BLANCO, DIANA IRENE
A MEDIO SOL

No. No puedo aceptar que esta premura
obedece a mi tiempo, el que pasa.
Este querer no vivir desde la corteza
a medio sol, a medio cuerpo, a media cara.
Me declaro enemiga de la nada,
cómplice de los nidos, inocente de los ocasos.
Yo nací con un árbol de cigarras en la frente
que no callan desde el agua morena de mis ojos.
Enemiga de lo mínimo y de lo poco,
de las ambiguas voces,
de la imprecisión del viento;
no pienso negar este mar, este océano sensitivo,
nadando como un pez de luz en mi pulso en cautiverio.
Me gusta la palabra inconmensurable.
Me recuerda que soy una llanura de pájaros incendiados,
¡es que nací para tener una boca tremenda
y unos pies infinitos!

CONTRAOLVIDO

Porque afuera cae la noche, lagrimea la luna
y cruje la melancolía como una flor de escarcha.
Mis ojos se adelgazan largamente,
en un salto de gacela sobre el fuego,
para alcanzar la curva húmeda de tus besos.
Aletea mi piel como un pájaro extraviado
en la tormenta dulce de tu cuerpo.
Como abeja laboriosa, mi boca
inventa filigranas con hilos inocentes
para guardar la huella leve de tus dedos.
Porque afuera baja la noche, lagrimea la luna
y cruje la melancolía como una flor de escarcha.
Porque es justo y es limpio el rastro
de tus manos sobre la planicie de mi vientre.
Y alta tu vocación de amarme,
la noche lavará sus pies oscuros y nosotros
juntaremos medallas de sol errante.
Para alumbrar el antiguo milagro de repetirnos en cada beso.

DULCE DUEÑA

Cómo decirles a mis manos
que tuve que apagar todas las luces
y hacer de la caricia un relámpago antiguo.
Que debí esconder mi fuego
para que no me robaran las llamas.
Que hube de refugiarme en la espesura
y lamer mis heridas, juntar trozo a trozo
mi corazón devastado.
Cómo explicarles que mi sangre
debió ser una mariposa lenta
en los frutales caminos de mi vientre.
Que apreté mis días de piel confundida
para que no me quitaran el tiempo de la siembra.
Que amordacé palabras para que no pisaran
la huella de mi aliento.
Cómo decirles que esta mujer que soy,
distante como las hojas brillantes de los álamos,
rotunda y plural como una ola
al fin, se pertenece.

FUGA

Escapé de la noche.
Salté sus muros de ojos vacíos.
Mordí llaves voraces para que no me atrapara.
Cerré puertas con trancas de hielo.
Crucé sus pasillos de tinieblas, esquinas
de espejados cansancios.
Pisé las últimas veredas sin mirar su boca de tajo.
Y afuera tropecé con otras noches.
Ajenas y tan iguales a las mías.
Algunas arrastraban desgastados harapos
de viejas ternuras.
Otras juntaban leños para calentar un lucero
que ciertas madrugadas olvidaron.
O hilaban pacientes minutos en relojes atrasados.
Unas vagaban en barcas de tules temblando.
Otras contaban monedas frías
de inevitables desencantos.
Mientras tendían en hilos de espinas pañuelos mojados.
Muchas esperaban inútiles trenes
a la luz de una brasa.
En el andén de la noche todos estábamos.

MOTIVOS DEL AMOR

Más allá de la tarde con rumor de uvas,
por la tibia vertiente de mi cuello
bajan tus manos en jinetes de seda.
Lenguas de sol arquean mi cuerpo,
y el rocío se atreve guardado entre tus dedos.
Abanicos de cristal agitan mis ojos
que huyen como dos ciegos detrás de tu aliento.
Allá, en las sombras, en la región más clara de tu piel
deshojas ardientes jazmines
en el encaje de mi pelo.
Tal vez, dos pétalos naufraguen en la inocencia
de mi boca con aroma de fuego,
con temblor de suave abeja encendida.
Bebo la luna en la copa lenta
de tu voz dormida sobre mi pecho.
Para no perderte o fatigarme en lejanías absurdas,
la dulce araña de mi sangre
teje tu nombre saciado de incendios y ternuras.
Cierro los ojos para ver el fondo de tu corazón
donde postergas la intención de la espina.
Y no existe lluvia más constante
que tus besos diluviando despedidas sobre mi cuerpo.

OTOÑO INCONFESABLE

Yo no te perdono, Otoño,
que la tarde sea un escombro descarnado de luz
o un trofeo olvidado junto a la muralla mágica
que inventa el humo entre la hojarasca.
No te perdono los ocres que me duelen, hasta amarlos;
la profecía puntual, exacta, de los árboles oscuros
intentando un cielo, otra vez�
el presagio de mi cuerpo quebrado justo en el aliento.
Ni el grito, ni estas manos,
ni la almendra amarga de mis ojos,
ni la invocación a la sal en mi sangre,
ni toda la tierra alcanzan.
Porque en vos, Otoño,
toda ausencia es un abismo,
un hueco feroz en la cara o en la boca,
el exilio perenne de la caricia buscada.
Y cada instante, el zarpazo cruel
del último tigre de luz agazapado en las sombras.
Ni la trampa escondida en mi puño
para atrapar la ternura, basta.
En la cúspide de la nada
o en la ráfaga del ángel que huye
apenas late
mi corazón desmenuzado.

PERMISO

Entonces, cuéntame las lágrimas.
Yo te lo permito.
Tendrás que excavar hondo y lejos,
donde parpadea mi corazón
fragmentos de luna y orquídeas de escarcha.
Para encontrarlas, a las lágrimas,
deberás cruzar bosques de silencios;
vientos con uñas gastadas;
ciertos muros de sangre cristalina.
Entonces, a las lágrimas cuéntalas con los ojos,
sin enumerarlas. Porque no son cifras,
huelen a heridas y a viejas tormentas en llamas.
Te arderá la piel, tibiamente y sin alarma.
Es pequeña su sal, inocente su rencor, dulce su rabia.
Son lágrimas que están de pie
porque no saben inclinar sus tallos de agua.
Entonces, hazlo, yo te lo permito.
Cuéntame las lágrimas,
sin descuido. Suelen desvanecerse
si las dejas olvidadas.

POEMA 16

No diré qué me dijo ese ángel, una tarde llamada silencio.
Si lo hago, romperé un pacto que arde en la carne.
Me ha dicho tanto que no me alcanza el cuerpo.
Por eso busco una grieta en mi aliento para guardar
tan delicado secreto. Guarda tu anzuelo.

POEMA 20

Ignoro el color de aquella tarde cuando emprendiste el viaje.
Quizás nadie escuchó tu partida.
Tampoco el tajo que abrió la puerta.
El círculo de la llave que cerró el reino ofendido.
Desde entonces una ráfaga me cuelga tu rostro.
Tu olor es una telaraña que alquila paredes.
Ninguna copa repite tus labios.
Y la luz del olvido incendió tu silla y tu plato.
Acaso te inventó un lápiz gris que no pide regreso.

POEMA 24

¿De dónde baja esa canción perdida
que no encuentra aposento?
¿Quién dejó escapar una música que ronda
las espinas sin lastimarse?
Y salta intacta el alambre del viento.
Ninguno la escucha.
Yo aseguro que es roce de alas, temblor de nube,
suspiros de mar, cascada de uvas .
Un río ancho de peces dorados.
Murmullos de aljibe, crujidos de espuma.
¿Es posible que no exista?

POEMA 25

Desconozco cómo suena tu nombre en otra boca.
Cuando yo lo pronunciaba tenía el sonido
de una moneda nueva.
De un cristal golpeando la sombra.
La cadencia de una rama sobre el río.
El ruido de una gota de lluvia en un jardín sediento.
Un trueno de seda sobre la piel.
Ahora, si pronunciara tu nombre
sería el estallido de un pájaro sobre la nieve.

POEMA 6

Hundí mis manos en las lágrimas de Dios.
Levanté las palmas y en una gota de luz salada
leí mi vieja súplica con fecha abierta.
Podía habilitarla cuando quisiera.

POEMA INCONCLUSO

No se curvó tu mano para iniciar la cacería.
Ya mi cuerpo como flecha perfumada buscaba
el plumaje encrespado de una caricia.
(Por la grieta hiriente de tu mirada se escurrían
manzanas amargas que yo disimulaba).
Siempre en fuga indeseada el vino de mis ojos.
Siempre el sol con su esquiva miel lejana.
En algún lugar, tus redes arrastraban peces de vidrio
que agujerearon la seda inocente de mi alma.
Sin embargo, en el agua de mi piel
esperaban obedientes corales
soñando mareas escandalosas de ternura.
Yo era otra vez, la niña que danzaba
sobre las piedras duras de un jardín cansado
donde brotaba la espina de tu ausencia.
(Hasta la huella de aquella flor ya no estaba).
Nadie pudo atestiguar el domicilio de los pájaros
que picoteaban el esqueleto de mis sueños
entre tus manos oscuras.
Acaso por la puerta vacía de la noche
cruzó una caravana de jinetes escuálidos
clamando tu nombre.

PRODIGIO DE UN DÍA LUNES

Ocurre que la tarde levanta su puño de agua desnuda
sobre la gastada eternidad de este minuto.
(Lunes arrepentido de insensatas terquedades.)

Han estallado todas las rosas.
Se incendiaron los panes en las manos de los hombres.
Dicen que las mujeres del pueblo destejieron los siglos.
(Todavía las cenizas flotan en la incertidumbre de sus puertas).
Hablan de que el viento ha arrodillado todas las furias;
que una moneda de oro, redonda y nueva,
ha hecho nido en el sombrero del cieguito de la esquina.
Que las madres solitarias mecerán pechos de azúcar
y cunas de armiño.
Que los hombres que deciden, han olvidado
la palabra guerra.

Han arrojado una bomba de piedades infinitas.
Y han sembrado, al amanecer, la sangre.
Con la última estrella.
Para que nazcan amapolas de poderosa inocencia.

Esto sucedió hoy. Eso dicen.
Hoy es un ángel que huye desterrado para siempre.
Al pasar me deja una lágrima. Bella, incesante.

SUBTERRÁNEA MUJER

Yo, la otra. La que remonta las tardes en llamas
vestida en jirones de abiertas cenizas.
La Artemisa de piedra en los jardines de la bruma;
la que recoge pájaros perdidos después de las tormentas
o después de los días oblicuos de vientos desafiantes,
en las horas supremas de vacíos.
La que guarda los espejos últimos de la lluvia temprana.
Para borrar los ojos de la noche, la enemiga;
o para quebrar el cuchillo atroz del tiempo,
que es memoria sin regresos.
Yo, la otra. La que repite el relámpago inacabado
de otros rostros en un rostro.
La milésima molécula de sangre heredada y despierta;
entre la sal y el pétalo.
Arriba de la luz, debajo de la herida.
La que macera la vida en la brisa feroz de la lágrima
o en el polen callado de los huesos.
La fogonera apasionada
de poesías calcinadas de silencios,
estrelladas de metáforas voraces.
Yo, la otra. Uñas de nardo, corazón de nube.
De pie en la frontera del resplandor y de la espina.
Costurera tenaz de las orillas de la luna.
Siempre quemando luceros
en las esquinas despobladas de la Vida.

TANTO FUEGO Y VIENTO

Entonces sucede que uno se cansa
de esperar un milagro.
De arrimar tanto fuego y viento, inútilmente.
De llevar la piel agujereada de nostalgias,
de colgar el corazón en la ventana,
como una bandera en un día de fiesta.
De angostar las impaciencias,
de esconder el muñón insolente de la esperanza.
De soportar intemperies.
De tener las uñas limpias y la sangre ordenada.
Entonces uno abandona la acechanza
y decide levantar campamento,
apagar las lámparas encendidas.
Menos una, por si acaso.
No vaya a ser que, por fin, llegue el milagro.
Y a uno lo encuentre dormido.
Y no me vea. Y pase de largo.
O me confunda con una estrella de mar carcomida,
con una rama descuajada.
Y me quede sin el milagro.
Porque lo otro es la rutina.
Burlona, hiriente, cotidiana.
Es una manzana mordida,
una silla desvencijada,
un ropero vacío,
el pan de ayer.
Esta inclemencia voraz que siempre viene.
Y ese resplandor que nunca, nunca llega.

TENUES HABITANTES DE LOS ESPEJOS

Fuimos arquitectos de una luna atravesada
en el hilo de los sueños,
los adelantados luminosos de apretadas primaveras,
los propietarios absolutos de los días que llegaban
a medida, como un traje nuevo.
Fuimos los fundadores del fuego inconcluso,
del cielo siempre a cuestas casi como un delirio.
El tiempo, inocente como un cuchillo sin dueño,
nos había nombrado incesantes guardianes de las llamas, exterminadores de la tristeza declarada indeseable.
Alguien nos había proclamado, además,
en estado de emergencia.
Por tener los corazones inundados,
las manos incendiadas,
los ojos insurrectos.
Fuimos la antimetáfora de la melancolía.
Somos�los tenues habitantes de los espejos.

Y YO TAN ENTERA

En las cicatrices del día que tiembla,
se balancea mi nombre ondulante
como una bandera.
En cada sílaba la luna generosa
ha colgado sus vestidos lavados con nieblas.
Su resplandor gotea luz por los rincones de mi patio.
Con manos encendidas multiplico
espejos fieles por toda la casa
y riego flores de incienso por el suelo.
Para saber por dónde te acercas.
Si caminas vestido de humo o de hierro intocado.
Si te adelantas con la boca lejos del engaño,
cerca de la lluvia que arrastra todo desencanto.
Si tu lengua decretará el fin del exilio
donde soy huésped del silencio.
Si avanzas,
será por el laberinto de la lágrima consumida
o por las llamas que duermen hogueras
en mis manos.
Si llegas, al fin,
serás espejismo áspero
o curva perenne en mis labios.