VILLANUEVA, HÉCTOR
A UNA VASIJA CHIBCHA

De tierra y sol te hicieron. Tierra y agua
y sol elementales donde duerme
la eternidad. A imagen de la raza,
seca y dura, dos manos te copiaron
pacientes como el duelo de los siglos.
Manos de hombre te hicieron. Sólo manos
y sueños, sólo sueños que convierten
el lodo en dioses y en aladas gracias
los celestes demonios del amor.
Sólo manos te hicieron. Manos de hombre.
Tal vez de un hombre, un hombre como todos,
menesteroso ante el secreto empuje
del infinito desolado. Un hombre:
numen ardiendo de diamante y llanto
adonde viaja y sufre el universo.
Y estás aquí, rodeada de ti misma,
cansada de universo, como el cielo
simple y herido en todo lo sensible.
Y mi emoción padece en tu misterio.
Saberte eterna hace brotar mi elogio.
La eternidad es tu belleza oscura.

CANCIONES PARA MI HIJA

Mi hija es la mejor rama de la estación en el bosque
de mis contradicciones;
se pasea por el equilibrio de una rosa, tiene la súbita
costumbre del abismo;
a veces se escucha en ella el rumor de inmemorables
razas apagadas
que afilaban sus cuchillos en las piedras de la llanura
o hundían su piel en el sol buscando los filtros del
coraje.
Ella es la última y la primera de esta familia atenta al
espejismo.
No quiero que mi hija se averg�ence de mí porque
escribo versos;
por eso me mezclo a los pescadores de arenques entre
las aguas verdes,
a los tahúres del bosque que acosan las dulces formas
del paraíso,
e inundan de pólvora el rostro de las fuentes,
a los aventureros que mercan el alcohol la política y
el tabaco
con las verdades del hombre.

Pero le oculto
que riego con el aroma de una flor desconocida
los cráneos donde quise sembrar un día mi grandeza,
que por las noches enciendo las antorchas prohibidas
en lo alto de mis terrazas
para guiar la muchedumbre de los apestados,
que bebo el vino que deja el recuerdo de los muertos
para llorar por mis hermanos los sueños desaparecidos.

CÁNTICOS DE RUTH

Desde mi noche, oh Ruth, van a atarte mis llamas
Escucha entre tus templos ese tumulto de oro
del viento en que te sigo y tú al mirar inflamas.
Oye de mi deseo el címbalo sonoro.

Mujer, ya mis guerreros te rinden sus laureles,
mis mastines se entregan a tus plantas y gimen;
como incienso, mis sueños estallantes de mieles,
quemé en mis soledades sin que ellos te lastimen.

Te pido sólo el polvo donde apoyas tus muertos.
¡Ven! desde tus columnas contempla arder mis gritos.
¡Oh grandiosa! El orgullo de tus imperios yertos
secó mi raza criando tus pájaros malditos.

De viento en viento escucho los lamentos pasados;
es una noche llena de muertos esta gloria;
ya apenas si alimento despojos olvidados
y hago arena las cosas que toco en mi memoria.

Te llamo. Voy cruzando laberintos de rosas,
crepúsculos atroces, torreones derruidos:
sólo risas en llamas brotan sobre las losas
y gusanos que roen impasibles olvidos.

¡Oh, canto mío, ofrécele tus esclavos sangrantes!
Carne, diosa del sol, implórale el sosiego;
soledad derrotada, tus gestos delirantes,
veo andar tras los siglos repitiendo tu ruego.

Ya estás sobre el altar, oh Ruth, humildemente;
una luna virtuosa te crece por los senos;
los rituales del fuego van orlando tu frente
y la sangre sagrada nutre los odres llenos.

¡No diosa, no! Mujer tan sólo te reclamo,
tu sombra en los pantanos aunque el aire te crea;
porque pises el mundo te doy todo lo que amo:
mis vientos encendidos, la rosa de la idea.

Si a la emoción del mármol te eleva la hermosura,
aunque el sol a mi alma le robe tus encantos
de pie, sobre las ruinas que olvidas en tu altura,
esperaré que mire tu nieve mis quebrantos.

Y si buscas mis ciénagas que alucinan extrañas
corolas como lunas de aroma cristalino,
allí estaré cuidando mi cortejo de arañas
en un calmo y lejano desdén de mi destino.

Acá están mis torturas, me hiere la grandeza;
llevo en mi flanco fija su lanza de diamante:
donde siembro mi sangre revive la belleza
y su vino me embriaga de Dios para que cante.

Asalto las murallas; tan sólo una azucena
robo de tus dulzuras, y el cielo despedaza
mi libertad, que luego se oxida en la cadena
donde sufrieron todos los fuertes de mi raza.

Vuelve al espacio helado el clarín de otras horas.
Pasión, antorcha vívida, caricia del infierno;
vendaval de los huesos donde la noche implora
resurgiendo a través del desencanto eterno.

Más allá, tras de ti mi ansia muerde y desea;
con tu cuerpo en mi sed la creación es mía;
contigo por ciudades de mármol cruel pasea
el fulgor fatigado de mi sabiduría.

Yo escalo las almenas, cruzo el puente encendido,
lucho con lo infinito, y un alto bronce estalla
y dice -asco y miseria- que mi fuego perdido
es una flor de cieno sangrando en la batalla;

por que no vive en ellas el sublime momento
en que los astros cedan al misterio ideal
del corazón triunfante, que unido al pensamiento,
en la contemplación de todo es inmortal.

Qué inútil es entonces tu amor, maravillosa.
De cielo y tierra muere y se nutre mi agonía.
¿Qué haré sin ti con esta contradictoria rosa
de mi vida ofreciendo su pura idolatría?

Amor, babas sublimes, excelsitudes vanas,
tormentas de destinos que un torrente desliza;
amantes confundidos en ardientes mañanas
donde el hastío da corolas de ceniza.

Mujer, si a tu humildad se entregan los imperios,
y no te alcanzo, deja que en tus encantos muera:
extranjera que sabes de todos los misterios,
extranjera en mi vida, para siempre extranjera.

Te puse junto al éxtasis que con lo eterno corre:
forjé tu nitidez que humilla las estrellas;
te encarcelé en la íntima sombra de mi torre
porque creí divina la forma en que destellas.

¡Oh Dios, herida oscura donde mi vida fluye!
Sólo en esos espasmos donde la tierra canta
de amor, pude tocarte; y ahora me destruye
la inmensidad de verte que mi pecho levanta.

De jugar con las llamas ya perdí la costumbre;
olvidé hasta los astros que los triunfos dirigen.
¡Qué vano es el impulso de entregarse a la cumbre
cuando el centro del mundo nos llama del origen!

Todo crepita, estalla, en humo se sustenta.
Que otra generación más fuerte reconstruya
esta urbe disuelta que mi llanto alimenta
y esa gloria absoluta que otra vida haga suya.

Mi corazón no tiene más oros y los días
buscan, para beber, ardiendo, otros panales;
con las hijas del duelo yacen mis alegrías
debajo de los siglos que pasan siempre iguales.

¡Huid jardines todos de donde ella camina!
¡Que no triunfe en las rosas su engañosa mirada!
Ya mi alma se disuelve como un aroma en ruinas
Oh Ruth maravillosa, oh Ruth la inalcanzada.

(“Libro de los nombres perdidos”, 1946 -Premio Municipal de Poesía-)

DE LA BELLEZA

Esta belleza inaprensible y vaga
que busca el corazón para alimento
del alma de rodillas, la presiento
sobre mi soledad como una llaga;
porque su aroma de oro, aunque propaga
el fervor de los astros por el viento,
ciega la torre de mi pensamiento
como una llama que la noche apaga.

Ella invade la dulce criatura
de la contemplación, que alucinada,
celebra en gracia su presencia pura.

Mas la llamo y se va; la busco y huye
dentro de mi dolor, donde, callada,
la eternidad hacia el olvido fluye.

EL PESCADOR

¿Qué pesca el pescador en el trasmundo
de ese mar temerario y sin orillas
cuando anegas las tenues maravillas
de sus hilos de tiempo en lo profundo?

El pez y el pescador van por el mundo
esquivos en amores y rencillas;
mas, cuando el mar se pone de rodillas,
el pez se da, sonriente o iracundo.

Furtivo el pez elude la aventura
por el espacio lacerado y cae
de mares de oro a redes de ventura.

Así lucha la vida con la Vida
y el gentil pescador al fin extrae
la corola del alma, redimida.

ELEGÍA EL 20 DE JULIO DE 1969

Mágica celebrante de las sombras,
sigues tu claro ciclo, sin fatiga
hechizada por mares y por tierras.
Aunque al fin se vertió en tu esfera helada,
con el pie del pecado, nuestra siembra
de finitud: la voz humana,
su incansable tarea de dolor.
Pero esta noche tuya, audaz, presiento
que siempre existirá quien te contemple
ávido en las tensiones de una lágrima,
puro de soledad en tu radiante
misterio nuevo aún. Por vez primera
sueño contaminado por la muerte.

(�Hueso y piel�, inédito)

EN ALGÚN LUGAR DEL MUNDO

Mi casa se halla junto al mar entre las fauces de los
acantilados.
Allí es hermoso abismar el cuerpo en las espumas
y embriagarse con la nostalgia de los pecadores
que enmallan el atardecer con sus salobres mercancías.
Pero quiero tener mi casa en la montaña
donde el celo de los alcatraces no llegue a mis heridas
y no escuche los nervios de los peces enmarañados en
el recuerdo.

Mi casa se halla en la llanura.
Los caminos se cruzan en sus muros
con un rumor de seres desangrándose en el canto de
las piedras;
cuando hace frío caliento mi soledad con el aliento
de las grandes bestias: la vigilia y el desengaño.
Pero quiero tener mi casa entre la salva
donde razas extrañas me convoquen en los claros de
luna a sus conjuros,
donde el cotidiano llamado de la muerte sólo me haga
pensar en la vida.

Mi casa está en una ciudad confusa.
Todos los corazones que la habitan laten en mi
insomnio;
todos los deseos; las dos cartas de todas las pasiones,
el vicio y la locura aman las sábanas de mi lecho;
y pareciera que me siento bien entre los hombres
aunque en cada sonrisa oiga un grito de bestia
acorralada que codicia mi techo.
Pero quiero tener mi casa en el desierto
donde los rebeldes acuden para comer migajas de
soledad,
donde los filtros de la verdad y la pureza
engendran prodigiosos delirios y acariciantes aventuras.

Mi casa se halla al pie de las colinas.
De noche gozo acariciando las caderas de la tierra,
soy feliz persiguiendo las alimañas
que germinan en la paciencia de la tierra.
Pero quiero tener mi casa entre los lagos
para tajar con mi hacha la sinfonía de los bosques
y sonreír ante la huella de los plantígrados
pensando en la vida que acosa por años su presa
para vivir.
No sé siquiera donde plantar mi casa.
Sin embargo hay un lugar en alguna parte de otros
años
donde pude vivir feliz
sin escuchar la erosión del tiempo por mis huesos.

HAMLET

El ritmo de una gota, la sombra apenas
de un pájaro insinuado en el follaje
bastan. Y el universo se conmueve
en tensiones opuestas; te paseas
-Príncipe, triste afirmación del método-
preguntando; y tener y no tener,
desdén y amor, destrucción y júbilo
hielan tu frente errática, estéril
surco del miedo germinando en duda.

Mas no es así. Hay días como discos
de luz compacta, coherentes causas
de memorables júbilos que crean
el pan, el agua clara, los robustos
azules de la verdad, el cielo cierto.

Deja la calavera, cierra el libro;
ama, deja la piel de la ironía.
La inteligencia, flecha rota, cae
en un vacío innúmero. Oye el coro
de la acción soñadora: esa es la vida.

Por una indecisión naufraga el mundo.

LA IGLESIA ABANDONADA

Ya veo entre las frondas amarillas los muros
de la iglesia en despojo; en los fosos oscuros
solloza un sueño en el hueco que una tumba ilumina;
restos de cruces muertas aún coronan la ruina
entre los aires viejos, sobre la piedra santa.

Alta, la tarde gira y en el cielo se pierde.
La Iglesia contra el sol deja un reflejo verde
vagando en el silencio sombrío. Este reposo
de placidez se enciende con la antigua hermosura
del bosque; el alma engendra un son y su dulzura
mira la tierra en calma con un desdén glorioso.

En el azul, erguida, aún gobierna la torre.
¡Oh pensamiento inmune frente al tiempo que corre!
El frontispicio alado descarna una leyenda
de doliente obediencia que en el alma se hunde;
dice: Initium sapientia timor domini y funde
el pensar y el espíritu en ardorosa ofrenda.

¡Alma, penetra al fin estos sacros umbrales!
¡Elévate, abandona tus formas terrenales!
Claro edificio enhiesto sobre un joyel de llamas,
estela triunfadora, palacio de oro, gloria
de otra vida perfecta de la que eres memoria
apenas en el fuego de gracia que proclamas.

¡Sabiduría, suma hermosura, templo estable,
deja que en estas piedras la eternidad te hable!
¡Eternidad! Presagio que tu reino sostienes
contra las ansias vanas, contra las agrias dudas;
lacerado por ti llego a estas torres mudas
y un laurel despreciable se cae de mis sienes.

¡Sol, sol, oye qué forma te ansían mis cadenas!
Señor, qué rumores de gracia en tus colmenas
escucho. Deja mi alma en tu ser, deja mis manos
que con mi boca trágica se apaguen en tus fuentes;
deja mis ojos falsos de lágrimas sonrientes
que te encuentren, eterno, tras estos signos vanos.

Vengo del bosque oscuro de prometidos goces
perdido en un diverso laberinto de voces.
Que esta hoguera de mieles que mi pecho castiga
repose en ti, que todos mis caminos encantas;
que todas mis vigilias se duerman a tus plantas
y de manto de esclavo te sirva mi fatiga.

¡Oh río indescifrable que me resuena dentro
del pecho, averiguando vanamente su centro!
¿Qué soy? ¿Qué busco ahora? Piedra en un viento
ardido,
grito helado en la noche, soledad pavorosa.
Sobre todos mis muertos esta iglesia reposa
y oigo en los hipogeos sus máscaras de olvido.

¿Qué dice este silencio dilatado en la bruma?
¿Busca que en tu latido mi vida se consuma?
Comprendo que estoy solo en mitad del espanto,
que el arte —la esperanza inmortal- es una brizna;
que el amor, cielo espléndido, el deseo lo tizna,
que la inquietud es niebla si no se salva en canto.

Avanza, antorcha vívida; ciega, inmortal, los días;
desborden en las piedras todas mis armonías
y si la tierra inundan no he de morir entonces.
¡Salvadme melodías! ¡Me corroe el abismo
del olvido impasible! Que vibre mi egoísmo
deteniendo los tiempos con cantos como bronces.

Inútiles vehemencias. Aquí, sobre esta ruina,
un recuerdo de ruegos vagamente camina;
mutilados anhelos que ofrecieron su llaga
al altar, encontraron el rumbo de la aurora.
La rebelde poesía crepita, triunfadora,
pero un soplo en la noche sus páginas apaga.

Lo que el saber no alcanza en vigilias ardidas
ya sé que hay que lograrlo con las manos unidas.
Alma culta, en tus huertos irrumpieron zarzales,
tus euritmias exactas fracasan frente al cielo.
La perfección no existe. Repudia ese desvelo.
Vuelve. Serán tu paz las gracias inmortales.

Pero, ¿esta luz, no es luz? ¿me engaño en esta fiesta
donde un goce de flautas conmueve la floresta?
La belleza desnuda, las jóvenes, las risas,
las formas jubilosas que tanto hemos amado,
son humo, son ceniza, son sólo un eco alado,
dejos de imperceptibles desdenes en las brisas?

Todo asciende, destella y en polvorosa danza
huye mi juventud sin esencia y alcanza
esa serenidad que es sangre de las horas.
Solsticio del espíritu. Miro desde esta cumbre,
en ruinas gigantescas lo que fue mi costumbre
de bordar en el fuego cadencias triunfadoras.

Alma, escucha las ruinas, fueron lo que tú fuiste;
como en ti la esperanza, la hiedra se resiste
en los muros; insectos minuciosos caminan
por las hierbas que el viento de la tarde enfebrece;
rompe el cielo su gloria, un sol rendido crece;
los hierros del crepúsculo mi abandono iluminan.

¡Cómo yacen los muertos en la paz de la tarde!
La soledad sahuma su memoria que arde
únicamente en mí, porque oigo la grandeza
del Verbo que nos lleva a los perennes huertos.
¡Oíd, oíd mi vida, mis delicados muertos!
Ya beberé también vuestra bella tristeza.

¡No! ¡No! ¡Nunca! ¡De pie! ¡A las eras futuras
alzo una torre inmensa con mis llamas más puras!
Centellea en su altura lo que es bello o augusto:
el talón de los héroes, la máquina creadora
que taladra en los besos, la bóveda sonora
que hinchen las profetas con su alarido adusto.

el ¡ay! de las rupturas maternas, por las trágicas
dulzuras del deseo empotrado en las mágicas
causas del universo, las lóbregas cavernas
que revienta el océano, la hermosura cautiva
del cincel que levanta o el hacha que derriba;
vidas que amó mi vida serán conmigo eternas.

Alma, ¿no amas el templo donde habitas, que huyes
libre, como un cendal de oro, y lo destruye?
Está bien. Yo devoro lo que amo. Y en los hombros
llevo, entre otros orgullos, girones de mi abismo
y vivo entre la acción, la rosa, el cataclismo,
como un gigante hastiado que cantase entre escombros.

Sed de inmortalidad, pobre hiena gloriosa;
hiena, carcoma impía que roe y no reposa;
luz perversa que engastas tu cáncer en las frentes
radiante, ¿qué cinceles te graban en mi empuje
que todo lo que invoco con mi esperanza cruje,
y mi alma sólo abriga puñados de serpientes?

Oh, Pablo, apóstol trágico, tu palabra de roca
como un vivo rescoldo me taladra la boca.
Tu letra alumbra en mí huracanes apagados;
ya no me queda nada y en tu sabiduría
dejo que un sol distinto en mi alma se sonría.
Mis únicos adornos se miden en pecados.

¡No pasar! ¡Ser durable! Oh razón encendida
del alma universal donde gira la vida;
sí, sí, rosa eterna, mi oración es reproche;
ser al fin uno mismo el instante supremo.
Sin embargo estoy triste, sin embargo me quemo;
mientras la iglesia sola se sepulta en la noche.

(“La iglesia abandonada”, 1950)

LA INUNDACIÓN

Contra los muros de la casa el río ha movido su guerra
y la creciente puso en fuga las estrellas. Ah las
lluvias, ah la pertinaz histeria de las lluvias.

Los asnos del talonero huyeron con grupas de ceniza.
La rata husmea entre brumosos camastros en viaje.
Recuerdo unos ancianos cargados con colchones y
aluminios, mujeres
por el malecón llevando jaulas con pájaros verdes,
maderas y resacas plagando la ribera que fue del
arcoiris.

Y en la chapaleante flotación transmundos de papeles
alucinadas alacenas y botellas, residuos de oraciones
o aromas de suicidio. Y el solemne pasar de los
ahogados.

Nadad algas entre añosas fotografías. Nadad detritus
de pescados y almanaques. Nadad macerados vientres
de niños como lunas naciendo en la corriente. Ah las
lluvias. Ah la pestilente soledad de las lluvias.
Y a lo lejos el chillar de las gaviotas en los vaciaderos.

Después se encendieron hogueras de harapos
y betunes y en la fiebre se entonó la melopea
de los ausentes entre los huesos del temporal.

Y el fuego
se movía tímidamente como esperando un vino nuevo
que vendría en el alba.

(�En algún lugar del mundo�, 1966)

LA LUZ HA MUERTO

La luz ha muerto. ¡Oh belleza, quién te ha de crear
ahora!
La luz ha muerto. Ha muerto la virgen
predilecta de las diosas lejanas
melancólicamente deshojando la deslumbrante pasión
que movían sus sienes
sobre las quietas campanas, las lentas lloviznas, el frío.
Con hermosura ha muerto la luz, sin mirar en ruinas
sus dulces aureolas,
sin ver el llanto de las gracias remotas y vencidas,
mientras gozaban, conmoviendo el vasto aire sin
espíritu,
la nueva sombra de los tiempos muertos, las huestes
del olvido.

Algunos ángeles vieron su vaga despedida.
Tenía su radiante rostro descarnado y andaba, solitaria,
oscilando sus efímeras llamas por una llanura sedienta.
De nuevo las jornadas del luto suscitaron
los antiguos imperios perseguidos por la soledad y el
frío
y la melancolía florece otra vez en las distancias
tranquilas.

Escuchemos las lejanas profecías de oro: “Serán humo
las naciones”.
Humo de castigo, generaciones en ceniza, tesoros
desfallecientes;
han muerto las estrellas en esbelta fuga enceguecida,
los días que mecían sus leves carros de diamante
para apoyarlos en el asombro embelesado de las
mañanas
y regresar con sus caballos a los polvorientos graneros
de la tarde.
Las mocedades del alba oraban en los altares de la luz,
las tardes la despedían en las tímidas costas de la noche,
pero continuamente sin desdicha, acariciando sus arpas
de gratitud.
Y ahora el color es hermano del espanto,
porque la luz, que enloquecía con su maravilla el aire
lleva un sudario corroído donde nacen las nieblas
y la maldición, bajando sobre la hermosura,
le ha quemado los ojos de ciervo distraído entre el
follaje.

Sigilosamente la belleza mendiga busca,
busca entre los despojos de los astros funestos,
disueltos sobre la máscara de los desesperados
para hallar sus ángeles inmortales tejidos en dulce
ceniza
Alientos de oscuridad. La luz ha muerto.
Ríos de miedo desbordaron sobre llanuras opulentas
que miraron desde antaño el desvelo de los varones
sin goce
rudamente inclinados a sus generosos mandatos.
La luz ha muerto, oh amantes. ¿Para qué las miradas?
¿Para qué los paraísos musitados que la alucinación
procura?

Oh contradictorios gozadores del día,
apagad vuestros besos porque la luz ha muerto.
Ya no tendréis sus diademas para envolver con delicias
vuestros brazos.
ya no veréis los países de dicha de las nubes hermosas.
Jardines suspendidos de alas. ¿Qué haréis con la luz
muerta?
¿En qué vientos buscaréis sus suaves espadas rendidas?
En vano invocar sus haces para las fiestas del mundo,
sólo mostrará llanuras delirantes, comarcas de
espejismos
donde el silencio alza en despojos sus torres apagadas
cubiertas con un cielo funesto que acaricia en su luto
los edenes prohibidos.

Y ahora. ¿Qué bronces aguardarán el vuelo de las
primaveras
cuando las adolescentes vistan las guirnaldas del amor
gloriosamente encadenadas a una fiebre esplendorosa?
Acaso ¿No llegaba la luz para decir: estrella, rosa,
mujer,
o mostrar lejanas ciudades de mármol encendidas en
el iris de los otoños,
y ahora nos enseña las fortunas de la sombra, la
escarcha?

Armonioso fue su triste destino. Ella
recogió en hosannas al mundo del Origen en la
invocación primera,
y en las albas, entre los pájaros dulcemente transidos
de rocío,
levantaba suavísima el ala de los arcoiris
o recibía la caricia de las lejanas tardes
que murmuraban melodiosas entre las láminas doradas
del éter.
Feliz vivía mirando el insondable río de la vida por el
mundo
y moviendo su candelabro de cuatro metales
encendidos,
protegía sus diosas pausadamente detenidas en la
tierra
Sólo tanta vida pudo amparar tal muerte.
Por eso fue la más dura despedida
su cenicienta marcha por lo alto del cielo acongojado.
Y ahora, en el viento de los sepulcros arde la piedad
marchita.

Por eso, clamad elegías desastrosas sobre la penuria.
Porque, oh desconsolados ¡Qué sordo olvido
de agradecimiento habéis tenido con la luz!
Dinastías moribundas, antaño atareadas de
luminosidad,
abandonadas al duelo y la duda que las convocan desde
el abismo;
templos transparentes con bellas invasiones de oro
rendidos a la sombra. Pálidas avenidas de cielo
donde en su juventud, la polvareda de los astros,
festejaba llameante la derrota del frío.
Manojo de filacterias estridentes, ruedas del sol oh
diosa destruida.
Es el indecible terror. La luz ha muerto.
Oh almas inefables del olvido instantáneo
¿Quién proteje ahora la alegría desmenuzada sobre los
jacintos azules?
Con amargura la bondad ha dejado su cirio
bajo una lluvia atrozmente oscura
en una comarca de destierro donde claman las hijas
del canto.

Por esa heredad pavorosa de los espacios sin mirada
¡Qué resucitado goce sería la luz en retorno!
¡Qué delirios compondrían entonces sus anillos
entrelazándose en tierno juego con las almas!
¡Cómo sus desvaídas islas de diamante
se ataviarían con los cárieles de la primavera!
Ah si la luz viviese y reposara en nuestros inútiles
ojos,
si nos besara el corazón con su cauce de azucenas,
si el corazón nos cruzara con sus dardos de felicidad.
¡Qué frenesí giraría entonces en las novedosas órbitas
astrales!
Oh gozar interminablemente todas las estrellas un
instante;
pero ¿cómo esperar la resucitada, cómo?
si la muerte sella sus túmulos para siempre
en el centro infinito de las eras de soledad sin memoria.

Ahora la luz ha muerto. Apenas la ternura
huyó para mostrar los andrajos del sueño,
los inútiles laberintos que en el espacio oscilan,
los países de la felicidad que el sollozo festeja.

* Nació en 1918.

LA PUERTA

La puerta se abre sobre la colina al pie de la tormenta.
Detrás, por todos los umbrales del espacio,
el fragor universal espolvorea sus círculos
buenos para dar paso a la procesión de las culebras,
buenos para amparar el número de los rebeldes.
Es el arco desde donde trotaron los cuatro caballeros
entre el aroma de los pecados
para arrastrar los hombres densos de cruces y cadenas
en cuyos días y cuyas noches
fermenta el oro de Seboín y las ciénagas de Sodoma.

Es necesario que una ley de frutos nuevos circule por
las veredas del mundo,
y una inmarcesible energía se extienda sobre las
abstracciones del hombre y sus altares.
Llamas para festejar al mundo. Llamas
donde yace un ángel rebelde que prefiere a los justos;
llamas para envolver palomas en un susurro copiado a
la sombra de la felicidad,
legendarias llamas donde se tuercen los cráneos de los
vencidos.
Los crepúsculos van a morir de sed
a la orilla de las arenas en llamas;
llamas desde la historia del caos debatiéndose
para edificar el silencio universal,
llamas como guerreros de un mundo desaparecido
sobre la pura indiferencia de lo perfecto.
Sobre el clamor sagrado de las llamas, tal una rosa
súbitamente convertida en un desierto.
Y nada oiremos tanto como el orgullo
que arrastra su vinagre de soledad por la huella de los
escorpiones.

Invoquemos las llamas
para los que marcan la carne con el número de la
sonrisa.
Concitemos esos herederos de volcán
para arrasar los ríos erizados de lenguas de la envidia.
Atlánticos y Pacíficos asociados al fuego.
Y luego el castigo como un monstruo que sale de
grutas milenarias.
Llamas.
Convoquemos sus hordas para las mentidas bodas del
cielo y de la tierra.
Abramos, entonces, la puerta del Infierno,
desboquemos el fragor universal de las llamas,
y sobre el sudario de los que sufren
traslucirá como una fuente celeste la armonía.

Ah, el enorme bosque de fuego poblado de castigos
y los oráculos con su rosa abierta al llanto de los
hombres,
y las cosmogonías de los números insondables,
de los que creen en el infinito Dos o en el misterioso
Tres
a la sombra de libros color de palabras desgarradas.
Todo lo veremos perderse en esas playas,
la voz de los peregrinos de todos los desiertos de la
tierra,
aquellos que sienten el pan como su propio nombre
o el amor, cuyas vocales inflaman las selvas del cielo,
como una cima coronada de ortigas.

Todo bajará a las llamas. El vendedor de talismanes
que farfulla tentadoras frases del otro lado del placer
con un idioma perfumado. El que acaricia con ramas
de laurel
los signos de la historia,
el que arroja su corazón al osario de las estaciones,
el que pone la mentira como amarga cáscara en el vino
de la primavera.
el que renuncia a creer porque oye el reino de la
muerte.
Llamas en la saliva de los simulados apóstoles,
llamas veloces desde mil leguas torciendo los juncos
ficticios y los excesos de sabiduría.
Súbitamente sus oleadas
sobre la impostura del mercado de periodistas
y la feria al mejor postor de las palabras,
y la manzana hueca de los políticos y los poderes
donde el hombre se aniquila entre la historia y el
porvenir.

Como una rosa se balancea el oro de la bolsa
porque advienen las espadas vivaces entre las ráfagas
de los cementerios.
¡Estoy cansado de tanta libertad y tantas tumbas!

Llamas.
Hagamos tabla rasa de este mundo que ya sabe que
no es inmortal.
Instalemos hogueras para la injuria
invoquemos las llamas para los naipes del bien y del
mal.
Ah, que bien sus medusas sobre el rostro verde de la
calumnia,
los hijos del éxito y los concubinatos entre la hipocresía
la adulación y el miedo.
Con qué fruición oiremos el alud de las llamas,
la orquestación de sus banderas descendiendo
por la negra colina que abriga los cobardes,
la rebelión de las llamas sobre las frentes sin sal de la
inteligencia pura.
Y convoquemos al poeta al pie de la tormenta.
Su sempiterma brújula entre los hombres,
excelso a través de todas las humillaciones
no intercesor, ni alzando su corona entre derrotados
plintos,
sino hombre, el que alienta las grandes antorchas,
el que juega a las constelaciones con el abismo,
el que regresa siempre en la acerada marca del poema
y echa abajo las puertas del infierno
con el nacimiento de la belleza.

LA SIRENA

Siempre escucho tu canto
abismo que acechas con inmóvil demencia
mis insaciados granos de felicidad.
Escucho el torbellino de tu comarca prometida
royendo las cadenas que me condenan
al pan y al agua de estas monótonas páginas de vivir.
Hace mil años yo he dormido contigo
en la fiebre del paraíso perdido
y doblé mi frente del paraíso perdido
y doblé mi frente en tu caverna de músicas.
Por eso estoy maldito para siempre
sin paz, sin osadía, sin grandeza,
en el lúcido horror de tu llamado.

Sólo sé que he nacido
para asomar mis labios a la vena más dulce de la tierra
donde ocultas tu cántico.
¡Tu canto! como esas heridas que desmorona en los
tristes
el enigma de una mujer hermosa;
fárrago delicado, miel vivaz que asalta la tragedia,
canta,
canta sirena, vierte en mi oído tu inasible promesa,
canta monstruo de oro en tu isla de ocio y desvarío,
nárrame esa leyenda de mi dicha futura
que no beberé nunca.

(Así se muere un hombre
con una armazón de víboras en el alma;
así se muere un hombre
enloquecido de tentación hasta el retorno de sus días;
así se muere un hombre
como yo me muero ansiando la belleza infernal del
universo.)

Todos tenemos una pregunta que contestar un día
al destino, tahúr de nuestras venas;
cuando la blasfemia de mi corazón pague esa deuda
mostraré tu dañino horizonte,
mostraré tu llamado
hechizo, mujer, milagro,
alimento de ortigas para mi ansia terrena.

ODA AL VIENTO PAMPERO

Siento su olor a lo lejos, un aliento granítico
hostigando el cielo y la llanura, cabecean los cardos
entre el aroma de los potros que arrastran las enormes
antorchas
de las nubes. Oigo sus embrujados órganos
abriendo la borrasca. Viento
de los caciques confederados tatuando el espacio
con espumas volcánicas. Viento que dispersa el rostro
neolítico del mapa, patriarca de celeste trompeta en
cuyas barbas
se engarzan los abrojos. Viento que hace levantar las
frentes
hacia la libertad.

Me detengo a esperarlo.
Lo presiento a la orilla de los horizontes
derivando del rojo al azul, de la vida al dolor
derivando.
Corona el cielo con un alcohol que deshoja mariposas
o barre la meseta hechizada de fosforescencias. Es mi
viento.
Es mi viento de entrañadas resonancias. Desde hace
siglos
acosa mis señales, mi casa, con una fatalidad
de laceradas, solitarias bocas.
¡Quien sabe donde nace! La herencia
del sudoeste lame la cordillera produciendo
un son de siglos muertos que reviven
para nuevos combates. Su memoria taladra
la axila geosinclinal del cañadón buscando el agua
imán,
el sortilegio de desaparecidas tribus. ¡Quien sabe
donde nace!
hesitación, pedrisco, mordeduras, prontos a ser
toros que persigue la alucinación del eclipse.

Pero allá va desbrozando galaxias. desconocidos
túmulos,
almas de antiguos mares. Parece
que el mundo le naciera del pecho
y solo se entiende con cosas inmortales.
¡Qué hermoso es mirarle sus músculos dorados
de titán patricio! ¡Qué hermoso es oirlo, distendido,
cuando la lluvia despliega sus impulsos de génesis
entre la furia de los azufres,
cuando reparte su sangre por la tierra
como manadas de hirvientes ciervos,
y los bosques que fueron bestias, las primaveras de cal,
las fósiles salazones,
desnudan su escondrijo milenario
y los pájaros y los hombres
buscan la soledad para dejarse morir roídos por sus
garras.
Zumba una agria locura sideral en sus talones.
Se nutre con la sangre de las yeguas preñadas por los
equinoccios
o bebe en la yugular de la pampa
anhídridos que arrastra al otro lado del tiempo.
Después canta.
Narra la argenta fábula del país, la historia
del primer potro montado por un indio, el trazo
de la punta lítica impulsando estremecidos ojos de
guanaco,
el primer sacrificio que enjuagó la tierra sin árboles;
y su mensaje repuebla el desierto.

Hablo del viento hermano. Hablo del viento humano.
Viento de los varones callados y deseosos.
Quien ama sus alas está hecho para el infinito.
¡Ah, verlo venir como un gigante redentor golpeando
contra el vacío!
de la piedra a la piedra fulgurando,
entre el llano y el llano embalsamando voces y
suspensos,
entre los ríos y ríos de cometa azul desvenado a girones.
Penetra las estaciones para tallar estirpes nuevas
o atraviesa el negro ungueno de las ciudades
borrando las neurosis de los submundos,
lavando las pútridas letras, los muros de pecado, los
basurales.
Así el pampero pasa y su garganta resuena de mandatos.
¡Profeta! Ráfaga virginal.
Viento de los magnos anuncios. Detrás de su victoria
la pureza abre los arcos del paraíso. Viene
un mundo de mieles larvales y esperanzas. Luego
extrae
de la cantera nocturna la arcilla para labrar su
sepulcro
y allá se va a morir
con un hermoso país en sus espaldas
entre las llamas más puras del mar.

PAÍS

Mi país está lleno de pájaros. Aquí mis antepasados
donde descubrían sal clavaban una lanza.
En ella ataban un tigre y olían el horizonte desde
donde podía venir la guerra.

Mi país son los vientos confederados.
Me gusta mezclarme a los arreadores de ganado y que
a mi regreso mi mujer se sienta atraída por mi olor
a sudor melancólico.

Mi país es la mordedura de lacre del verano, los pumas
gramíneos que bajan del otoño y las lluvias y la
brisa sobre los cardos de hierro de la primavera.

Aquí mi hija levanta un mástil para guiar sus
generaciones
en el zumbar de la soledad mientras ensilla una yegua
blanca mordiendo una hoja de eucalipto.

El plenario de mi país discute en su corazón y ella
alza la boca para mirar la barahunda de las grandes
nubes.

PROMETEO

Seguro en mi destino,
condenado al cárdeno sacerdocio de la hoguera,
merodeo la cumbre donde el fuego agita su torbellino
de transmundo
que cauteriza las noches y los días.
Mi vida sólo se inscribe en la embriaguez
de someter su estirpe.

Asedio sus acuchillados flancos, absurdo
reclamo ante la hechicería de sus baluartes
que se subliman en mi pensamiento.
El fuego me promete el terror de los poderes
aunque de todo impulso humano se nutren sus
calcinaciones.

Lo enfrento. Acoso sus embrujados atalayas;
abato su conflagración a golpes de alma;
fuego opuesto al fuego,
embestida en llamas contra un bloque de incendio.
A veces me oculto en sus desfiladeros,
me hundo en los cubiles de su templo,
huelo el sebo quemado de los sacrificios
y los dioses impíos son mis cómplices.
Acudo al fuego. Indago su víscera rebelde
y me muestra mi vida como una secuencia lapidada
en granito.
Mi coraje para el amor y mi desprecio por el azar
se leen en el filón de su inficcionado aliento
y cuando la brea nocturna caldea mis hombros,
ciego ante sus torres,
siento el desprecio del rescoldo que pronuncia mi
nombre.

Pero sigo exiliado en el mundo
para nombrar mensajes nuevos
que en el fuego están buscando su forma.

Por mi calidad volcánica
él sabe más de mi que yo de su alucinada ventura,

Porque nutre su médula con elementos de mis
contradicciones;
si arde, un trasluz de mi amistad
surca su estéril índole;
muerto, esquirlas de su epopeya germinan en mis
despojos.

¡Ah, las virtuosas hogueras sobre los humores de la
piedra!
Cuando secuestre sus oráculos creadores
contendré los ritmos, incontaminado
atravesaré su cuerpo generador de toda ley.
Porque el peligro anida en las tensiones de mi arco
y la sustancia de mi sueño
está hecha de alarma
redención y polvo.

El destino es un error que fluye hacia la historia
y en el semen del fuego
se sublima la pleamar de las cosas inmortales.

Hombre,
tendón pegado al rechinar de la impotencia,
nada hay tan libre como una llama que deviene
espacio;
vivaz, determina en el cielo su victorioso tatuaje;
agónica deja un tributo de alquitrán sobre las tumbas.
Porque no hay piedad para los que han luchado;
sus restos son la locura, los páramos del miedo.

Estoy dispuesto a todo,
acometo a hueso partido la obsesión de las piedras
caldeadas y prohibidas;
sólo aspiro a una antorcha
para orientar la lepra de los mortales
que desde el origen larva su ponzoña dorada,
sólo quiero un tizón
con que cubrir los polos de sus almas,
sus antípodas conmociones;
aunque fuera una brasa,
miñón de volcán, líquido estaño enhiesto
para enfilar hacia las islas de la ventura
el mediocre terror humano.

Ah, pero nadie responde
¿Debo aún inscribirme en los capítulos de más
inmolaciones?
¿Miraré transcurrir la insomne turba de los condenados
sin alzar mis escudos?
Mi norma es arder;
en el itinerario del fuego inicio mi rebelión
porque la conflagración está en el tuétano de todo
credo
y sólo pronuncio estos desgarramientos
para los que noche a noche
ofician como yo en la vigilia de la entrega y el riesgo.

Quiero copar el universo
beber el mundo, su enajenado acíbar
hecho de sagrada pulpa de temblor y espanto.
Hombre transido por las constelaciones
está pronta la rebelión.

Pero ya veo llegar las águilas.

RUINAS DE PACHACAMAC

Arde, ciudad sagrada, implorando junto al sol del
Pacífico,
reclinada al pie de las arenas susurrantes;
soledad devastada, duerme.
sueña frente al mar el desierto y los cielos,
sueña en tus derrotadas potestades de otrora.
Hoy sólo un vendaval de olvido, piedra a piedra,
implacable disuelve tus endechas veloces hacia el mar.

Unos hombres, ha tiempo, prodigiosos de amor bajo
el esfuerzo,
alzaron tu belleza egoísta y dichosa como un dios
en la región donde van a morir las aves exiliadas.
Despaciosos, cedieron a la noche tus vesánicas aras,
tus templos
que huelen a doncellas descatadas e intactas,
tus cubiles que agrupan, nauseabundos,
la gloria de esos dioses bronceado artificio
en cuyas palmas ardían las llamas de todas las
violencias.

Pachamac, urbe sagrada, mansión del Inca opuesta
al mar.
Yo toqué tus murallas. Con mis ávidas uñas
hurgué en los hipogeos donde muertos de hiel y de
corteza
sonríen como flores de asco.
Yo crucé tus arenas jadeantes,
la escalinata ansiosa de asaltar la belleza del mar,
y hundido en el silencio
revuelto de alaridos de víctimas que aún braman
como dioses talados por vírgenes impuras,
escuché el huracán, los salmos arrojados al sol con un
canto de guerra
con un collar de huesos y un talismán de plumas,
con esa protesta damarga que es el alma del hombre
gozando ese castigo de descifrar sus días sobre el
mundo.

Harapos de música y olvido, comarca que el rayo ha
tiempo abandonara,
muros cansados de medir infinitos y vientos,
sepulcros con vasijas y amuletos.
Porque debajo de tus colinas de arcilla duermen
aluviones de muertos con un rumor de luces
melancólicas.

Porque ¿qué es el ara chorreante de agonías,
el salmo de la luna y el ritual de la llama,
los pilones vencidos que otrora sustentaron la corona
del templo,
sino la sed del hombre
de dejar la pujanza de su alma
erguida frente al tiempo como un arco de fuego que
engendrase la aurora?
Eso es el hombre: nebuloso tesoro de miserias con vino
de infinito.

¡Suena, resuena oh dulce locura del Pacífico!
Murmura tu pereza en los andrajos de la piedra.
¡tantos muertos te escuchan…! ¡tantos muertos!
Aquellos hechiceros ya no invocan
sus designios entre sacrificados cuerpos,
ni el oblicuo alfarero
gira su piedra acechando la belleza inmortal.
Canta tu despreciada melopea. Ya nadie
responderá en la altura de las locas terrazas
con el cuerpo de barro
iniciando a los verdes guerreros hacia el sol.

En mi alma, sin embargo, refulgió tentadora,
Pachacamac, tu seca melodía como un pánico
espléndido,
cuando incliné en el polvo de los desfiladeros
mi sombra alucinada
y anduve solitario, como una cumbre de oro,
como un mensaje extraño en tu hechizo abandonado,
desangrado ante el mar, el desierto y los cielos.

(�Oro de América� 1968 — Premio Fondo Nacional de las Artes-)