ARÁOZ ANZOÁTEGUI, RAÚL
A LUBICZ MILOSZ

“Oh señorío umbroso de los antepasados…”

Milosz

Entre un coro de tilos silbadores
te sorprendió el otoño que venía,
como un gamo, tras libre correría,
estremecido el belfo de colores.

Entonces eran por los corredores
minuciosos tu paso y tu alegría,
y tu niñez hallaba todavía
un olor de caobas y de flores.

Recuerdo, guardabosque de tu infancia,
la luz de aquel país inhabitable
golpeando los balcones de tu estancia.

Pues tumba en el destierro fue tu lecho;
pero ahora, por fin, inexorable,
la muerte sola te golpea el pecho.

(Buenos Aires, 1947)
(“Otros poemas”, recopilación incluida en �Poemas hasta aquí�, 1945-1955)

A TIERRA Y CANTO

�Pedid a los dioses, ¡oh labradores!, ve-
ranos lluviosos e inviernos apacibles�.

VIRGILIO

Siempre, cuando nos vienen las lluvias del verano
creciendo por los árboles,
escuchamos correr en la alta noche
un río interminable.

Bajo la noche blanca, mi corazón espera
en este valle, madurando;
trepando con las nubes las maderas del cielo,
iluminando campanarios.
Porque aquí voy haciendo la casa, los recuerdos,
voy haciendo en el aire, con mis manos.

Aquí todos entramos por mi puerta
y la guitarra ardiendo;
llegamos por el hombre
hasta los huesos.

De aquí también salimos
hacia mi perro
saltando pajonales transparentes;
y hacia el caballo ciego,
carpiendo sus tinieblas,
definitivamente, ahora, tendido en el crepúsculo.

Hacia lo que comienza
a golpearnos la vida
en todo el pecho.

Aquí aprenderemos a olvidar la corola
del otoño,
si la tarde detiene sus luces giratorias;
y como un alga de humo
que se agranda,
aguantamos la embestida violenta
de las plagas.

Oh volver otra vez a comentar,
a recibir el sol desierto en las espaldas
y llevártelo a cuestas.

Rodeados vamos de rocío
y de su lágrima celeste, casi humana:
desde su aroma
subimos por las plantas;
defendemos aquí la asombrada y purpúrea
flor de los tabacales a fuerza de milagros;
golpeamos los bejucos trepadores;
mientras asciende el año
paso a paso,
hierro a hierro
y Dios a Dios.

Día a día
me miro
en el tabaco,
buscando mi dolor definitivo.

(Limache, Salta, 1952)

COMO TODOS LOS DÍAS

Amor, ah vuelves a tocar mi puerta.
Como todos los días de la vida
entra tu eternidad,
y me traes, aquí, con tu alegría,
tus párpados, que pienso,
donde el otoño deja
en nuestra madurez, intacta su ternura.

No aquel viento lejano entre las hojas que andaban,
sueltas,
como un ladrón bajo los árboles;
sino esta transparencia, solar, mediterránea,
a plena luz de junio.

En este mediodía de silenciosas horas y altas,
puedo decirte amor, sediento,
y mirarte a los ojos. Y conmover tus ojos,
todavía.
Aquí olvido la lluvia, su golpe de granizo
en este limpio otoño,
sí, que nos une para siempre
o nos separa.

Pero no importa casi,
la intemperie del día, sus caídas de sol,
mientras huya la nube por el cielo.

Y mientras salga, por mis pies,
de cada eternidad,
y vuelva.

con mi esqueleto diurno,
a acariciar tu pelo, tus manos de lavar,
y así, a todas mis cosas de posar la vida, y de quererla.

(Salta, 1956)

CON ESTAS LLUVIAS, ÚLTIMAS…

Con estas lluvias, últimas,
me voy quedando solo;
sin más misericordia que esta tarde
tan próxima
a mi desnuda frente.

Su atmósfera
ya lúcida
no es el secreto de tus amados ojos,
ni las palabras extinguidas, inmóviles,
bajo un cielo tan puro
que agota nuestra dicha.

Ah, qué frágil la memoria
si desbordásemos el límite
de esas aguas,
que bajan de tus lágrimas
con el goce del sueño,
o solicitadas por el duro castigo
de la pasión y el deseo.

Pero este aire visible,
este vuelo de pájaros
que se detiene
a mi lado,
no son míos, totalmente,
sino nuestros.

Mi soledad comparte, sólo contigo,
lo que fuera de mí
nos abandona en el tiempo.

CONVERSACIONES CON MI PADRE

Duro es el día,
este gozo del sol
entre las rocas sedientas
de vida.

Duro, más duro aún
este comienzo
cuando para volver a ti
no me sostiene
otro recuerdo
que no sea el tuyo;
ya es solo una esperanza.

¿O nos estamos yendo,
juntos,
por esas calles que el otoño
destruye?
¿Por estas ruinas
donde reposa el tiempo?
Porque tú
existirás mientras yo dure
o permanezca,
mientras el peso de tu nombre
siga girando
entre nosotros.

Pero luego, ¿habrá alguien
que conozca tu gesto,
tus maneras,
que únicamente se entienden
sin que los diga nadie?

Cuántas veces salí
por los caminos,
sin haberme separado demasiado.
Cuántas veces sabía
que algo más fuerte
-no desde lo hondo de mi sangre
sino de tu propio espíritu-
me tendría a tu lado
para siempre.

Pues vi lo que querías mostrarme,
y era cierto.
(Como que nunca me habrías dicho
una mentira,
sino no hubieses tenido que salvarme
del dolor o la amargura).

Sé que hace algunos años,
detenidos ambos al borde
del abismo,
en un viaje cualquiera,
pudimos caer
como un derrumbe súbito.

Es que no era
el destino
todavía,
la disolución y el fuego.

No era, no, este alto mediodía
que se atreve;
¿hasta dónde su luz
es verdadera,
si no estás hoy para mirarla.

Vuelve, entonces, tu rostro
tapado en los espejos
de la noche,
los pasos que escuchamos
nuevamente
al crujido de tu puerta,
en ese mito que mi madre
hasta su muerte,
tejía con tu ausencia.

CREZCO DESDE TU EDAD

Poema a Marcela

Crezco desde tu edad,
en tu hueso,
en los lápices que quiebras, con tu izquierda.

Y crezco
ahora,
si entras con el otoño, a verme,
crezco con más luz que este otoño,
y con más piel que el agua casi verde
que se lleva los campos de la orilla.

Vamos contigo, por tus ojos;
desde la veta insomne a la herrería
y desde el corazón
al hombre
que de nuevo, llega tarde,
a ver el mundo.

Volvemos juntos a la casa,
y a sus fardos espesos.
Aquí quedó el abuelo, muerto,
cuando tus amigos todavía
andaban por mi ser oscuro, a tientas,
en tu madre.

Te escuchaba venir, así,
desde la tierra que debíamos hoyar
al borde de su humedad, de tal manera,
para alojar la planta.

Tenemos que decir las cosas por su nombre
para que no envejezcan.

Y yo, con los lugares que a diario
toco y miro,
despreocupadamente, eterno,
ordenándolo todo, impotente y sin memoria.

Sobre las mismas horas y los días,
estamos,
con mugidos, rasguños y sol tierno;
atravesados
por tu rayo puro,
y por tu infancia que me vuelve
a recorrer la médula.

(Salta, 1954)

DESDE EL CORAZÓN DE LA NOCHE

Hemos vuelto contigo
otra vez hacia el norte.

He ceñido mi brazo a tu cintura,
escuchando el rumor de la ensenada profunda de
la noche.

Porque tiene tu piel el color de la luna sobre el valle.
Y como un vino oscuro
de enmohecidos odres,
bebo el aire nocturno.

Porque allí, arriba,
tiemblan las estrellas
dibujando una red sumergida en el cielo.
(Acaso soy un pescador sonámbulo bajo la azulada
niebla).

¿Me recordáis montañas —tal vez me recordáis-
deambulando en la luz submarina y callada
que golpeaba mis ojos
en la noche desierta de la infancia?

Cuando llegaba el río del verano
con sus pasos perdidos.
Cuando la nube en los velados ventisqueros
emergían ante el cálido estupor de los bosques
antiguos.

Cuando todo el silencio alrededor, era un ramaje negro
o una campana muda
que movía,
quizá en mi corazón, sus manos taciturnas.

En medio de una noche como ésta, comencé a buscarte.
Pero entonces te amaba sin recuerdos;
sin la colina turbia ni la garganta desgastada del estío;
sobre un paisaje muerto.

Te amaba entre las ruinas de la noche
Como a una hoja amarilla
llevada por el viento hasta la puerta
de la noche infinita.
Para ello retornábamos más allá del asombro,
aún antes de la vida.

Luego la luz fue trabajando la forma de los árboles,
el aroma perfecto de la rosa y el temblor de la espiga,
hasta que nos hallamos y nos reconocimos
de pie, en el sexto día,
en la casa construida por la mano del hombre,
en el olor espeso de la tierra después de las
primeras lluvias.

Así pudimos conocer los años,
con sus inevitables jardines desvalidos, sus cortezas
vetustas;
el brillo opaco y vacilante
hundido en los desvanes en penumbra;
el alcanfor y la caoba, ciegos;
los largos tapizados ahogando los sonidos.
Así fuimos llegando
hasta nosotros mismos.
Otras veces subía la mañana con sus huertos en flor,
simplemente enseñándonos que habíamos venido
de la tierra,
como el fuego y el agua
y la madera.

Que fueron necesarios la ortiga y el insecto,
los gritos que morían en las riberas de oro, los
olvidados nombres,
¡ah, para que gozáramos nosotros,
en este preciso sosiego de la noche!

(Río Blanco, Salta verano de 1949)

DESDE LA SELVA

Los bueyes de la tarde recorren los caminos
mientras viene la brisa tendiéndose en el verde del
estío.
Y mi cuerpo se llena de rumores, y aquí en la selva
canto
para los grandes árboles juntadores de pájaros.

¿Hasta cuándo mis ojos podrán mirarte, oh tierra?
¿Los cedros y los hombres vivirán conmigo, tal vez,
junto a las eternas
costumbres primitivas y al laborar obrero,
bajo el violento clima del trópico sediento?

Pues sólo desde el campo, desde el linde en que nacen
las comarcas del fruto,
ha de nutrirse la libertad perfecta del futuro.
Entonces, ya, ¿qué viejas espesuras caerán en mis
pupilas
en un hondo color de despedidas?

Porque el musgo que cubre las cortezas nos habla de
crepúsculos muertos,
y nosotros nos sentimos iguales a la rosa y al labriego;
iguales en las mismas soledades señaladas de frondas
y de sendas,
y en esos mismos cielos ilustrados de estrellas.
¿Qué noches llegarán hasta mi vida?
¿Qué espigas sufrirán con las flechas del sol en
mediodía?

Hoy todo me pregunta del largo aprendizaje del
verano,
de los helechos simples y el indio solitario.
Hoy todo me pregunta. Ahora que la tarde sobre el
oeste tiene
la tristeza de siempre,
y crece lentamente desde el paisaje azul
un racimo de nubes dorándose en la luz.

(Tartagal, Salta, noviembre de 1943)

DESVALIDO DE TODO…

Desvalido de todo
lo que a nuestro paso
queda,
he buscado en tus ojos
la lámpara
que diera, verdad
a mi existencia.

Hasta ahora
he vivido,
con todo lo que tengo;
con estas ganas
puestas en las cosas,
como quien
no las quiere.

Sin darnos cuenta
habitamos
el mundo,
su contagioso laberinto
de luces,
su materia bullente.

Sobrevivimos
a la fuerza desconocida
de la dicha,
al amargo desvelo
de no quedarse
nunca
en el sueño vacío
de las horas que pasan.

Sólo te pienso
para mirarnos hacia adentro,
hasta el último resquicio
del amor.

(Hay tanta
certidumbre
en tu destino incierto).

EL TIEMPO QUE PASA POR AFUERA

Poema a Alexandra

En este valle, vivo;
la frágil sombra
del invierno.
Y miro a pleno cielo
huido de las lluvias
donde el amor, sí continúa en el aire
de la tierra vencida.

Hay días
en que más vale olvidarse de las cosas.
Pero existen los otros
luminosos,
en que basta ser hombre;
en que basta saber que no estoy solo
para gastar a fondo una ternura
que acaso me traiciona.

En tus ojos que se abren ya a la dicha,
vuelvo de ti,
de tus imágenes que nunca se repiten;
vuelvo de ti
andando por los campos,
por esta luz gozosa que golpea
mi rostro.

Así vendrán mañana a nuestra puerta
los ladridos, la siesta del domingo;
de seguro entrarán
los amigos dejándonos un poco
de tierra en las baldosas;
y encontrarás aquí,
detenido
detrás de los vitrales de la calle,
al tiempo que pasa
por afuera.

(Salta, 1961)

ELEGÍA A LA MADRE

Vuelvo a nuestra casa
por última vez,
vuelvo. Casa ya sin nosotros,
sin nadie.
Estas habitaciones
vacías,
amortiguan el eco
de tanto silencio que escuchamos.

Tu mano cierra esa persiana
de hierro, descolorida,
al fuego lento de la siesta
en el patio.

(Más allá del jardín, al fondo,
la banda de música
ensaya
la retreta del domingo
tras los muros de una cárcel).

Quizás no te pienso
entre las sombras,
sino más bien a la piedad delirante
del sol,
de tus años más fuertes que los seres
que aún perviven
y nos aman.

Porque nunca tuviste la bondad
de los débiles,
siento tu corazón
todavía,
y tus dedos entraman
la vida que nos queda por delante.
(Cuánta faena justa
para tu sola voluntad,
que los ruidos familiares
confundían,
de modo que casi no se oyera).

Todo recuerdo que de ti
rememoro,
sostiene los días
que pasan sin remedio;
Por eso no te pido ni gracia
ni perdón.

(�Pasar la vida�, 1961-1974)

EPÍSTOLA EN VIAJE PARA EL HIJO

Antonino Francisco

�Allí donde los abuelos palidecen empie-
zan las muchedumbres de los dioses�.

PAUL VALÉRY

Avanzo desde el centro
de la tierra
respirando el aire que conmigo llevo;
el aire de tus manos,
de tus pequeños párpados que aún tienen la sombra
del olvido.

No hace mucho, el amor
los rescató a la luz de aquellas hojas
oscuras y brillantes
que rozan nuestro techo.

Tu intimidad
tan tuya y mía,
señala aquí,
la fecha del origen.
Tu intimidad
que tanto yo conozco
en esta tarde,
junto a las palomas color tormenta
de la Plaza Roja;
rodeado por las voces del padre
con sus propios hijos,
cuando el sol cae con la misma indolencia
con que miro pasar algunas veces
el recuerdo.

Y ahora con tu peso al hombro,
voy,
con mis frágiles huesos
diseminados,
en un lugar de América;
con nuestra eternidad de muertos,
de incontenibles ríos.
Pero es también la tierra
el sitio del corazón;
este que traigo bajo mi camisa
que acumula, de a ratos,
la intemperie y el tiempo.

Anteayer, en la noche que cruzamos,
cerca del Cáucaso
he vuelto a ver montañas azuladas;
y había campesinos
que nos hablaban de sus antepasados,
con un vaso de vino
echándoles raíces hasta el alma.

Y luego, con el cielo
por las calles del lunes
-el día universal de enterrar sus cadáveres
a cara descubierta-,
recorrían la aldea
con su exigua manera de atravesar la vida.

Con este modo
que igual nosotros vamos aprendiendo
de llorar, de estar alegres,
de sentir
nuevamente contigo
el fatigado cuerpo de las cosas,
y cargar con nuestros dioses para siempre.

(Moscú, 1959)

ESTE CANTO DE AMOR

Como siempre el otoño nos iba penetrando
y la tarde caía desde sus grandes ráfagas.
Y era la tierra, entonces, una aldea olorosa.

Pero atrás han quedado las torres provincianas
y el valle del aroma.

Porque el amor, ahora, es esto
que aprendí sin nombrarte.
Oh, todo lo que fuimos diciendo
sin decirnos.

No es necesario, no, buscar la primavera solamente,
ni todas esas cosas que tú, bien sabes, amo;
esta nube espesa
flotando como un tronco por el río;
nuestro granado en flor;
mis amigos que traen su guitarra en la noche
para salir desde mi corazón.

HACIA LA TARDE, SIEMPRE

Hacia la tarde, siempre mi soledad
es la nube que pasa cielo abajo;
donde no puede tocarse tu pelo
ni tus párpados
entrecerrados a la luz efímera del aire.

Porque de cada instante contigo,
sólo me llevo
lo que dejas,
todavía largamente acariciado.

Y siento cómo arrastra
mi corazón
las hojas de la tierra,
sobre el campo que ahora
muestra su piel brillosa a la intemperie.

No se detiene nunca,
siquiera en el silencio,
cada momento tuyo
que hemos guardado en la presencia viva
de otro día que espero.

Fragmentos del amor nos sacuden;
invisibles o casi transparentes
vuelven al alma;
fugaz corola de esas horas cuyas cenizas mojadas
alimentan al tiempo y lo destruyen.

LEVANTARÁS EL MURO

Ernesto Miguel

I

Solías encontrarme, hijo mío,
al caer de los verdes temporales de enero.

Había enmudecido la roldana
del aljibe movida por el viento.
T sólo se escuchaba, interminable,
el galope del agua
en el profundo callejón.

Me acercaba
despacio
a los antiguos y gastados espejos,
sin que mi imagen
reflejara en ellos.

Pero eras tú
quien respondía, entonces,
como emergiendo casi
desde su blanco azogue.
Desde el origen virginal del fuego,
desde la fría y soterrada estructura
del mineral,
hasta alcanzar un límite de raíces oscuras.

Y recién comprendía que estaba tu presencia
saliendo de mí mismo,
a acompañar mi soledad.

Oh, tu limpia mirada, tu apenas contenido
paso infantil.
Existías conmigo mucho antes de nacer.
Porque mi vida en tí se prolongaba,
como el milagro de la tuya habrá de repetirse
en el crepuscular recinto de esa luz increíblemente
diáfana.

II

Solías encontrarme
también en el cerrado monte,
cuando las ramas sorprendidas
lloraban como un animal sangrando en medio
de la noche.
O cuando el salmo del silencio
con los ecos menores de las grandes montañas,
rodaban por los cañadones.
Y los helechos dibujaban su esqueleto en las bajas
y sombrías laderas.

Porque hombres y árboles y ríos,
han sido nuestra herencia.
Y únicamente yo podría recordártelos, ahora,
y que sobrevivieran.
Oh hijo mío, dueño de esa luz
que se alumbraba en los lapachos
y en los tarcos en flor.
Así el valle ha quedado
rodeado de azules lejanías,
bajo la muerta luna
entre las ramazones
húmedas.

Así de tí, oh tierra,
me alejé sin saber que mi alma
subía en cada tallo.
Pero tú, hijo mío, volverás a mirarla
y retornarás a ella.
Y sólo con tu brazo
y el sudor de tu rostro,
levantarás el mudo derruido por mi mano.

(San Isidro, Buenos Aires, 1949)

MIRA, SOMOS IGUALES QUE ANTES…

Mira,
somos iguales que antes,
cuando dijimos,
que nos queríamos.
Sólo los otros
ahora,
son diferentes.

Mira el alma,
y no añores.
No cambies, nunca, el ayer
por el hoy.
Deja el ayer, en su sitio,
bien como está.
(No le quites, tampoco,
la piel del recuerdo).

Es natural
que así sea este júbilo
de saber hasta dónde,
la vida,
nos conmueve.

Mira,
qué pronto,
los árboles crecieron
en la casa.
Cómo tuvimos que podar
los sueños, para que la luz
entrara,
de lleno.

NACIAS CON LA LLUVIA

Poema a Mónica

Bajo qué lluvia clara
se han abierto tus ojos en el mundo.
Una lluvia que echaba sus raíces
a través de las grietas de los muros.
Porque allí estaba todo, prolijamente, todo.
La vigilia escondida en los rincones.
También la telaraña como una red inmensa
tejiendo mis recuerdos.

Y el viento que venía de la noche,
robando los primeros racimos
y las hojas de plata que temblaban en los árboles.
(Ah, las hojas aquéllas que en mi perdida selva
de antaño se quebraban,
y entonces parecían pequeños animales
huyendo con su paso minúsculo,
a ocultarse en la fronda venerable).

Me acuerdo que llegaba en mi insomnio.
Eras quizá el olor del fuego y de las aguas,
en el umbral de aquel amanecer remoto.
Emergía tu llanto, entre esa misma hierba que
sintió crecer
como una oveja transparente la luz de nuestro
norte, alto y solo;
que oyó mi corazón y las tormentas de mi clima
rodando por el valle,
desgajándose luego como un río
con troncos abatidos y con algas salvajes.

Pero yo estaba ahí,
inmóviles mis brazos esperándote.
Se hacía menester que recordara todo.
Que te enseñase a ver la soledad de la tierra y el aire.
Que avanzara al encuentro de tu futura vida,
o de tu oscura muerte,
cuando se abrían, más allá de mi ventana,
tus ojos en la lluvia como una flor silvestre.

(Buenos Aires, 1947)

NO ES EL AMOR ÉSTE QUE QUEDA

No es el amor, éste que queda
en las débiles hojas
temblorosas.
Ni en la memoria que algún día
desgastará los rostros de la dicha.

No, ni sabiendo, acaso,
que la última ráfaga
del verano
nos pertenece todavía,
antes que el olvido
nos haya derrumbado.

No es el amor, lo que se acerca
y parte de nosotros
casi siempre,
llevándose caricias, transparentes aguas,
sólidos huesos,
humedecidos o calcinados,
sobre la piedra que mueve la corriente.

Aquí estamos viviéndonos,
sin otro cielo que ese espacio;
esta distancia
que apenas nos separa.

Nunca pudimos
escuchar
los insectos de la noche,
ni la lluvia reposando nuestras frentes
al asedio dulcísimo del aire.

NO SÉ CÓMO CONTIGO…

�Lo triste no es la muerte. Lo triste es
lo que del mundo pierde la vida cuando
se desvanece�.
ARCHICALD MAC LEISH

No sé como contigo
he de llegar al término
de este amor o deseo.
No me imagino
cómo podría devolverte
lo que hay de soledad
entre nosotros.

Ni tú ni yo
pensamos que el mundo nos sobraba,
hasta el momento
en que quedaron
los seres y las cosas
buscándonos
de afuera.

Pero el asedio es nada.
Y cada vez que vuelvo
a tenerte
a mi lado,
tan alegres estamos
que nadie nos comprende.

¿Es apariencia
este pasar la vida
desprendidos
de todo?
¿De lo que siempre somos
al regresar de la pasión?

Así el tiempo nos llega
y es tiempo de ganar
su eternidad.
Dioses perecederos,
otros dioses iguales
nos rodean.

Y entonces
siento en ti, en mí,
el miedo de morirnos
(de pura vejez o muerte)
o de sobrevivir
mi cuerpo.

NUNCA PENSÉ QUE A LA VIDA…

Nunca pensé que a la vida
de tanto ser
de nosotros,
habríamos de tenerla
tan cerca de los ojos.

Miro esta luz que pasa
por tu pelo;
mis manos
que aún se detienen
a circundar tus párpados;
ese sol que nos penetra,
tan a fondo,
como si recién empezáramos
a vernos.

Está el presente
al vivo
con sus duros años;
el perdurable
espacio,
que dejaron los días;
el resplandor, no efímero,
de la nube
en el cielo.
Aquí está todo lo que somos;
desde otras soledades,
con el amor y su costumbre
a cuestas.

Nadie sabe,
acaso,
que todavía, alegres,
a este lado del sueño
nos hallará la muerte.

PARA NUESTROS HOMBRES

Hay una nube larga en la montaña,
sutil y casi verde como un alga.
El buey desde los prados amarillos escucha que la
tarde
a golpes de campañas se destruye en el aire.
Esta tarde que viene convenciéndome
con olores de lluvias y luces de ponientes.

Más que nunca es preciso que estemos en la tierra;
que moremos en anchas latitudes para el oficio
honrado de la siembra.
Pero no sé. Hoy siento que la aldea no guarda mis
canciones.
Estoy en ella simple como un hombre.

Porque he visto otro sol hundiendo sus raíces en el
agua,
y otro arado sus manos en las campiñas pardas.

Que se abran días blancos de palomas,
y noches abreviadas en la única amapola que cae
entre las sombras.
Que se vuelque gozoso
el vino oscuro sobre la mesa familiar y rústica,
de pronto.
Y se plante el arriero mirando alguna estrella,
que le enseñó a callar junto al fuego torcido de la
hoguera.
Que se alcen leñadores de alto pecho
para cortar las vigas de la futura casa, para afianzar
la paz sobre los huertos.
Que el metal sólo sirva para armas de trabajo;
tal vez así lleguemos a ser libres, y entremos en la
Biblia por un campo dorado.
Será un pesebre el musgo solitario cuando haya
nubes bajas,
y habrá un olor de lluvia en la montaña.
Cuando la tierra traiga palabras para el hombre
desde la savia ardiente del árbol de los montes.
Cuando la tierra tenga sementeras que se entreguen

en manos campesinas
y sepamos la historia de su amplia geografía,
estaremos pensando hacia el futuro.

Porque entonces seremos nosotros para el mundo.

(Río Blanco, Salta, setiembre de 1944)

PEQUEÑA CANCIÓN DE PRIMAVERA
PARA PATRICIA

Ay, la primavera llega
y el esqueleto del viento,
sobre los árboles grises
se va cubriendo.

Ay, la primavera viene
a pintar el duraznero,
que de flor en flor nos crece,
de piel adentro.

Ay, la primavera sabe
que para tus ojos siempre
bajo mis párpados pasa
su luz terrestre.
Ay, quiero que todos sepan
que naciste en este pueblo,
que por tuyo es también mío
desde el invierno.

Ay, por lo que vas quedando,
y por todo lo que vuelve
a grandes voces, subiéndome
hasta la frente.

Ay, en el pueblo hay un río
a cuya orilla me tiendo;
qué lejos tú y yo estamos,
pero qué ciertos.

Ay, qué ciertos, junto al borde
demorado de este cielo;
aguas dóciles que van
hacia el recuerdo.

(San Isidro, Buenos Aires, 1950)

POEMA A JESÚS

Un vaho de madera humedecida retorna de los cedros.
Estoy solo contigo, y es la hora del árbol y la espiga.
Y caen las cascadas en medio del otoño,
donde el viento está muerto como una hoguera en
ruinas.
Tú llegas cuando el hombre golpea sus martillos,
en la tarde que baja
sobre antiguas historias y negras herrerías.
Cuando a través del canto de las lluvias hay regiones
de sol en la montaña.
Tú llegas y te escucho.

El olor de tu incienso viene como la savia
nutriendo las verdades
del trigo y de las algas.
Y se me entrega el aire como una flor perdida.
Y las campanas altas
en la asombrada iglesia,
anuncian el milagro de las granjas.

Tú llegas en las cosas más simples de la tierra,
y no para tu fiesta solamente, ni las grandes portadas,
ni en las armas que brotan ahora, para sostener tu
nombre
que nace con los frutos en las viñas del alba.
Tú llegas como el pan
o como el vino oscuro
cuando el cielo parece, allá arriba, un brasero
suspendido y nocturno.

Y te hallo trabajando las estrellas,
carpintero de rústicas comarcas.
Y luego, desde el claro luminoso del bosque,
eres limpio y sencillo como un hacha.
Entonces tu lección ya se explica en los musgos,
y en el molino que alza su neblina en la sierra.
Mientras la noche toda, como un jabalí inmenso,
avanza por el hondo misterio de la selva.

Pues tú nos enseñaste a contemplar
el cuerpo crepitante del fuego en las estancias,
donde los leños tienen
el calor de tus manos y esa luz temblorosa que
cuelga en las quebradas.
Y también nos trajiste, como un hombre, tu muerte,
para que los ganados habiten en las vegas y
nosotros gocemos la campiña.
Por eso, y porque sufres, te comprendo;
y aunque lluevan puñales en la tierra, tu ejemplo
todavía nos acerca a la vida.

(Marzo de 1945)
(“Tierras altas”, 1940-1945)

POEMA A LA ARGENTINA

Que se escuchen los yunques de la selva
y que broten las tardes antiguas de rebaños.
Que lleguen las pacíficas canciones
con las yuntas jadeantes cuando se hunda la reja del
arado,
en el eco desnudo de las hachas del monte,
y en el son tamboril de los martillos y el mástil
de los álamos.
Que lleguen porque al norte, y al este, y al oeste, ya
las artillerías
desesperadamente asesinaron la labor segadora de los
brazos.

Y aquí, bajo la luna austral y mía,
agazapados pulsos y palmeras que apuntan contra un
cielo nocturno,
y el obrero explotado de la tierra
trabajando en las claras campiñas del futuro,
cuando mis duras manos
inútiles dibujan un lenguaje solitario y absurdo,
cuando es mi sombra lenta
una raíz oscura que se arrastra en los surcos.

Necesario es que vengan otros días
trayéndonos sus rostros molineros,
y que volvamos todos a las vegas,
a los templos sencillos del labriego:
fundador de milagros.
Que los mares del mapa marinero
tengan aguas profundas sin cuchillas, y esté la Cruz
del Sur,
en cruz frente a las costas infinitas de un mundo
venidero.
Necesario es que demos totalmente
las voces capitanas,
en los puertos celestes de marinos;
que el hombre de los campos rotundamente diga su
palabra,
para que se repartan los senderos
como el pan en los días de labranza,
y para que maduren las espigas morenas y absolutas
en la lucha frutal de las manos que inician las jornadas.

Se quiebran los latidos de mi pecho como una rama
seca.
Ya en el valle amanecen las nubes y los cerros;
ya las últimas velas fatigadas
de una estrella se pierden a lo lejos;
ya las bestias escriben los rastrojos,
en una interminable biografía de faena y de tiempo.
¡Y sobre el vegetal clamor del aire que viene de las
sierras,
está la libertad en sus cimientos!

(Salta, agosto de 1942)

* Nació en la ciudad de Salta el 31 de marzo de 1923.

POEMA DEL CAMINO

Brota la luz de agosto
a ratos
con la ayuda
de este recuerdo tuyo.

Última luz para la noche
que ando, solo;
con palabras de ayer,
no más lejos;
por este río que arrastra
en su tristeza,
mi alegría sin fondo.

En una vuelta
del Danubio quedan,
a pesar tuyo,
aquellas cosas
que también construyeron
mi memoria.

Tal vez entonces
me dicen que estos árboles,
como tú los conoces,
sacúdense en el viento
de nuestra casa.

Cuántos pasos recorro
a pesar tuyo, a pesar mío.

Esta ventana, del hotel,
me lleva
hacia no sé qué punto
de la tierra;
elijo el nombre
y el saludo
que llevo en el bolsillo;
abrazo en el café al manco
que todavía
no ha vuelto de su guerra,
y le hablo mi dialecto.

Pero nos basta el gesto
en esta noche, en que de pronto
te siento
con el amor del mundo.

(Viena, 1959)

Porque el amor, es esto;

Porque el amor, es esto;

lo único que solo, no pude construir nunca.

Lo que me acerca a todo con tu misma alegría.
Oh, tú conoces cómo en la nocturna
claridad, muchas veces,
miramos hacia el cielo de las lluvias.
Y cómo si el granizo golpea sobre el cuero
tirante de noviembre, recorremos el campo,
mientras se balancea el cuerpo de la noche.
Y nuestra lámpara en la mano
se sube por los árboles.

Por eso pienso cosas que sin tí callaría.
Porque no es el amor únicamente tu cintura de trigo.
Fuimos hechos, también, para la vida,
y eres tú para mí, como la tierra y el agua,
y lo maravillosamente cotidiano,
y los hijos que llenan con sus voces
la lenta transparencia del aire entre los álamos.

Por eso estás en lo que vivo.
En la resina ardiente
del tabaco, en sus hojas que parecen el mapa
de esta mitad de América, con su corteza austral
y verde.
En los amaneceres fríos de este abril que comienza
trabajando en el viento y en las ramas más altas.
Aquí mi amor te recupera
y canta.

(Limache, Salta, 1953)

QUÉ ESPERAMOS AQUÍ…

Qué esperamos aquí
que no hayamos buscado largo tiempo,
cuando la lámpara
golpeaba mariposas sobre el muro.

Qué esperamos aquí,
que no soñáramos en la vigilia
de nuestras noches,
sintiendo afuera como una puerta
que se abría,
para encontrarnos
de repente
sin habernos separado.

Qué esperamos aquí,
con cuerpo y alma,
que no fuese restituído
al orden de lo efímero,
al aroma del aire, al polvo,
al cielo creado de la nada.

No sabemos siquiera
si retenemos algo de esas cosas,
o si aún aguardamos
el deseo de un recuerdo
que pasó por nosotros.

SAO BENTO

A poco de ir por la ciudad
encontramos
la calle que nos llevaba
al morro.

La iglesia, allí,
estuvo muchos años
mirando la bahía.

Alguna vez se trabajaron
sus paredes, palmo a palmo,
con silenciosos ángeles
hasta tapar los últimos rincones
y los artesonados
de ennegrecidas láminas que recubren
la bóveda. ¿Acaso
no sonaron sus trompetas
cuando la mano buscaba el perfil
en cada trazo,
la perfección del aire?

Afuera nada empaña la calma
de este pequeño cielo,
donde los pájaros
hallaron su refugio.

Desde esta altura el mar
toma distancia.
Y Dios mismo, no sé
si se aleja
o está más dentro mío.

SOMOS NOSOTROS…

Somos nosotros
los que anduvimos
sin medir los años.

somos aquellos
que llegaron a sostener
el reluciente prestigio
de estos álamos;
de unas mudables hojas
regadas
por la gracia
de tu amante ternura.

Y si hemos
de vivir, que sea ahora,
antes de regresar
hacia una eternidad
a solas
con la muerte.

En lo que pasa junto a mí,
estoy
mirándote
y mirándome.

Ya no nos queda
otro instante como éste;
como todos los que fueron
tejiéndonos
los sueños.

Como los sueños mismos
que vendrán
a despertarnos, nuevamente,
del tiempo
que construimos.

El tiempo
que en tus manos
es arena dichosa.

TAN ALTOS EN LA NOCHE

Tan altos
en la noche
pusimos nuestros fracasados fuegos,
que el río de la noche
fue borrando sus vestigios.

Permanecimos
al borde de la nube, apenas;
balanceados del viento
cada vez
más hondo;
entregados al delirio.

Tal vez ya de nosotros
sólo quede
este rostro; esas horas
que fuimos
a diario
consumiendo,
sin saber en qué soplo
de eternidad vivimos.

Al roce de las cosas
nos miramos de cerca
hasta tocamos el alma.
La luz nos crece, entonces,
e inunda el mediodía,
estos breves aromos
que respiramos, juntos.

UN HOMBRE DESCONOCIDO

Acabo de escuchar tu nombre
en la emisión del último
informativo;
acabo de escuchar tu muerte
entre las noticias del día.

Tu desconocido nombre
podría haber sido el mío,
el de un amigo,
o por lo menos
el de aquel vecino que miro
puntualmente salir a su trabajo.

Al otro lado del balcón
-calle de por medio-
hay mundos que giran
alrededor de una lámpara.
Este
y otros soles
nunca alcanzaron a revelarme
el misterio de sus vidas.

Habrían ellos tenido sus gentes
como yo, tan cerca suyo,
sus existencias normales,
sus viejas memorias. Habrán dado
vueltas y vueltas sobre el insomnio
pensando sus desdichas,
las toses a deshora,
las pisadas en el peldaño final
de una larga escalera.
Hasta llegar
al piadoso descanso de la luz
que penetra los resquicios
del ventanal cerrado.