VINCIGUERRA, LIDIA
BUSCO UN LÁPIZ QUE PRIVE LA MUERTE

Busco un lápiz que prive la muerte
escribo el testamento
y mientras tanto y brusca puesta de sol
envejezco.

Cambio la piel. Veo las llagas.
La piel nueva en combate usurpa
por estar algo pálida
por no sentir que siento,
porque hubo amanecido mientras estuve dormida
como un búho despierto en la ciudad de la luna.

Tuve temblor.
Incesto con la vida. Orgasmo con el dolor.
He sido indiferente al augurio,
a la garra de la confidencia,
a la inercia con que sellé mis deberes.
Tuve temblor en el mar de los edipos.
Tuve mi puerto. Sí.
Para arribar con la solitaria misión de la piedra
la cordura arañada por el exilio
a la hora del poema,
y hubo que recoger mi cuerpo animal
pardo de distracción,
donde la marea forma sus racimos de sal
y hubo que desertar
de un manto de ojos dispuestos a emerger del veneno
para conquistar el reloj enterrado en la arena caliente
que se tragó un destino
como si le doliera tictaquear.

Tuve mi puerto.
Donde anclar mi esclavitud
donde profetizar el engaño.
Hundir el silencio para darle de comer a los peces
flotar la espalda enmohecida de endebles desembarcos.

Tuve lástima.
De nacer.
De lanzarme por piedad
a las leyes que protegen la penúltima sombra.
De espiar a los suicidas
en el límite de mis plumas.
Tuve pena.
De morir.
De privarme de duplicar el primer canto de grillos,
sobornar el caudal de mi garganta para el perdón.
Heredar el escalofrío
y contra la misma reja apestar la indignación.
Llega la noche,
pierdo el control de mi navío
aunque un tropel de manos timonea la imagen, muerta,
de aquellos ojos que aún permanecen
irremediablemente vivos.

Tuve la cadencia de la duda
y como una discípula que dialoga con la tiniebla
la crueldad de un intérprete
y el angosto camino para asomarme al reproche.

Tuve la certeza
punzando el alimento de mis hojas
—memorioso destino en procura del inconsciente—.

Tuve la esperanza
esa esfera del deseo que me pertenece con furia (aún).

Tuve mi silencio.
Todo lo que fue.
Tuve la jerarquía del fondo de una tumba sin cadáver
los insectos adheridos a la piel
la tristeza fresca. El pecho vacío.
La prohibición del homenaje al intruso: yo misma.

II

La casa cruje.
Ella percibe un sueño.
Seco.
Ha oído crujir la sequedad. La acechanza de una baba nocturna
irrumpe sobre los pisos de la casa. Deja una marca sinuosa hasta
perderse en zócalos.
Ella pregunta
con un desbordamiento de nitidez
pregunta dónde adhiere lo que repta,
en qué fragmento se pudren los cimientos,
qué socavado espacio anida ratas.
Ella pregunta para matarlas.
Aceitar maderas. Limpiar ferocidades.
Descuajar sobre la casa.
Para salvarse.

II

He llorado hasta cansarme todas las edades.
Debo decir que no se llora siempre de la misma forma.
Antes, antes que antes y después de las lágrimas
quedaba un remanso en el aire,
una sublevación esparcida, un grito desgarrado
un color de fuego hondo pero tan hondo
que el corazón parecía abandonarme.

Las formas del llanto adquieren precisión a la distancia.
Una voluntad de juventud puede cancelar la derrota de los años.

Y entonces el llanto, las ganas de llorar, trasmutan,
alcanzan otros reinos para la desdicha
otro lujo para las penas.

Las lágrimas no deben derrocharse.
Ni siquiera ganar la sequedad.
El silencio es suficiente aliado aunque extrañamente confuso
y grave para el zarpazo que antecede el correr de una lágrima.
Habrá magnificencia de soledad. Y frío. Mucho frío.
Y habrá muertos que nos miren hasta dejar de ser mirados.
Habrá lluvias. Copiosas lluvias.
Y habrá amores que se han soltado de nuestros brazos.
Es grave, de una gravedad extrema el cuerpo del dolor
que antecede a una lágrima.
Entonces lloro con misericordia.

Entonces, me veo en esa paloma hinchada
que deshace migas de un pan envejecido
que ronda, que sube y baja hasta el lecho sagrado de las lluvias.

Con ojos y boca de paloma me veo
cuando anticipa el ojo una lágrima. Y el corazón partido.
No se hiere la distancia eternamente obscura que discurre
entre el llanto y la apariencia
ni cuando es día ni cuando asoma la ingrávida palabra.

II

Un tajo, Madre,
es un horizonte partido entre el ojo y la ceguera
es justamente lo que se impone
a la gravedad.
Y el laúd, aullante y desdichado
desprovisto de frágiles ceremonias
por donde apenas se miran las almas
entre sus cuerdas
sangra.

Tengo la infinita sospecha, Madre,
que mientras tanto
cercado de piedad como las espinas
el laúd
apaciguado y mal dolido,
sangra.

III

Un renacimiento de luz
deja sus marcas en indulgencias vacilantes
y todo vuelve a suceder.
Extensiones apenas visibles del esmero de una araña
dibuja hilos que caen imantados desde el techo.
Ella mira y se le escapan las manos.
(Sustituir un delgado hilo que ocupa ese espacio
por el ojo que aplica sus leyes,
alcanza el mensaje.
Amplifica la naturalidad con que la araña agoniza.)
El espacio legitima su dimensión inicial.
La araña muere.
Ella cambia de sitio
y el ojo redimensiona la tapa de un libro de Clarice Lispector.
En tiempo de traiciones estéticas
la memoria activa páginas que identifican
otros orígenes.

IV

Y sucede que mira por encima del asombro.
(Retiene la tentativa del ojo bajo la fatiga de las apariciones)
Son acaso formas, objetos, vulgaridades:
ocupan un espacio despejado en su propia mirada.
Tiempo cruzado por señales. Empuña lejanía de muebles
heredados o adquiridos.
(El ojo paraliza su destino de Abubilla
y hacia adentro deja orillas funerarias)
Ella ni siquiera presiente el salto materno.
El útero dividido. El éxodo de un verano devorado por el vacío,
el otro, nombrado por la siembra.
Así el afuera. Desvelado y definitivo.
Así la casa graba sus tribulaciones y
huérfana de sanguíneas mitades
pulsa su indolencia.

LA CASA

Ha oído rumiar la casa delante de las paredes.
En cuartos apartados
las esquirlas.
En horas vacías ha oído lentitud de pasos
en escaleras que se extienden como cipreses
y la cadencia que precede al sueño.
Las lámparas bastan y son débiles,
el cuerpo se acompasa en penumbra
parece más frágil. Y aun más hundido al silencio
y hasta solapado cuando la furia del desorden se afloja,
se encaja en sus sitios, se cubre de envases.
Y no es extraño. No es ajena la casa
con su cuerpo ensanchado en su derecho a rumiar.
A descuajar sobre otro cuerpo.
Es justo rumiar. Aprender un monólogo de rendijas
nunca antes tratadas con altivez.
Minúsculas hendiduras se defienden apenas de remaches
de tentativas hostiles y de restauraciones irritantes
pero cuidado, nadie sabe que crecen retoños
sobre huecos apenas reconocibles.
Es justo rumiar. Es justo crujir nudos
para que algo estremezca.

LAS MUJERES DE FREUD

En este domingo reseco y frío
la casa (otra vez la casa) se deshace
contra el silencioso espejo de las mujeres de Freud.
Esas mujeres de pleón juraron que excepto la vida
todo se ha vuelto insoportable,
abrazan un trozo de luz amplio, agudo,
abrazan una brisa creciente, un vegetal
el apagamiento del misterio de una noche honda,
y esas mujeres de pleón
también se sobresaltan, se oprimen
y ya es suficiente para morir acaso en la boca de un lirio reseco.
Ahora, que he perdido la voz
como un halcón deshago el cuerpo de ese lirio muerto
obstinado en plegar perfume de abetos a mi cuello. Ahora
que los patios menguan de pájaros
y de lunas extendidas en licores crujientes
quizás comience yo a trenzar la oscuridad.
Nada me parece más triste que un adiós entero,
nada más perverso en plena oscuridad, en plena luz,
en el pleno bullicio de un blanco y tortuoso amor
nada menos cierto que los amores se turban lirios,
se maltrechan se opacan se contraen.
Ahora sé, que de greda y de sales
deviene la soledad de las mujeres de Freud.
Son corales como un adiós piadoso
y siempre siempre
insisten en alcanzarle grosellas a la pena.
inédito, 2007

MONÓLOGO DE UNA LÁGRIMA

Lloro.
Lloro la soledad.
Acompasar esta inercia de lágrimas ante un robusto cachorro
que apenas demuestra pequeña, su futura ferocidad. Pero lloro.
Lloro cuando deja la orina y el ladrido en el privilegio del silencio, en el arrogante desayuno que me reservo
como quien define su propio rostro en el espejo,
y la propiedad de la sombra o dejar el encono
o la sospecha de la amargura
sobre una almohada de plumas negras, irredentas.

Lloro al pobrecito quebrado por el paco.
A la niña vendedora de flores viejas, su cuerpecito de virgen
entre lujurias de noche abandonada en Corrientes y Florida.
Pero más lloro porque lloro.
Porque lloré a mamá cuando quebró su cadera,
cuando Dios o sus ángeles —porque eran de ella los dioses y los ángeles, los fantasmas y los infiernos de las tres de la mañana—
resistieron su andar esbelto y se volvió endeble y precaria,
primitiva en el dolor,
lenta, de una lentitud insobornable
que maltrata adentro, muy adentro,
más adentro que el aullido de cachorro con hambre.
Lloro la soledad.
Lloro con la soledad.

Lloro por la sed. Lloro el desarraigo de madre,
el cajón de madera, las flores migrando de perfumes,
los pañuelos arrugados en el bolso, la cruz innecesaria
denostando a Otro muerto.
El final, las cenizas arrojadas por otras manos
de otros desdichados.
Lloro el regreso sin ella.

Oh madre, hubo que seguir el camino, abrir la puerta, mirar el vacío de tu silla, desarmar tu cama, tirar lo innecesario, un atadito con las ropas y leer tu agenda, tus oraciones a las vírgenes, tus páginas señaladas en libros y fotos testigo hasta que el recuerdo estalle en lágrimas madre. Y la piedad.

PARECÍAN PALABRAS AHOGADAS

Parecían palabras ahogadas.
En silencio.
Parecían ahogarse con ellas los aniversarios
la Ciencia los libros los textos amados.
Un atisbo de miedo.
Una gota de fecundidad.
El húmedo sacrificio de Perseo
sobre Florencia.

Los ojos parecían también ahogarse
y el árbol que los mira
y digo
es tan difícil
tan sutil el verde en silencio
tan impacientemente vacío de verdes
que desborda una fina raíz
hasta quebrarse
en la indigna turbación de la sequedad.

Pero las palabras callan
se quiebran, reprochan, fundan.
Las palabras se desatan de cordones
amarillos
las palabras dominan
cubren espejos con su aliento o mejor dicho
con las fatigas de un dios cercado por hogueras

y nunca
nunca dejarán de pronunciarse.

También los oídos parecían ahogarse
En silencio. Y el laúd
el laúd
y digo
es tan difícil verlo
lo han cubierto con un delicado paño de penumbras
es tan incomprensible,
acaso un silencio feroz un hueso tapado un roble severo
acaso, digo
no saben cómo sangra una cuerda rota
en mitad del día.

Olvidé decir. Olvidé decirte Madre
le harán un tajo. Le harán un tajo
temprano
seco
a las cuerdas del laúd.

V

Ella mira la casa, estira el brazo
y pinta una hoja de acacia sobre el musgo de aquella pared
cargada de significados.
Las paredes de intemperie
rara vez reciben miradas detenidas en sus frentes.
Han de cifrar espacios de piedra
cuando se vuelven eternamente voluptuosas
e impresionistas.
(Lo contrario las desmorona)
A lo largo de los años las paredes alcanzan perpetuidad de
grises
y esbozos de memoria.
Ningún exceso de lluvias presiente oscuridades
o acaso insoportables sumisiones.
(La casa está en pie. Ella alguna vez
se sintió niña en esa casa)

VI

(Si alargara su brazo mi madre
en este instante.
Si pudiera salir de la irreverente raigambre que la cubre
para llegar a este cuerpo de huérfana.
Si de algún modo ese pecho nacido para mí
calmara la medida de mis bordes secos
hebras de sangre que se niegan a sucumbir en cicatrices
desnudas.
Si apareciera para tocarme el dolor
para creer acaso que no duele tanto.
Si alcanzara su brazo mi madre
y mi padre
y los padres de mis padres,
no invocaría la desdichada estela de muerte.
Ni a esta soledad de cigarras
que asola su regular resistencia
sobre siete cartas a punto de escritura (coronadas de noche)
potencia de cuenco
cerrado a la plegaria.
Siete cartas escribo en el cuerpo
del desasosiego.
Escribo siete cartas: son palabras inacabadas
y me intimo a desclavar la piedad.
La piedad
péndulo del madero.)

VII

Ella se sintió niña alguna vez
en alguna casa.
Alcanzaba ciruelos marginados de soles
la felicidad tenía ojos azules.
Basta decir ciruelos y el cielo de Benavídez
roza sabores en labios de niña,
merodea jugos la pequeña extensión de un árbol
bien plantado bien crecido
merodea jugos entre moldes de piedra y goces de ciudad.
(Siempre habrá una casa.
Y un Cristo colgado en alguna parte.)
En plena oscuridad.
En plena luz, incluso
puede vérselo resumido
bajo la debilidad de una vara de jazmines.
Siempre habrá una casa.
Y habrá un Cristo colgado en alguna parte. Siempre.