CASTILLO, HORACIO
A UNA RAMA DE LAUREL

Un verde más intenso que todo otro verde,
un sueño más perfecto que todo otro sueño.
¿Qué es lo que huye? ¿A quien persigo?
Una lluvia ácida cae sobre mis hombros,
arde un clavo en mi nuca y los pies descienden
hacia la saliva ávida de los muertos.
No hay mundo: sólo eso que huye.
¿Por qué trueca sus brazos en ramas, su pelo
en follaje? ¿Por qué muda de corteza
y cambia vena por vena, savia por savia?
Huye la naturaleza de la naturaleza, la hermosura
de la hermosura, pero la sangre en una
y atravesando las nervaduras más secretas
colma de hojas amargas la boca del futuro.
¿Qué es lo que huye? ¿A quién persigo?
El dedo envuelto en un pétalo de rosa mece su gema
y el ritmo despierta lo que yace oculto en sí mismo.
Así se alimenta el fuego. Y el calor, renovando
el misterio del círculo, curva la rama
y dora las hojas. Estalla, bulbo rojo de la vida.
Corona: mi locura te alcanzará.
Un verde más intenso que todo otro verde,
un sueño más perfecto que todo otro sueño.
Y el laurel inclinó su copa como una cabeza.

ALASKA

El ojo de la foca -mi amuleto- me llevará hasta el oso blanco.
¿Hay algo más bello que perseguir al oso blanco en el océano blanco?
Hace muchos sueños que sigo sus rastros, estas pisadas
en la nieve que el viento borra y no llevan a ninguna parte;
y los ojos, de tanto mirar, ya han dejado de ver.
Pero a veces, en la inmensa blancura, he creído escuchar una especie
de lamento,
un bostezo no parecido al de ninguna otra criatura viviente;
y cuando aparecen los primeros pelos de la sombra
y el sol sangra cada vez más hasta desaparecer,
alguien ha visto una silueta sobre la ladera
convirtiendo la noche en día, la oscuridad en luz.
Ahora se ha agotado el aceite de la lámpara,
las estrellas emigran hacia la tierra del caribú
y los hombres, excitados, colocan las trampas,
esperan la presa que se oculta para mostrarse.
¿Qué es ese resplandor en la escarpada colina?
Tres veces he frotado el ojo de la muerte,
tres veces prometí las vísceras a los hombres y los perros,
tres veces ofrecí como cebo mi corazón.
Y un día temblarán los cielos y la tierra,
un día la vara mortal atravesará su cuerpo,
y entonces colgaremos de un asta su vejiga
para ahuyentar la sombra y el espíritu de la sombra.
Luego arrastraremos sus restos cuesta abajo, hacia el mar,
y envueltos para siempre en la piel inmaculada,
seguiremos la marcha riendo clamorosamente
y dándonos los unos a los otros grandes palmadas en la espalda.

ANQUISES SOBRE LOS HOMBROS

Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
pero luego se vuelve cada vez más liviano,
hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

* Nació en Ensenada, provincia de Buenos Aires, en 1934.

COMO UNA PALABRA DÁLMATA

Como una palabra dálmata, como el último en hablar una lengua,
pero la poderosa voz de los ojos rasgados dijo siempre.
Y se hinchó el pecho del Universo, una inhalación
que arrastró bosques y ríos, mares, montañas, estrellas,
toda la energía que luego, exhaltada, trajo desde lo Hondo
la más bella y feroz de las primaveras.
Una sola palabra para llevar al otro lado,
una sola palabra para toda la eternidad,
y la poderosa voz de los ojos rasgados,
mascando los granos ácidos de la alegría, dijo siempre.
Entonces una lluvia de oro comenzó a caer sobre los dos,
nos cubrió como un dosel, como un manto real,
y todo se convirtió en oro: edificios ,
árboles, el mundo-oro recién nacido,
oro líquido fluyendo por las grandes avenidas
hacia el mar inhóspito de la inmortalidad.
Como una palabra dálmata, como el último en hablar una lengua,
pero la poderosa voz de los ojos rasgados,
ella, la última en oír una lengua muerta,
aspiró profundamente los vahos del futuro y dijo siempre.

DICE EURÍDICE

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo – el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo – el que permanecía en mi
memoria —
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otras vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
“No te vayas – supliqué — no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia.”
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura.”

EL FOSO

Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos
y pasé bajó el arco donde estaba escrito: Aquí termina el mundo.
¿Dónde estamos? �preguntó el niño que todavía no había nacido.
En ninguna parte �contestó el hombre que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? �preguntó el hombre escondiendo los ojos en el
bolsillo de la chaqueta.
En ninguna parte �contestó la mujer plegando su cabellera como un
mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada, y la jornada
siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? �preguntó el hijo templando las cuerdas de las alam-
bradas.
En ninguna parte�contestó el padre pasando una esponja sobre los
árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.
¿Dónde estamos? �preguntó el muchacho con el cordero sobre los
hombros.
En ninguna parte �contestó la muchacha con el ramo de nomeolvides
en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? �preguntó el niño con el rayo de sol entre los
dientes.
En ninguna parte �contestó el anciano revolviendo el caldo negro de
la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos peleando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? �preguntó la niña que dormía con el ave fénix en
sus brazos.
En ninguna parte �contestó la madre con el balde de olvido sobre la
cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.

EL LAVADERO

Hay allí unos anchos y bellos lavaderos de piedra.
Homero, Ilíada, XXII, 153

I dreamed the dream called Laundry.
James Merrill

Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde vimos por primera vez a la hija del rey
descargando su ajuar, jugando con sus compañeras.
Aquí, donde las esposas y las hijas trajeron
sus magníficos vestidos, antes y después de la guerra,
donde vimos tantas veces llegar los carros del mundo
con las sábanas de la vida y de la muerte,
los manteles y las toallas, las vendas y sudarios.
Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos ,
donde también nosotros trajimos nuestra carga:
de tul sangrante, el paño ardiente de la fiebre,
la seda manchada por el pólipo del deseo.
Qué jóvenes llegamos aquí, oh dios de los lavaderos,
y cómo tratamos de borrar toda mancha,
cómo luchábamos vanamente contra lo indeleble,
hasta que extenuados nos dormíamos sobre las peñas
y soñábamos con una tela incorruptible, con un agua inmaculada.

EL PECHO BLANCO, EL PECHO NEGRO

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo beb�a una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre los dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenia un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

EXCAVACIONES

Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Pero si pones el pie donde estaba el umbral,
si te acercas con la rama de albahaca y un gallo en los brazos,
las sombras vendrán rápidamente a tu encuentro.
Pero si te sientas donde estuvo el umbral,
si cantas con el gallo �con el gallo de la memoria�
todavía puedes recordar, privilegio de los vivos,
todavía puedes olvidar, privilegio de los muertos.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llego la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y ya no sabes si estás del lado de la sombra o del lado de la luz.
Alguien viene a beber sol: extiendes la mano.
Alguien viene a beber sombra: extiendes la mano.
Y cuando el desconocido te pregunta quién eres, no sabes contestar,
cuando le preguntas quién es, no puede contestar.
Canta �pides �pero él no cantará.
Sueña �responde� y tú no entenderás.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y cercas la zona con una cuerda de sol, la cercas con fuego.
¿Qué buscas en la zona de sombra? El perro se ahogó,
las gallinas se ahogaron, se ahogaron los gatos y los dioses.
¿Quién te busca en la zona de sombra? El pasto creció,
creció el viento que viene del olvido.
El aire tragó las tímidas palomas.
Y aquellos esbeltos caballos lustrosos.
Recuerda: lo que ahora no recuerdes nunca volverá.
Olvida: lo que ahora no olvides nunca lo olvidarás.
Y pasas de la zona de sombra a la zona de sol.
¿Qué buscas en la zona de sol? No sabes qué buscas,
mirando las ropas tendidas detrás del tiempo,
subiendo escalinatas que sólo llevan al vacó,
abriendo y cerrando puertas que no existen.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llego la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y sentándote nuevamente donde estuvo el umbral
cierras los brazos, encoges las piernas, te duermes
en la gran matriz del llanto, si todo no fue un sueño.

LA CABRA

Bajaba entre los riscos ciega, resplandeciente,
con cintas en la cabeza y el cuello en silencio.
¿Eran demasiado temprano para morir?
¿Era demasiado tarde para matar?
Bajaba entre los riscos, indiferente al abismo,
y se detenía en la última piedra.
¿Qué temes?, decía, y cesaba el temblor.
¿Qué sueñas?, y abolía la necesidad.
Bajaba como volando, mitad idea, mitad deseo,
y triscaba verdes todavía las raíces del destino,
dormía en un sueño joven, objeto muerto del futuro.

LA CIUDAD DEL SOL

Expulsados de la ciudad bajo el cargo de fabuladores,
vamos de un lado al otro, durmiendo ya en cuevas,
ya a la intemperie, y alimentándonos de hierbas y raíces
o con la miel de algún panal hallado fortuitamente.
Han venido con nosotros las mujeres y los niños,
y cuando nos reunimos juntos al fuego del atardecer,
sus ojos se vuelven una y otra vez hacia las murallas:
después de todo, allí pasamos parte de nuestra vida.
Pero lo exigia la razón. ¿Cómo podían soportar
que llamáramos a la piedra río, al árbol estrella?
¿Cómo podían soportar que llamáramos al pájaro magnolia?
Lo exigía la razón. Y ahora, desde aquí,
vemos con tristeza las anchas puertas de bronce,
las altísimas torres doradas por el sol;
y cuando entran o salen las caravanas
los mercaderes describen las mesas y vasos de oro,
los magníficos altares cubiertos de ofrendas,
las armas que colman todos los recintos
y que en el próximo milenio, dicen, incendiarán el cielo.
Lo exigía la razón. Y ahora, como una horda,
vamos de un lado al otro balbuceando nuestra lengua,
hablando el dialecto de una ciudad perdida
que ya nadie comprende. ¿Cómo podían soportar
que llamáramos al fuego pez, al agua paloma?
¿Cómo podían soportar que llamáramos a la rosa destino,
ellos, los que creen que las bellotas son bellotas?

NAVEGANTE SOLITARIO

Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste
me alejará de todo. Han desaparecido las señales
de vida: ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni una cucaracha zigzagueando en la cubierta.
Sólo agua y cielo, el horizonte destruido,
el mar, que canta como yo siempre la misma canción.
Ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni esa extraña conversación en la sentina
que el oído percibe en las horas de calma.
Sólo agua y cielo, el rolido del tiempo.
A la noche, la estrella Achernar aparece en la proa;
entre los obenques, Aldebarán; a estribor,
un poco más arriba del horizonte,
Aries. Entonces arrío, duermo. Y la nada,
mansamente, viene a comer de mi mano.

NO TEMAS AL RAPTOR

Ahora que desciendes hacia el fondo de la tierra
no temas al raptor ni al lugar donde te lleva
ni el tiempo que permanecerás donde no existe tiempo.
Recuerda los días felices, cuando jugabas con tus compañeras
recogiendo trébol y azafrán, violetas, lirios silvestres,
aquella flor morada que llevó tan dulce sueño
a tus ojos cuando se partió la roca del destino.
Recuerda cuando al atardecer rondabas junto al mar
sintiendo la canción de la espuma en tus tobillos,
inclinándote a tomar una piedra inmune a la tormenta,
a mirar el mundo a través de un traslúcido huevo de pescado.
Y la caverna donde nos refugiamos cuando empezó a llover
lo lejano y ajeno que parecía el trueno,
el instante en que el búho nos miró con sus ojos amarillos
y abrimos, atónitos, el libro de los ciegos.
No temas. Los muertos son mansos animales,
andan entre las piernas y sólo buscan compañía,
un poco de calor para soportar la sumisión.
Háblales, si quieres, es lo que más necesitan, cuéntales
historias de corderos o de árboles, intenta una caricia,
pero sobre todo enséñales a estar muertos.
La vida necesita de la muerte, pero la muerte
necesita de la vida �la vida es la muerte de la muerte
y asciende a borbotones desde la raíz al fruto
dichosa y a expensas del triunfo de los muertos.
No temas. El raptor es rey y a su lado reinarás
no sólo sobre los muertos sino también sobre los vivos,
porque allí abajo se amasa la harina inalterable,
allí, en el oscuro caldero, se cuece la nueva vida.
No temas. Y ahora que desciendes al fondo de la tierra
deja que se cumpla lo que se tiene que cumplir
y regresa, aquí donde los brazos se abren impacientes,
donde esperan el viento con la semilla del doble abrazo.

SIMEÓN ESTILISTA

Aquí, en lo alto de la columna, estoy vivo.
La última estrella se apagó definitivamente,
los árboles y los animales se desvanecieron en la oscuridad
y con ellos los hombres y las obras de los hombres.
Estoy vivo, mirando allá abajo la corriente
que arrastra diarios, latas de conserva, cámaras fotográficas,
arrastra gatos muertos, automóviles, coturnos,
arrastra palabras de Esquilo, máscaras japonesas,
souvenirs, todos los detritos de la época.
Pero de pronto los cielos se parten y una lluvia poderosa
cae sobre el mundo. Llueve infinitamente
y el agua abre los nichos y lava los huesos,
abre los hospitales y lava a las parturientas,
abre los tálamos y lava a los recién amados.
Estoy vivo. ¡Ladra, Tiempo, rebuzna, Muerte!
Y se oye a lo lejos un rumor como de multitud,
se oyen cascos de caballos repicando en el pavimento,
se oyen voces y gritos, música de crótalos
y una salva de risas rompe contra la columna,
llena de espuma lúbrica los resabios del sueño.
La procesión avanza con el velo manchado de rojo,
los jinetes, alardeando, hacen corcovear sus cabalgaduras,
las muchachas con la rodilla desnuda sonríen de soslayo,
los muchachos, transpirados, miran hacia arriba y guiñan el ojo,
y otra salva de risas rompe contra la columna,
llena de espuma santa las frondas del amanecer.
Estoy vivo. ¡Ladra, Tiempo, rebuzna, Muerte!
Y ofrezco mi sangre dichosa a los nonatos.

TAPIZ

Ella alimenta una nube. Mira su mano
apoyada sobre la balaustrada, la carne
emergiendo del terciopelo, el blanco del verde.
Y la otra mano, negligente sobre el bastidor,
donde un hilo de oro urde la trama del sueño.
¿Esa trenza cruzada sobre la cabeza está
prometida? Sus ojos cerrados ¿devuelven
al cielo lo que es del cielo?
Al fondo, en la floresta,
vela el unicornio. Su ojo retráctil no se aparta
de la presa, y el cuerno, energía hipnótica,
horada el regazo de la tierra, casi sin consuelo.
Si esa mano, generosa con lo divino, retomara el bordado,
si sus párpados , despertando, absolvieran al mundo,
se abriría un sendero hacia el centro de todo
y tendría sentido la frescura de las rosas.
¿Comprendes, Abelone? Yo sé que has comprendido.

TREN DE GANADO

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Eran de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los aprestábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos el nombre de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebiamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mi, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.

TUERTO REY

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite a su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.