras ya no maldicen a los amargos
varones de la casa.
Así, un día la púrpura roída de un cortinado cae
entre oro polvoriento y delgadas arañas;
y los mohosos ornamentos se deslizan por las paredes
en la noche
con un rumor de pasos, de servidores muertos, en las
alcobas clausuradas.
Es el tiempo de morir. Sonreímos. Ya la hiedra
maldita se ha secado.

¡Ah, pero no, Dafne, Dafne!
El fuego está creciendo en la raíz inmemorial de las
piedras
y se alza el rumor de las fuentes que te buscan sin
cauce.
Hacia ti van los ríos como ciervos de espumas y
delirio.
Las arenas desatan su sed entre tus labios inmortales
y en una soledad de arpas iluminadas
un ángel nos castiga con su rama de fuego.
¡Ah cómo nos engañamos, criaturas de sueño!
¡Cómo decimos mirando el aire nuevo, el agua en
flor y el conmovido junco;
�He aquí la profecía cumplida. ¡Los reinos de la
dicha que llegan!�

No. Tú no sabes nada, nada. ¡Oh Dafne florecida!
No sabes cómo hiere este amor que retorna,
cómo es de apasionada su solitaria tierra,
no sabes cómo, pronto, el llanto es nuestro hijo
pródigo.
No. Nunca sabrás nada en tu gracia de venablo y de
fuente.
Nunca sabrás cómo el amor llega a ser una incesante
hiedra apagada y sedienta;
cómo llega a ser la interminable soledad de esos dos
que se quieren
y que no tienen brazos con que enlazar su floreciente
tierra,
ni ojos con que dormir en su pureza pálida de
amantes.
No. Nunca sabrás nada. Nada.
Ni aunque en la paciente madrugada
el caballero ciego encienda el candelabro tantos años
caído,
en la ventana frente al mar indescifrable
y sus pálidas manos se parezcan tanto a otra antigua y
perezosa hiedra;
ni aunque me sientas por la noche, enloquecido,
buscarte por los mares vacíos;
o aunque mi triste boca de varón en sollozos
te pregunte tímidamente por el antiguo jaramago o
el álamo de entonces,
tú nunca sabrás nada, oh, Dafne en flor, hija del agua
amarga.
Estas son mis palabras. Las borrarán tus fuentes
naciendo en el estío.

Llegará un día acaso en que en la noche sin amparo
pasees desvelada y culpable con tu cuerpo vestido de
frío
por las alcobas donde la dura sed no reposa.
O que vestida acaso con trajes de hermoso luto,
entre las frías dalias insomnes bajo la luna,
preguntes por el maligno amor que no secó las verdes
raíces de tus ríos.
Querrás reconocer entonces los retratos que midieron
la muerte en olvidados cofres,
alzar el candelabro caído entre las manos de la lluvia,
volver a levantar el cielo de las arpas en el salón
iluminado,
pero no tendrás manos, ni ojos, ni memoria,
ni este rumor de adolescente herido sangrando entre
la hierba.
Y querrás preguntarme atormentada, ¡oh Dafne,
Dafne!
porqué el amor se yergue hasta ser azucena purísima en
su gracias
y porqué luego, lentamente el amor se desnuda
para ser una espada de ceniza y de frío.
Y entonces no estaré para decirte: ¡Mira!
Y mostrarte la llanura de silencio, el olvido.

(�Elegías de San Miguel�)

COMO SI ALGUIEN REGRESARA

Como si alguien regresara del polvo de una lámpara
soñada
trayendo el vidrio alado de la memoria
y supiera escribir en el agua matinal del olvido
su nombre, gota a gota, hasta morir,
así
te he visto entrar en la sala del rey
y te he reconocido, oh loba clara.
ronca piel de perfume cautivo en la jaula del sol.
Y todo es como un arpa
cerrada
como la música de un gran rosal que se deshoja,
la madera del mar que se quema en tu pelo,
el
desván de tus ojos.

(De la antología de Mario Ballario: �50 años de poesía en Mendoza�,
Azor, 1972, Mendoza)

EL SOÑADOR

A Sofía Maffei

�…nightly she sing on yon
pomegranate-tree…�

SHAKESPEARE

Errante, más allá de las fronteras
que los jardines ponen al olvido;
más allá de los mares que embellecen
las delicadas orlas de la muerte,
el soñador, el huésped del delirio
bebe su lenta luna envenenada.

Coronados los ojos por la noche
labrada como un himno;
laceradas las sienes por la música
que las piedras arrancan del amor,
el soñador contempla la batalla,
el polvo azul de las espadas
cubriendo la memoria y los palacios.

Su canto más antiguo que estas piedras
pulidas por la muerte;
más bonito que estas pálidas cisternas
donde el olvido entierra sus estatuas;
su canto circular como la noche,
como el cuervo lunar,
regresa a las terrazas donde brillan
los pórfidos del viejo paraíso.
Retorna como un río
largamente quejoso, de la dicha,
murmurando en la luz apasionada
de una ribera portentosa
donde las ruinas del amor levantan
sus ónices cubiertos por la hiedra del sueño
y las batallas.
Retorna como el paso
de un gran mendigo pródigo
viajero en la carreta morada del otoño
que trae la melodía de otra fiesta.

Con los ojos quemados por el polvo nocturno,
por la celeste sal de las estrellas,
el soñador contempla el luminoso
ciervo del cielo y en sus párpados
una herrumbre de plata se endurece.

El soñador descifra el bello rostro
de la amada dormida
bajo el alucinado hierro azul de la luna
y el ruiseñor del mundo
mueve una fuente oscura y un granado.

Más allá del desierto que devora
las lámparas y el rostro de los sueños;
más allá de los muros que levantan
la cal y la saliva de la muerte;
más allá de las rocas donde embisten
con sus hocicos de espumosa hiedra
los caballos del mar, donde se hunde
el trono majestuoso de la noche,
alguien sueña
y la antigua nostalgia de un granado
lleno de ruiseñor le quema el pecho,
para que el ruido oscuro de una rosa
ate un río de pájaros al mundo
y una perdida música
cruzando el paraíso
que el amor arrasó con luz pesada,
descifre otro jardín, otro relámpago.

La corona desciende
como un imperio calcinado y bello
sobre la cabellera del que duerme
y la quemada piedra de la noche
vuelca sobre su río iluminado
una copa de brasas amarillas.

(�Tres poemas�)

ICI REPOSE MAX JACOB
1876-1944

En Ivry son nuevas las tumbas; nueva la distribución
de la muerte.
Nuevos los visitantes. Todo es nuevo en Ivry.
Los fusilados hacen lugar a Max Jacob;

�Caliéntate, Max. Eres un pobre judío
y tienes frío otra vez. Los caballos no te
acompañaron
ni las cornetas sonaron alegremente en tus
funerales�.

Un pájaro tiene el nombre de Ayer. a veces canta
para los fusilados de Ivry.
Nada reluce demasiado, pero todo es nuevo
como el ala de la mañana
cuando quema los bosques de la tierra.

¿Cómo será un cementerio desconocido,
una piedra color de abadía
en el cementerio de Ivry?
Los visitantes dicen los domingos:
�Aquí yace Max Jacob, el judío que veía al Señor�.
Y los parientes de los héroes desfilan como guerreros
con sus cartuchos de alhelíes que estallan sobre las
tumbas.
Conversan de las vidas de los muertos, rinden graves
honores
y conmemoran las batallas, las lluvias, las cosechas.
Tú te acurrucas, te hundes más en la tierra
para no molestar a tanta gloria y miedo.

Otras veces los caracoles son los visitantes.
Juegan despacio y no honran a nadie.
Saben demasiado para ocuparse de las piedras
preciosas,
de los adornos de hierro, de las otras almas.
Cuando canta el pájaro de Ayer
piensas en la Rue Ravignan,
en las canciones de Morven,
en tus grandes defectos, los poemas.

¡Ah Max! ¿Dónde están tus lamentos,
tus grotescas plegarias en Notre-Dame-de-Sion?
Nada de aquello sirve para esta tumba nueva
y debes esperar entre tu bella túnica de tierra.
Los otros están antes que la tristeza de tus ojos.
Sin embargo tú sabes que la Virgen ha reído con tu
extraño sombrero,
con tu cabeza sonrosada de asno malicioso;
tú sabes que Nuestra Señora ha recogido
la joya inmaculada de tu bautismo, y eso basta.
La Santa Virgen te conoce, Max, y ha preguntado
por su niño de Ivry.

Los visitantes del domingo vuelven.
En el día del señor no descansan;
no descansas sus almas atormentadas
por condecoraciones, himnos y folletines.
Se cuadran ante las palmas y hacen callar a los niños
que entre las tumbas ríen
enloquecidos con su juguete de domingo.

Piensan en grandes banderas subterráneas,
en la marcha de los héroes por el yeso y el cuarzo.
Hablan de un paraíso sepultado, del damasco de oro
que arde en el centro de la tierra
donde los muertos juegan vestidos de emperadores.
Ellos saben y hablan con voz grave
nombrando los elementos aéreos y sumergidos,
los clavos del silencio, el río de los metales,
las sales de tiniebla donde viven los muertos.

Un niño mira una mariposa y la sigue. Es tu tumba.
Lo detienen los hombres de la tarde
y con solemnes maneras lo reprenden:
�Deja en paz a Max Jacob; el judío
que vio la sonrisa del Señor y su manto celeste�.
Y luego restituyen el orden de las coronas confundidas
con el gesto severo de los héroes.

¿Cómo será un cementerio perdido
en el corazón de un poema?
¿Cómo será esa voz que me ha dicho
en la garganta oscura del agua de las tumbas:

�…Y héme aquí, yo, pobre judío viejo y estúpido
en medio de esa cohorte de cristianos
con alma de marfil!�.

Es la misa del frío en Saint-Benoit-sur-Loire.
Haces sonar la campanilla, ¡oh Buen Ladrón!.,
y la harina del día relumbra en los altares.
Las cuevas de la muerte son estrellas con leones
ardiendo
donde se quema el polvo de los Jueces.
Y tienes frío y tiemblas.
¡Cómo fulgura el carro de los ángeles, cómo brillan
las barbas de los santos, hermosas como lanzas!
El niño de Ivry tiene miedo.
�Ah, Max, qué tonto eres�, dice la Santa Virgen.

(�Tres poemas�)

LA CANCIÓN DEL MENDIGO

Vosotros que dormís en las bellas estatuas
Donde el sueño del mundo se detiene;
Vosotros -¡oh laurel, oh mármol elegido, oh
diadema del tiempo!-
Príncipes que recordáis los himnos inmortales
Y el idioma dorado en el mediodía de la columna
original;
Vosotros, coronados, ciegos de ojos gloriosos,
Tomad mi pobre corazón y adormecedlo
En vuestro eterno encanto.
Dulce es la sombra de las ortigas en verano
A la innoble alimaña que corre oscuramente
Entre las venerables losas de los vedados patios.
Dulce el crujido de las hojas antiguas
Bajo el pie del amante que regresa embellecido por
la muerte.
El mirlo de otro tiempo ha cantado en su laurel de
olvido
Y el bien de mi corazón ha sonreído con dulce miedo
Bajo los almendros florecidos.
Por el fulgor antiguo preguntaron mis labios
insensatos
Y se movieron las sagradas aguas
Y las rojas arenas azotaron los rostros milenarios.
¡Ah, pobre corazón, junco de oro tembloroso
Quebrado en las orillas que los dioses
Con justo pie pisaron y espuelas de hermosura!
Mirad, aquí está el hijo mudable, el herido incesante,
Castigado en el alba con el ocaso prometido,
Ávido, su tesoro de arena sus manos alza
Y derrama su muerte sobre la hermosa tierra.

¡Oh impasibles figuras de la ordenada piedra!
¡Cómo descansa la extraviada criatura del día
En vuestros gestos puros
Extendidos sobre el desierto de los hombres!
¡Ah, cómo adora el efímero hijo
Los magníficos mantos que ningún viento mece,
Las flores esculpidas en las guirnaldas reales!
Dichosos los que han muerto y en las arpas de piedra
Cantan por vuestras frías manos eternizados.
Es el mirlo de ayer, ¡Oh fábula de piedra,
Frente del tiempo! ¡Escucha!
Oye corazón mío otra vez la engañosa
Canción del aire leve y la equívoca flauta.
�¡Ah, si atravesada por ebrias saetas
Cayera entre la hierba de oro y de rocío
Y me mordieran los bellos
Dientes de los muchachos
Que en el verano corren desnudos entre las gacelas!
¡Ah, si tu dura mano, cazador, anudara
Tibia flor de granado
A la fuente dormida de mis cabellos
Y al despertar,
El canto de tu amor me nombrara en el mundo
Con encendida lengua!

Mírame. Mira con tus ojos de primavera.
Mira cómo mi pecho se agita de delicia
Si una rama de mirto lo azota suavemente.
Mira cómo se elevan por mis piernas las flores
Que piso, cómo crece
La sed de las raíces por mis tobillos puros.
Escucha cómo estallan en mis senos floridos
Los besos de la lluvia, ¡oh doncel del verano!�

Así cantaban junto a los laureles
Las ebrias juventudes.
Sueña otra vez, ¡oh desterrado!, sueña.

Ahora que la amorosa tórtola del otoño
Vuela por la colina
Y entre las anchas hojas que aires azules mueven
Vuelve la voz de los reales amantes abrasados.

Sueña otra vez y rememora
Tus días de joven dios ceñido de fulgor y laurel.
Y háblanos del secreto de mi dulce miseria.

�Rememoro tu noble adolescencia
Esculpida en los himnos por los ciegos ancianos
En el atardecer de las espadas.
Te llamo con ternura mi hermano miserable,
Te reconozco escarnecido hijo
De números eternos,
Te proclamo culebra nacida en lengua hermosa.

Te alabo como infame hoja de infame ortiga,
Como polvo de ortiga,
Como sombra de ortiga en los dedos de un dios.
Yo sé que tus palabras aún pesan demasiado
Porque brillantes fábulas oscuras
Velan la voz de los esclavos.
Pero te nombro y dejo
Que sin descanso tiendas tu sed inaplacable,
La raíz de tu lengua
Por oscura saliva alimentada, hacia el lejano resplandor
inmenso
De una inmortal belleza que fue �tuya�.

Los trabajos del año finalizan. Apacible
La vida es cuando el benigno fruto
Sus efímeras gracias nos ofrece
Y el corazón, en paz con la cosecha,
Ociosamente espera entre los justos.

Los mendigos contemplan desde lejos
Los bellos palacios de la infancia.
Canta el mirlo reciente en la arboleda
Y la arboleda ha muerto
En la canción de un mirlo de otro tiempo.

Ríe el amante cubierto de guirnaldas
Y nupciales fulgores
Y el amante está dormido en lejanísimos otoños
Bajo la luna lenta de las criptas.
Otro mendigo canta ya la canción de esta tarde
Bajo los puentes muertos que no veremos nunca
Y en otros ojos cae
La prodigiosa siembra del crepúsculo.

Vosotros que dormís en las bellas estatuas de párpados
sin noche
¡Oh príncipes, oh dioses!,
Salvadnos del castigo dichoso de admiraros.
Salvadnos del destierro que la belleza sin cesar inflige
A tanta devorada boca oscura.
Dejad mi corazón en esta sombra,
Y aquí, entre las ortigas y las piedras natales
Oscuramente, duerma junto a las ruinas quietas,
Bajo los grandes ojos pausados del olvido.

(�Cantos para el atardecer de una diosa�)

PEDRO DEL CASTILLO FUNDA MENDOZA

Dios te salve, Señora, garza de luna austral,
abanico de nieve sobre el valle de Guentala
y sobre el hierro y los caballos de hierro
y sobre nuestra sangre de hierro que se apaga
en estas tierras desoladas y puras.
¡Oh Madre, oh paloma crecida sobre la cordillera!
En este oscuro palomar te nombro.
Soy Pedro del Castillo y crucé el ancho mar
y crucé los desiertos
y arrastré las banderas de la ira y la piedad
para traer a esta oscura garganta del agua bajo los
altos montes
la Harina de tu vientre;
Yo, Pedro del Castillo,
en el nombre y servicio de tu Hijo, el Llegado,
pueblo y fundo estas provincias de Cuyo
barridas por el silencio de las piedras eternas
y el canto de los pájaros australes.
Levanto aquí la casa del hombre y se endurece
la cal de la mañana sobre las serranías.
Soy Pedro del Castillo, fundador bala y uva,
madera de la curz y ceniza del rancho.
Aquí fundo y reparto la tierra y estos indios
que son naturaleza. Verbo y dulcísima piel
y el pan reparto y estas claras hierbas de América
bajo el aire en que sube la Purísima Garza.

POEMA

Y yo no podría decir que aquello fuera así
o tal vez como un sueño,
como una vieja melodía junto al fuego apagado
que alguien recuerda antes de partir.
Pero vi que mi mano caía sobre el rostro de los hombres
y ya no relucía su rubí codicioso
ni era mi mano aquella, sino el miedo
de otros dedos manchados que no eran los míos
y me acercaban otras manos que tampoco
conocían las gracias de la vida.
Y todo se movía o creía estar en un camino hacia
los ángeles
y con temor amoroso de las jerarquías, ascendían
todos, despacio.

Sí, ellos también. Todo, todo se movía dichosamente.
Todo quiso decir: el hermano
y el amigo con su viejo sombrero de tiempo
y la casa con el pequeño llamador de hierro,
dulce para el perdido en la noche
entre las estrellas del jardín.

Y era saber cómo se enciende el fuego,
cómo se abre la puerta para el que sólo trae
lentas arcas de olvido.
Y era decir: Tú y yo, caminando por los viejos
mercados,
junto a las bestias sacrificadas y los frutos que arden
entre los pobres y los ricos
y la hermosa moneda de impiedad que los separa.

Y todo quería decir ofrecerme a esta vida
que me has dado estos ojos con que muero y te miro,
y herirte sin descanso
con la resplandeciente mordedura del hombre
perdido, repartido bajo nubes feroces.

Y sin embargo ascendía entre infiernos, cantando.

(�Cantos a la noche�)

SEÑORA EN UN JARDÍN

Te vi vestida como si vinieras
desde la oscura sombra.

En la errante ventana
mis ojos retenían el aire, las plumas que caían.

Miraba las dos caras del mar y de la tierra
y la de aquella sombra que llamamos luna.

Te vi vestida como si llegaras
con un ramo de agua y sin olvido,
como si desnudaras con tu paso
la fría piel del sol cuando es de noche.

Y la memoria me pregunta siempre.
Y yo repito a la brillante arena;
La vi vestida como si viniera
desde otra oscura sombra,
sí,
vestida por dentro.

(Inédito)

VALS DEL ADIOS

A Thelma Fernández Burzaco

Un día todo empezará a cubrirse con el último pájaro;
caerá lentamente como la tarde unida y desnuda
que, tal vez sonriendo, detrás de las barandas,
las glicinas,
esperamos despacio para el río dormido.

Movida por el aire tu mano se habrá abierto
en la celeste sombra del verano.
Y guardaré las hojas que caen de tu mirada
como un extraño avaro que sonríe
por el ensueño acompañado.

Estarás ya, alejándose inmóvil
hacia el tiempo perdido
en el banco de piedra donde el último aromo
resplandece,
sola entre tus vestidos de ayer,
anocheciendo.
Un día todo dirá que hemos partido.
Todo.

(Inédito)