BISSO, CESAR
AQUELLAS TARDES

Aún endulzan aquellas tardes
el grávido pan de la memoria.

Aquella mansa tierra henchida.
Aquel zarpazo impuro del arado.
Aquella fragancia de la siembra.

El tajamar ardido de perdigones.
La voz del viento en las espigas.
El desvanecido árbol del sueño.

Oh, suave exhalación del alma
cuando te abrazabas al horizonte
bajo el abrigo diáfano de la lluvia.

Madre, ¿recuerdas lo que amaste?

CONTRA VIENTO Y MAREA

I

La palabra desgarra,
grita, alumbra.

II

Desesperar. Seguir siendo.
Quebrarme. Mirar más allá,
a pesar de mí.

Para que pese menos el silencio.

III

Tiembla el poema
ante quien lo desea.

Espejo abolido
la impaciencia del fuego.
Marejada y hambre
donde crepita el cuerpo
de la palabra.

IV

Perdida al fondo de una página,
no advierte que los párpados
se vuelven muros.

Y el poeta resplandece en el infierno.

CRIATURAS DE LA ORILLA

Quien se desliza por la orilla es el hombre, no el agua.
Ella está quieta, enlutada de invierno.
Abriga lívidas criaturas deseadas por el cazador.
El párpado no se cansa, intuye lo que vendrá.
Sombras montaraces ondulan el crepúsculo.
El disparo es silbo de viento perezoso.
Un ruido expira entre alas de siriríes que se alzan tras los
juncos.
El paisaje transforma el gesto del hombre, no el canto
enfurecido.
¿Adónde va la sangre, dónde cae el plumaje sin cuerpo?
El cazador alza la presa sobre el hombro y retorna a la guarida.
Los patos orbitan la orilla. La calma surca el barro.
Sólo el silencio espera la muerte futura.
El agua es la última fortaleza.

DURAR

Tu deseo por vivir
tocó lo prohibido
con la punta de los dedos
y de pronto
una falange tras otra cayó
y gota a gota la sangre
y en cada desgarro la sangre
y entre huesitos rotos
la espesa y lenta sangre
ahogó noches y días.

Nunca duró tanto la muerte.

De De lluvias y regresos, 2006

GARZA MORA

Serpentea el alba.
Con plumaje de luz
busca la fina porcelana
en el fondo de la laguna.

Abandona su vuelo
quien desde la orilla ignora
la armonía del cosmos fluvial
y comienza a desandar
el quebrantado rumbo del día.

Entre dos cielos,
la vida descansa en una sola pata.

IMÁGENES

Transito el atardecer.
Sobre muros de barro
contemplo
el perfil de la luna, remoto,
suspendido entre hojas de sauce.

Vibra esta hora secreta
al ritmo de los impetuosos juncos
cuando el gran pez
abre la boca de espuma
y devora el último hilo de luz.

La tierra flota sobre
un abanico de estrellas.
Sólo los pájaros desafían
las espadas del cielo
clavándose en la enramada solitaria.

La isla es canto de cigarra
a la espera de una lluvia sin tiempo.
Qué alivio abandonarme,
sentir como desciende la mirada.
Qué deslumbrante hechizo
la luna entre los remansos ocres.

Veo tenderse, rendida, la muerte.

De orilla a orilla
todo se vuelve ausencia.

Un jaspeado viento sur
abre la puerta de la noche.

LA CACERÍA

Acechan las sombras en esta ciudad moribunda.
Inciertos corazones laten huérfanos de luz
y hay otros, sin muerte apacible que los ampare.
La desesperanza no se detiene. Cazadora furtiva,
acomete al amor sobre nuestros despojos.

No apagará el último fuego que nos ilumina.

LOS GIRASOLES

Con frecuencia los miraba atentamente.
Nada parecía tan estremecedor
que aquellas órbitas amarillas
extraviadas en los muros del crepúsculo.
Nada se parecía tanto a un sueño
cuando el majestuoso silencio del campo
sorprendió al niño desamparado.

Entonces tuve miedo
y corrí llorando a los brazos de mi madre.

De Las trazas del agua, 2005

LUNAS

Jamás soñé una noche sin luna.
Bajo su luz todo es posible.
El amor tiene brillo de cuerpos desnudos.
Los pueblos encienden misterios insondables.
Las luciérnagas vuelan más alto.
Los ojos del niño titilan sin temor.
Una noche de plenilunio es puro regocijo.
Si no hubiera luna los pueblos se apagarían.
La mirada del niño sólo ofrecería miedo.
Las luciérnagas no dibujarían parábolas.
Enamorarse sería partir el pan de las bestias.

En mi país hubo noches sin luna.
El terror anidaba en las manos del niño.
Fue galope asesino en cada luciérnaga.
Aniquiló plazas y calles misteriosamente.
Derrotó los cuerpos que alumbraron el amor.

Esta noche mi hija pregunta por qué no hay luna.
Comienza a titilar el miedo.
Tanto desamparo derrumba el último caserío.
El viejo dolor vuelve a padecer aquella enfermedad.

Una luciérnaga atraviesa lo que resta de alma.

MALINCHE

En la borrascosa noche de Tlaxcala
serpientes del oráculo revelan
signos que mis dioses no comprenden.

Junto al lago donde anida el dolor
relucen los pájaros de la lluvia.
Delirio de ardorosos bárbaros,
vinos bermejos que auguran la muerte.

Bajo el volcán de profetas y demonios
muerdo el desabrido pan del deseo.
Menos a ti, todo hombre he castrado.

Yo, Marina de Payla,
náufraga en desérticos labios
guío tu lengua al quetzal del vientre tolteca.
Sangre que brota entre dos puñales.

No temo al retumbo de arcabuces,
a vigorosos corceles de fuego
que horadan la ciudadela enmudecida.
Menos el silencio, todo he abandonado.

De ignoto saber sospecha mi destino.
Venero este relámpago del asombro
relato de otro dios sobre Tlaxcala.

Mis palabras derrumban un imperio.
Mis palabras construyen la memoria.

NADA HE PERDIDO

La infancia bendice aquellos días
y vuelve a encender la mirada
del pasionario
en el mismo sitio donde amar
dolió por primera vez.

Por ella transito sin prisa
la mansa calle de arena
trasmudando
de norte a sur
olores de frutales,
música de almácigos
que levan ardientes
al fondo del verano.

Entre el niño y el hombre
los retazos del corazón
se han vuelto añosos camalotes
y boyan
entre el agua y el silencio.

Nada he perdido.
Sigo aquí, pasajero indolente
que trasborda hacia la isla
y convierte en Caronte
la orilla del milagro.

Aún navego el río de la insensatez,
custodio el sábalo que pendula
cerca del barro, bajo cielo de agua.

Vuelvo a empuñar la voz de mi padre,
el aduanero,
que desgaja la casa de madera
férvida, inmóvil, en medio de la noche.

II

Lo que no pude ser también está aquí.

Más allá del sueño imperfecto
el horror de mis ojos tributa una patria.
Triste la amé sin conocerla,
sucumbí al perdón por no despertar.

Conservo el canto obstinado,
la duda, el miedo, la misericordia.

Nada he perdido.
La única derrota inmerecida es la del corazón.

III

El hombre perdura en la infancia.
Sus dones, ritos, plegarias.

El sacramento del pan,
el conjuro de las tumbas,
fantasmas adormilados,
camalotes plegados al devenir,
tacuaritas que no extraviaron el vuelo,
la calle, los olores, el patio infinito.
Y la mirada, que siempre regresa.

Todo está aquí.
En la embriaguez del dolor zozobra el olvido.

Quien deja este pueblo abandona el mundo.

De Un niño en la orilla, 2016

NO SABER

El río persigue lo que no fue dado.
¿Bastarían credo, diálogo, letanía,
ascender al espacio de inmortal verdor?
De haber diluvio, sacramento, caos
en el cielo y en la tierra ¿tendría
la eternidad rumbo de aguas estancadas?

Brotan incontables ojos en medio de la isla.
Alrededores de espuma. La serpiente ignora
y desliza fuego de cometa terrenal. El destino
no acaba en su veneno ni en mi resistencia.
Miro el río. Estremece no saber lo que da.

De Isla adentro, 1999

PARA NO MORIR

Escribo con el agua
sobre la piedra violácea
del sueño.

El río se deja oír.

Otras voces muerden
la carne viva del ocaso.

Orilla de infierno.

Queda vacía la palabra
y fuga entre hojas
hacia la boca de la noche.

PESCADOR DEL CARANCHO TRISTE

El pescador huele a silencio.
Al alba tiende las redes en el anchuroso cauce.
Mansamente rema hacia la otra orilla,
inclina el torso a un costado de la canoa
y recoge desde la hondura los frutos sagrados.
El filo del cuchillo apresura la muerte,
dedos carcomidos hurgan entre anzuelos.

Al mediodía, del aro de metal descuelga la carne
y una olla con grasa caliente la vuelve fritura.
La siesta traspasa la marisma y venera al sauce.
En el rancho el hombre friega la oscura corteza,
dispersa escamas por encima de su compañera.
Fornica como si alzara con regocijo un dorado.
Después regresa al oficio de tallar en el agua.

El pescador nada pide y poco tiene.
En la pobreza reside su donación a la vida.
Atizado por el vino, alardea con el nombre del paraje:
aquí la gente come hasta las tripas de lo ganado.

El carancho vigila, tristísimo, sobre la rama.

SOBRE LA ARENA

Observo aquellas criaturas.
Saltan la espuma del mar,
ríen, juegan, resisten
por encima de todos los pesares.

La tarde se pliega
entre nubes rosáceas
horizontalmente felina.

El artificio del lenguaje desoye la brisa.

Distrae.
La vida pierde elocuencia
más acá de los ojos.

Cierro el diario y regreso a la orilla.
No hay olas asesinas al acecho,
casas de fuego devoradas por la memoria,
ángeles y demonios
encerrados en jaulas de papel.

Ante mí, niños ataviados de sol
salto tras salto
ascienden al sueño que no acaba.

Una sombrilla hundida en el médano
sostiene la realidad a este lado del mundo.

De Permanencia, 2009