TEJADA GÓMEZ, ARMANDO
CANCIÓN CON VOS

El amor es un sitio
donde tu piel reposa
a medio ser apenas
del niño y de la rosa.
El amor va contigo
cuando tú vas conmigo
y decimos: nosotros,
en el mismo sentido.
El amor es el cauce
de un río compartido,
cruza muchos paisajes
pero es el mismo río.
El amor nunca olvida
lo amado y padecido
y como nunca olvida,
no conoce el olvido.
Por eso, compañera,
cuando salgo al camino
y en el trébol del día
parpadea el rocío
te pienso largamente,
te nombro despacito
y es como si de pronto,
me nombrara a mí mismo.

CANCIÓN DE LOS AMIGOS

1

Ellos están lejos.
Son los que más amo
de la lejanía.
Tienen ese rostro
de niebla en la ausencia
y nombres sonoros
como campanada
de aldea dormida.
Ellos, mis amigos,
donde tañe y tañe
su grillo la vida.

2

Ellos están lejos Hay sitios del mundo
donde tengo puerta
y llamo y me nombran
por mi nombre de hombre
y el vino preside
mi sitio en la mesa.
Ellos, mis amigos,
que ejercen oficios
de pan cotidiano
y empuñan canciones
contra la tristeza.

3

Ellos están lejos
pero no recuerdo
recuerdos más cerca
de mis alegrías,
más como juntando
la sangre en un puño,
más a mi costado
donde tañe y sufre
su grillo la vida.
Ellos, los amigos.
Ellos que me esperan
mientras cruzo el mundo
y, por si llegara,
han dejado abiertas
las puertas del día.

CANCIÓN DEL FORASTERO

De qué me sirve a mí la primavera,
esta ciudad con plazas y alamedas,
si en el acontecer del día que se va
en toda esta ciudad, nadie me espera.
De qué me sirve a mí tanto paisaje,
el cielo cruel y azul, la luna llena,
si en el acontecer de oscura inmensidad,
en toda esta ciudad, no hay quién me quiera.

Los ojos sin amor son ojos muertos,
miran pero no ven: la piel del día,
la fiesta de color del pájaro y la flor,
el rostro natural de la alegría.
De qué puede sevir mirarnos sin amar?
Los ojos sin amor, no ven la vida.

El solo marcha solo hacia la muerte,
es como un forastero de los días,
dirá que estuvo aquí y no supo entender
por qué los que se amaban, sonreían.
Un hombre, una mujer, por separado
son la mitad del ser, dos soledades,
de qué pueden servir si no saben unir
en el río de un niño las dos sangres.

CARTA DE VINOS

1

Con la sombra del año, con el tiempo
que envejece al otoño en la madera,
madura al rojo el corazón del vino
fraguado en calendarios de paciencia.
La ciencia milenaria de su alquimia
no admite sino el cálculo del clima
cuando el mosto recobra el movimiento
y en su fermentación hierve la vida.
Enmelada de abejas va la tarde,
fundándole regiones de dulzura,
como una jubilosa flor del aire
dormida en el vivero de la espuma.
El vino va del verde a lo morado,
tornasol de la rosa, transparencia
donde la luz es sólida un instante
y el aroma un lugar de residencia.
El hombre sabe a vino. El vino a hombre.
Es un secreto a voces el misterio.
Desde lo más remoto vienen juntos
rompiendo las ventanas del silencio.
La memoria del vino, es la memoria
del labrador de pámpanos y estrellas
que un día, ya de pie, mató al olvido
y se vino a zancadas por la tierra.
El antiguo pastor de las edades
guardó los cereales, la herramienta,
llevó la vid con él sobre los siglos
para ver regresar la primavera. 2

Reúne nombres de región y abuelos,
inalterables formas y apellidos,
el Pinot gris de los atardeceres,
el Borgoña nocturno, el Medoc sísmico,
ese trago de Riessling luminoso
que llena la alegría de estampidos
o el Cabernet de umbrías soledades
que aturde el corazón como un gemido.
En la mesa solar del mediodía
el Lambrusco del año parpadea
y queda demorado, propiciando
el entresueño de la sobremesa.
A veces llega con el gusto verde
al ruidoso fragor de las tabernas,
a las celebraciones tumultuosas
y enciende las hogueras de la fiesta.
El vino tiene un orden. Él conduce
los infinitos duendes de la vida:
con carnes, tinto; con mariscos, blanco.
Es el otro sabor de la comida.
Y cuando llueve el corazón y el año y arde la leña trémula del día,
el vino, compañero y solidario
moja el sollozo y la melancolía.
Pero, a veces, el vino, prisionero de sombras,
sale con la navaja del lucro, simulado,
destituido del sol de su nobleza
a maniatar los pobres inermes de los barrios.
Corrompe la alegría en los ruines boliches
donde violan su estirpe las tinturas y el agua
para estragar al hombre del jornal y entubiarle
la raída inocencia que padece su canto.
Sale del vino con un puño. Sale un grito. Le sale
la mala luz del odio, la artera puñalada.
Amanece en las celdas donde orina el desprecio
y llora roncamente su lágrima de espanto.
El vino mata al vino en la casa del pobre:
entra el domingo y salen las mujeres llorando.
Los niños desnutridos bostezan el asombro
y desde las tinieblas, solloza el desamparo.

Yo lo he visto en el monte, violento como un hacha,
beberse la quincena y amanecer vinagre.
Me ha dolido en las carpas de los cosechadores
y en los rudos obrajes forestales del hambre.
De noche, en las tabernas de los puertos del mundo,
canta las afonías de los coros canallas.

Prostituto en la risa de la mujer caída
al hondo mudridero del sexo desterrado.

Ahí anda en cueros, lúbrico y a mitad de camino
del animal y el hombre, aullando, en cuatro patas,
etílico y sombrío, triste macho cabrío cavando hacia lo oscuro la condición humana.

Hay que cuidar al vino del usurero abstemio
que castra en las bodegas su magia milenaria
que, como un dios remoto, libera la alegría
en lo que el hombre tiene de campanario y pájaro.
Hay que salvar al vino de los brujos metálicos
que humillan y adulteran su índole de sangre,
para que vuelva puro a la mesa del hombre
y le llene la casa de júbilo fragante.

(�Canto popular de las comidas�, 1974)

CRÓNICA DE INDIAS

I

En las Crónicas del Descubrimiento, no está escrito.
No se dice tampoco en las Relaciones
a su Reverendísima Majestad Católica.
Los Libros de Bitácora son mudos al respecto
porque tratan de pájaros o corrientes azules o ríos
como el mar.
Y además, tanto asombro no cabía en los ojos
y todavía menos en la caligrafía atroz y laberíntica
donde el idioma daba tumbos de toro herido,
sea que fuera un monje perdido en la escritura
o el Señor Almirante de Todos los Océanos, Cristóforo
Gaviota
como debió firmar desde el día o la noche que
violentó las aguas
y vio crecer la tierra, como un vientre, en la proa.
No lo dice en sus Cartas. Consta en las listas básicas:
tasajo, cien arrobas, cereal, veinte noques,
tres barricadas de sal, pero es la suma gruesa,
el dato amontonado de imprescindibles víveres;
nunca jamás la alquimia, la mágica manera,
los hervores precisos por los que recobraban
la cualidad nutricia y el sabor resurrecto y el olor a comida.
No está. Nunca lo dicen. Nadie describe el modo
de tomar alimentos.
No recuerdan el vino que vino en las bodegas
ni el trigo ni el arroz ni el pez incandescente
o las destilaciones asesinas
que les ponían ráfagas de espadas en los ojos
siendo, como es que fueron, definitivamente
alucinados.
Un abismo ese olvido. Un pozo de los siglos.
Debió ser un regreso vergonzante al cilicio
porque, como creían, esos magros desdenes al júbilo
del jugo
les daban una módica, raída transparencia a los ojos
de Dios
y, pues que eran ascetas, él los vería claros
maguer las violaciones sucias de sangre y lodo
y esa sed y ese arder por el oro y el moro.

2

No era tema de honor ni asunto de relato
y mal podría andar mezclando a las hazañas
el vulgo de yantar, sus pormenores dóciles al olvido
en épocas de Endriagos, Trapalandas
y precipitaciones geográficas, mapas de no acabar,
lentas bahías, islas de ardido trópico en la brújula;
porque el tiempo se había vuelto loco
y sólo lo grandioso conmovía:
Atlántidas, ciudades de oro y plata,
soles de oro macizo destituidos del cielo al norte, al sur, al este y al oeste,
verificables sólo por el amotinamiento de los pájaros.
Se nutrían de fábulas y andaban temulentos de
leyendas
toda vez que hasta Dios incurrió en olvidarnos
entre sus Escrituras y éramos inocentes
de sus feroces Tablas y estando como estábamos
sin profeta en la tierra, la desnudez que hubimos
era un modo del aire, ya que el cuerpo era todo
como si fuera cara ante el fuego y el hielo,
todo el cuerpo era cara:
el mismísimo rostro de la naturaleza en estado de ser.
De aquellos sucedidos se llenaron la boca
y no podían menos que agrandar lo que hallaban,
pues que era grande ya partir hacia el asombro
aunque fueran buscando un paso hacia el oriente
para facilitar el tráfico de Especias
con destino a halagar el paladar del mundo.
No les cupo en los ojos tamaño sucedido.
Les tocó amanecer Señores del Misterio.
Aquí, en estas distancias, nacieron a lo enorme
y ya la Especiería perdió todo horizonte.
De pronto, Adelantados de las Navegaciones,
hollaron el reverso del día y de la noche. 3

Todo ascendió al milagro y sin más valimiento
que la fiebre, el coraje, el sórdido apetito o las
alumbraciones,
cada uno en su sitio se sintió destinado
ya que habían pisado al fin la desmesura
y, allende el mar, el mundo había envejecido
de una vez para siempre sin que ellos lo supieran
y aún mucho menos que esto era un Continente,
como que no supieron debajo de la muerte
que le habían volteado la puerta al horizonte
en el que los cartógrafos anotaban estrellas,
cruces, constelaciones, extensiones del cielo
donde estallaba el número y la geometría
porque había más norte del que se suponía
para situar aquí el ombligo del mundo.
Así fue que olvidaron. Así fue que nacieron
turbiamente de nuevo dos veces ese siglo
y aunque escribieran largos informes obsecuentes
a sus Reverendísimas Majestades Católicas,
salivaban procaces la Corte calzonuda
dueña de un mundo oceánico breve como un pañuelo,
ahora que ellos eran Capitanes del Límite
y habían derrumbado los muros del espacio. Chancheros, escribientes, horteras, ganapanes,
deudores, condenados, ralea, leva, garfios,
pinzones, sánchez, gómez, pérez de pero y pera;
libertos y corteses, pizarros, alvarados,
quirogas, bajo pueblo, giménez de la nada:
solamente la chusma disponible esos días:
balboas, alvar núñez, mendozas, Magallanes.
Nada, Ni un solo príncipe. Ni un hidalgo señor.
Ni un señor hijodalgo. Ni un caballero. Nada.
Nadie para dar fe. Nadie sino los pobres infelices
sin nada.
Brutos como una ostra. Gente de bajo instinto.
Carne de mugre y muerte. Banderías de harapos.
Despertaron a Dios, lo llamaron al alba:
-Señor, allá debajo hay otro continente!,
gritaron, patalearon, le gastaron la aldaba.
Dios revisó los Libros. Dijo:
-Aquí no está escrito. Guiñó un ojo a sus ángeles
y mientras regresaba a su nivel de sueño,
dicen que murmuró:
-Otra treta del diablo. 4

Los Reyes han tenido más poderes que Dios
puesto que Dios no es otro que una inmensa metáfora
para asir, de algún modo, la mitad invisible de lo
reconocido,
por esa breve y simple sílaba de cenizas: Dios.
Algo como el respiro de la vida y la muerte
para cerrar la boca abismal del misterio: Dios.
Pero los Reyes pueden organizar su Dios
para esconder el humo de sus depredaciones:
disponer de los unos, degollar a los otros
y ofrendarles sahumerios dispersos en el viento
porque parece ser que los dioses del hombre
se alimentaron sólo de destrucción y fuego
y que sus catedrales, construidas con martirios,
sólo hubieren lugar para los vencedores
y al vencido, sin Dios, le ocurriera el destierro
de modo que la vida se cuente por victorias
habidas, mal habidas, habidas por azar como fueron
habidas
estas lejanas tierras ausentes de escrituras,
de propósito alguno, de ordenación o rango
y es que yendo a buscar pimientas y canelas
dieron con que se dieron de nariz con la tierra;
y en lugar de quemar sus oráculos torpes,
sus brújulas de alcoba, sus monjes sordomudos,
procedieron negando la existencia del ánima que había aparecido en el traste del mundo.
Así fue que detrás de los Adelantados
de Todos los Albatros,
vinieron los Alcaldes, a ojo de buen cubero,
los frailes remanentes, los Señores de Horcas
y los Gobernadores de Muy Habida Cuenta
para imponer un orden de dioses y cuchillos
y ahogar en sangre al sol del maíz y la melga.
Y como que los Reyes pueden con Dios, pudieron
envilecer las Crónicas de los Descubrimientos
alentando a los sórdidos saqueadores del oro
y atorando de espanto tres siglos de desprecio.
Ya nadie halló el Camino de las Especierías.
El diablo era muy diablo y fundó aquí el infierno.

5

Tal parece que ellos no comían por no pecar de gula
o morir en pecado y muchísimo menos describirse
comiendo
o haciendo relación de cocido o fritura que
enloqueciera el aire
o hablar de su pitanza o la marmita hirviendo;
cómo es que olía el pez en la cazuela y el pulpo al
pimentón
erogando de aceite de oliva de Castilla
o la negra chanfaina de animal desangrado y muy
recientemente,
acaso el bife de hígado con perejil y ajo
o la mera fritanga de cebolla con hojas de laurel
de Extremadura cuando no había más y sólo era recuerdo la pierna
de cordero
revolcada en cenizas si es que no hubiera sal en la
talaga,
como es que sucedía de manera frecuente, pues
entonces fue escasa,
como que se recuerda que de ella deviene la palabra:
salario;
así que antiguamente se pagaba con sal al artesano
para que su bocado tuviera su aleluya
y alguna vez siquiera el pobre de la tierra tuviera
una alegría.

Ellos se recataban de mentar las comidas
aunque muy claramente se descuenta
que hubieron de llenar las bodegas de jamones cocidos
por el viento en las Sierras
y cuelgas de chorizos y orejones pulposos,
ya que el tasajo era tan solo un ingrediente en el guiso de alubias
sustentando a tocino y lenguas de carnero o trufas
u hortalizas
bien que magras aún, ya que recién llegaban y ponían
pie en tierra.

No lo han dejado dicho por resultar pedestre entre
sus avatares,
como tampoco dicen que volteaban las indias
con la furia volcánica del hombre en soledad,
pensando o no pensando que todo se sabría
con sólo abrir los ojos unos siglos después
y verse las dos sangres y tener dos raíces:
una para la muerte, otra para la vida, pero ambas
sin olvido
y atrozmente mirando atrás, abajo, arriba,
en la médula misma de la violada vida.
Pensando o no pensando que la vida resiste
y que la muerte deja señales en la arena,
por lo que, muchas veces, ya caído el guerrero,
comido por las fiebres,
tragando en el pantano, desollando en lo vivo, asaz
despedazados,
irrumpía un vagido lejos de su agonía entre una y
otra lluvia
tenaz, interminable, carnal, espesa, oscura, dentada
de relámpagos.

Ellos no hacen memoria de comida o fritura, pero
bajo sus muertes
se han hallado frijoles y ruinosas cucharas. 6

�Era el gran Montezuma de edad de hasta
cuarenta años
y buena estatura y bien proporcionado y cenceño…�,
describe subyugado don Bernal Díaz del Castillo,
uno de los Cronistas, muy de pluma velamen y
húmeda de asombro
ante, como él escribe, �la manera y persona del Rey
de los Aztecas�.
�Y pocas barbas, prietas y bien puestas y ralas�.
�El rostro algo largo y alegre mostraba en su persona
en el mirar, por un cabo amor y cuando era menester
gravedad,
era muy pulido y limpio; bañándose cada día una vez,
a la tarde;
tenía muchas mujeres por amigas, hijas de señores,
puesto que tenía dos grandes cacicas por sus legítimas mujeres,
que cuando usaba con ellas era tan secretamente
que no alcanzaban a saber sino algunos de los que
le servían…�

Pero es cuando la lluvia, la interminable lluvia
agobiante del trópico, le moja las hazañas
que él reconstruye el siglo
y nos da testimonio meticulosamente
de la naturaleza cotidiana de América
y, por primera vez, desciende a las comidas
sólo porque esta vez se trata de nosotros:
hijos definitivos del sol germinador.

Entonces nos precede cinco siglos, porque él como
nosotros
entiende que el poeta gusta la pulpa y busca
entretanto el carozo, el hueso de la vida.
Así es que nos escribe y nos describe, aunque por
lo fastuoso
en los rituales actos de nutrir nuestro cuerpo
no sólo con la médula sino con el sabor y el olor
lujurioso:
�En el comer, le tenían sus cocineros
sobre treinta maneras de guisados hechos a su manera
y usanza y teníanlos puestos en braseros de barro chico
debajo,
porque no se enfriase y de aquello que el gran
Montezuma
había de comer, guisaban más de trescientos platos
sin más de mil para la gente de guarda…�
Hay un olor a frutas, hay un color demente,
se siente el movimiento ceremonial del cántaro
volcando el mediodía torrencial de los vinos
y la vida tañendo por entre las vajillas.

7

Encandilado sigue. Con los ojos ardiendo
mira hacia su memoria, reconstruye a relámpagos:
�…y cuando habían de comer salíase Montezuma
algunas veces con sus principales y mayordomos
y le señalaban cuál guisado era mejor
y de qué aves y cosas estaba guisando
y de lo que le decían de aquello había de comer
y cuando salía a verlos eran pocas veces
y como por pasatiempo…�

Cronista ya de prosa terrestre, Bernal describe al príncipe comiendo como príncipe.
Enjaulado en la lluvia, ceñido por la muerte,
mezcla los sucedidos y desfonda los hechos:
�oí decir que le solían guisar carnes de muchachos
de poca edad y, como le tenían tantas diversidades
de guisados y, de tantas cosas, no lo echábamos de
ver
si era carne humana o de otras cosas,
porque cotidianamente le guisaban gallinas,
gallos de papadas, faisanes,
perdices de la tierra, codornices,
patos mansos y bravos, venados,
puerco de la tierra,
pajaritos de caña y
palomas y liebres y conejos
y muchas maneras de aves
y cosas que se crían en esta tierra, que son tantas
que no acabaré de nombrar tan presto…�

Y luego su atavío y las maneras de su servicio
�al tiempo de comer�. Lumbre de ascuas olorosas,
blancos manteles, ídolos tallados en la mesa
�…y cuatro mujeres muy hermosas y limpias
le daban agua a mano… Y le daban sus toallas
y otras dos mujeres le traían el pan de tortillas…�

Al fin pues, hay noticias de aroma y abundancia
en la gesta famélica de los dioses oceánicos
sólo porque la lluvia le ceñía la muerte
y él daba fe, escribiendo entre grandes relámpagos.

DOÑA FLORENCIA ARBOLEDA

Sobre los ríos secos donde cae
la tarde, chamuscada de infinito,
sobre las situaciones del silencio
y las crepitaciones del olvido;
allí, donde las cosas tienen tiempo
y se detienen a buscar su sitio,
vive doña Florencia, madre y árbol,
calendario de sauces, mapa vivo,
relatando el país, porque sus ojos
le han visto el nacimiento a los caminos.

Se la ve mineral cuando amanece
ancha la voz y vegetal las venas.
Alzada sobre el día, lentamente, cruza la luz morada de la tierra
-como cuando va el sol las vidas
haciendo parpadear la primavera-
la presencia habitando todo el aire
y la sombra cavando en la leyenda.

La arboladura de su mano ampara
el hecho nacional del cancionero,
porque hubo comisarios, milicadas,
biblias del hambre, generales, cepos,
guerrillas de patrones, lenguaraces,
comparsa electoral, domingos ciegos,
en tanto su semilla iba a lo alto
y sus hijos cruzaban el invierno
y la patria era pan y la mercaban
a pequeña traición y bajo precio.

Qué memorias no guarda su memoria
cuando agita las aguas del silencio.

Su boca nombradora sabe lunas,
historias sin historia en los sucesos.
De tanto padecer Gobernaciones
ya la esperanza se le ha vuelto hueso,
pero para durar, para que aguante
traiciones y promesas, milagreros:
ya no le quedan rumbos que no sepa
la paciencia sin llanto de su empeño
donde el país es padre, campesino,
suburbio numeroso, viento nuevo.

Cómo van a voltearle la esperanza
si es lo más arbolado de sus sueños. Su idioma sale lleno de habitantes
a poblar los rincones del poniente,
cuando la tarde es roja como un gallo
gastado de empinarse en su vertiente.
Entonces cada cual vuelve al oficio
donde estaba esperándolo la suerte
y regresa el paisaje fallecido,
los antiguos lugares de la gente,
la calle que no está, que se ha perdido
buscándole vecinos a la muerte.

Déjenla que a dos manos nos relate
los duendes asoleados de la siesta,
cuando se fue a penar Clímaco Ahumada
por el martirio seco de Panquehua
o aquella vez de sangre y madrugada
que se cayó al rocío el Guitarrero
y empezó a tonadear allá debajo
con la voz dada vuelta hacia el silencio.

Nada puede olvidar. Nada la olvida.
Escúchenla tutearse con el tiempo. Ay, Florencia Arboleda, madre nuestra,
cogollito del aire, sol por dentro,
tu condición de cobre me da vueltas
como un río de aroma por el pecho;
quédate en el lugar donde los vientos
se ponen milagrosos de copleros,
guárdate la tonada que en tus labios
tiene pájaros míos prisioneros,
porque hay mucho que andar y andar cantando
en tanto viene el día y dice: andemos.

(�Los compadres del horizonte�, 1960)

EL BIENAVENTURADO

Aquel hombre de enfrente,
simple de corazón,
agonizó sus años
corriendo a tres empleos.
Un día, simplemente,
su simple corazón
le estalló en una esquina
y despertó en el cielo.

Dios, bonachón y antiguo,
le dio la bienvenida,
palmeándole y diciendo:
qué cuenta de la vida?

Y aquel hombre de enfrente,
simple de corazón,
se quedó boquiabierto
y preguntó: qué vida?

(�Tonadas para usar�, 1967)

EL ESPEJO EN LA ACEQUIA

Ella tenía un sueño de blusas para el sábado
y yo no lo sabía.

Me deben ese sueño. Yo también se lo debo.

Con la fatiga al hombro, cruzábamos la viña.

Ella tenía un sueño de pollera estampada,
pero yo no sabía.

Andábamos ganando uno que otro centavo:
cierto pan necesario que mi madre partía.

Etelvina Tejada, nos deben ese sueño,
ese trecho de insomnio clavado en nuestra vida.

La andaba atravesando toda la adolescencia
y yo no lo sabía.

Tenía un modo raro de mirarse en la acequia,
pero yo ¿qué sabía?

(“Luz de entonces”, 1963)

EL HOMBRE DEL AJÍ

Cómo resiste el Zoilo Guaquinchay
sobre el silencio inmóvil de la piedra,
dándole al socavón, dándose y dando
un golpe a la tiniebla y otro afuera?
Un combo aquí porque no tengo madre
y otro por si, cavando, la tuviera;
dándole, dando con paciencia oscura
a la ternura hembra de la tierra.
Porque no puede ser, porque no puedo,
porque puede que sí, puede que pueda
estar agonizando mientras dura,
mientras resiste con la lengua afuera. El hombre del ají mira de lejos
por los ojos hurones de la siesta
y entonces se le ve, profundamente,
que le queda infinita la tristeza,
que ya no es suya, que la trajo al hombro
una heredad de Mita y Encomienda
y, polvosa de siglos, se hizo polvo
entre sus sometidas polvaredas.

Él mata el hambre con sabor picante
y demora a la muerte en su acuyico,
se redime en la aloja, cuando puede,
y en la mancha feroz llora su grito.
A vacilantes pasos de baguala
viene, el día de pago, tropezando:
a manotones con su propio incendio,
náufrago para siempre en su naufragio.

Bebe su situación, come y no come,
esconde el hambre antigua en su sancocho,
moja la soledad en los boliches
y ella lo espera atrás del trago pobre:
acodada en su sombra, cavilosa,
teje su telaraña en los rincones,
hasta que el Zoilo Guaquinchay se entrega
y entonces se lo lleva a empujones.

En la raída euforia de la noche
le amontonan la sombra las estrellas,
eructa, como un dios, hacia el olvido
y queda tambaleando en la insolencia.
Así que agonizando, Guaquinchay?
Con que echándole ají a todas las penas?
Noviando con la muerte? Has olvidado
que la muerte se acuesta con cualquiera? De un modo muy nocturno, el Zoilo sabe
que hay que matar el hambre, despenarlo,
que un cuchillo de ají y otro de furia,
pueden remotamente, arrinconarlo
y entonces con un pan de trigo joven
y un día cereal y un vino largo
darle de frente donde más nos duele
y no engañarlo más con el picante.

De una manera oscura, el Zoilo piensa
que se puede poder, que acaso pueda
liberar el ají de sus verdugos
y devolverlo júbilo a la mesa.
Por eso es que resiste allí debajo
del ataúd minero de la piedra,
porque puede que sí, que esté pudiendo,
porque puede poder, puede que pueda
rescatar del ají su fiesta pura
y abrirle un socavón a las tinieblas.

EL MUNDO ES UN PAÑUELO

Usted partió de aquí, yo de mi tierra.
En algún puerto o niebla nos cruzamos.
Llegué a su patria como usted a la mía:
entre maravillado y desterrado.

Allá, la inmensidad; aquí, la añeja
memoria de la sangre que no cesa.

Allá, los horizontes desbocados;
aquí, la vida insomne en su parcela.
Tal vez, no exactamente, pero admita
que fuimos despojados por la ausencia.

No importa qué país, qué continente,
qué asedio, qué ansiedad o qué pobreza.
Usted dejó su tierra y yo la mía
con los perros del odio tras la puerta
y sea como sea, hermano lejos,
pisamos un exilio de tristeza.

Yo sé que volverá, que volveremos:
usted a su heredad y yo a mi cielo.
Si en algún puerto o niebla nos cruzamos,
deme la mano, hermano,
deme el hermano que estará en su mano,
diciendo que este mundo es un pañuelo.

(�Últimos poemas�, inédito)

EL SUBVERSIVO

Un día,
el pobre tipo
empleado o jornalero,
ese que anda a los tumbos
y de la cuarta
al pértigo,
el que ha visto llover
y llover
y llover
sobre su lomo gris
y su triste sombrero;
ése,
el tipo a destajo
que vive de segunda
como el padre del padre
de su anónimo abuelo:
el buen contribuyente
de la cola de acémilas,
aquél,
el locatario
con su ataúd de deudas,
ese que viaja en ómnibus
o en tren la vida entera;
un día,
cualquier día
de mascar la impotencia, va a agotar,
va a gastar,
va a perder la paciencia:
esa última,
oscura rebelión
que le queda.

Un día,
el subversivo,
va a empuñar la impaciencia!
El tipo es un peligro:
tiene un arma secreta.

EL VINO TRISTE

Ese hombre que entra al bar
sin sombra que le ladre,
ése que pisa y pasa
sin rostro ni señales,
pide una copa solo
de espaldas a la calle,
bebe su copa solo,
inmóvil, demorándose,
paga, piensa otro trago
sin gastar ni una frase
y luego, se va solo
hacia la noche y nadie.

Ese tipo va herido.

Y la muerte lo sabe.

FUNERAL DEL SOLDADO

Qué fue de aquel muchacho
silbador y andariego
que violaba veranos
de pájaros y fuego?
Aquél que cantaba
desde la piel al grito,
junto a la hoguera joven
y al fragor de los pinos?

Qué fue de aquella sangre
en júbilo creciente
que enamoraba al vino
aún verde de septiembre?
Creció todo un otoño?
Volvió tarde la noche?
Lo devoró la luna?
Se lo comió el relente?
Qué fue de aquel muchacho
de estampido y de hierba?

Dónde perdió el aroma
y adquirió la tiniebla?

Ay, qué inocencia suya
su alegría inocente!
Pisándole el rocío
lo seguía la muerte.
Lo despeñó un abismo
de estupor infinito
abajo,
abajo,
abajo
de la piel y del grito. Después cundió el silencio.
Y comenzó el olvido.

(�Tonadas para usar�, 1967)

HAY UN NIÑO EN LA CALLE

A esta hora, exactamente,
hay un niño en la calle…
Le digo: amor; me digo, recuerdo que yo andaba,
con las primeras luces de mi sangre, vendiendo
una oscura verg�enza: la historia, el tiempo, diarios.
Porque es cuando recuerdo, también, las Presidencias,
urgentes abogados, politiqueros, asco;
cuando subo a la vida juntando mi inocencia,
mi niñez, triturada por escasos centavos,
por la cantidad mínima de pagar la estadía
como un vagón de carga
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre:
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla, si hay un niño en la calle?

Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate;
transitar sus países de bandido y tesoros
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo, es absurdo ensayar en la tierra
la alegría y el canto;
de otro modo, es inútil,
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Dónde andarán los niños que venían conmigo
ganándose la vida por los cuatro costados,
porque en este camino de lo hostil ferozmente
cayó el Toto de frente con su poquita sangre,
con sus ropas de fe, su dolor a pedazos
y ahora necesito saber cuáles sonríen,
mi canción necesita saber si se han salvado,
porque si no es inútil mi juventud de música
y ha de dolerme mucho la primavera este año.

Importan dos maneras de concebir el mundo:
una, salvarse solo,
arrojar ciegamente a los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.

Exactamente, ahora: si llueve en las ciudades,
si desciende la niebla como un sapo del aire
y el viento no es ninguna canción en las ventanas,
no debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada;
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas una mala palabra.

Cuando uno anda en los pueblos del país
o va en trenes por su geografía de silencio,
la patria
sale a mirar al hombre con los niños desnudos
y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre,
qué historia les concierne,
qué lugar en el mapa,
porque uno, norte adentro y sur adentro, encuentra
la espalda escandalosa de las grandes ciudades
nutriéndose de trigo, vides, cañaverales
donde el azúcar sube como un junco del aire;
uno encuentra la gente, los jornales escasos,
una sorda tarea de madres con horarios
y padres silenciosos molidos en las fábricas;
hay días que uno, andando de madrugada, encuentra
la intemperie dormida con un niño en los brazos.

Y uno recuerda nombres, anécdotas, señores
que en París han bebido
por la antigua belleza de Dios, sobre la balsa,
en donde han sorprendido la soledad de frente
y la índole triste del hombre solitario,
en tanto sus señoras, tienen angustia y cambian
de amantes esta noche, de alhajas esta tarde,
porque el tedio que llevan ya no cabe en el mundo
y ellos son accionistas de los niños descalzos.

Ellos han olvidado que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños que viven en la calle
y multitud de niños que crecen en la calle.
A esta hora, exactamente, hay un niño creciendo.

Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula:
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago triste le cruza la mirada,
porque nadie protege esa vida que crece
y el amor se ha perdido como un niño en la calle…

(“Antología de Juan”, 1958)

HISTORIA PERSONAL DE LA PAZ

Siempre hay un rey sobre un caballo
en las viejas ciudades;
lo custodian las fuentes y los niños
y un insólito pájaro.
Cuando los veo, pienso que la muerte
mira de las estatuas
armada hasta los dientes, con sus ojos
de bronce clausurado.
Si pregunto por ellos, me describen
galopes y batallas.
Nunca al caballo libre en las praderas
ni al señor en su casa.

Todos cuentan la historia por las guerras
en las viejas ciudades
y por más que pregunto nadie sabe
describir la morada
donde amasaba pan el panadero
y su mujer hilaba.La historia que nos cuentan es la historia
de una que otra batalla,
pero jamás nos dicen que, entretanto,
el labrador sembraba
y que, segando el trigo de la vida,
los jóvenes se amaban
mirándose a los ojos, como miro
la paz en tu mirada,
mientras paseamos por la antigua plaza
con un rey a caballo
donde juegan los niños y las fuentes
son catedrales de agua.

La paz, amor,
es ese pájaro insólito que, a veces,
se posa en las estatuas.

(Inédito, Bilitzi, Georgia, 1977)

LA BARCA

A imagen de mí
a semejanza
de cuánto y tanto sueño desvelado,
te vi llegar,
atravesar la ausencia
con la proa lunada de tu barca.
Y a imagen de ti,
a semejanza
de un antiguo profeta destinado,
salí a nombrarte niños,
a fundarte,
a ser tu territorio y tu habitante.

Pongo una historia aquí,
fecho tu arribo,
inauguro en tu voz mi calendario:
tú has de explicarme el alba cuando llegue
rodeada del rito de los pájaros.

Destino tu lugar.
Este es el sitio
donde fui diariamente solitario.
Siembro una estrella aquí para que crezca
su luz enamorada por tu sangre.

Fundo tu casa aquí,
sostengo el día
y su paloma sideral sin margen
para que andes vestida de alegría
tan húmeda de azul como el verano. Debes decirme tú cómo la tarde
se te vuelve horizonte en el regazo,
cómo la noche es tu materia y tiembla
ceñida por tu piel y por mis brazos.

Cuéntame como canto cada rama,
cada viento que pasa,
cada olivo
y aprenderás a verme en mis silencios,
maduros de memoria, como el vino.

Pongo tu nombre aquí.
Este es mi modo
de amarrarte la barca con la vida,
mi manera inocente de ser hombre,
la costumbre terrestre de mi espiga. Escúchame crecer.
Multiplicarme.
La muerte queda lejos todavía.

(�Historia de tu ausencia�, 1957)

LA NOCIÓN DEL MAR

Tajeaba el sol al barrio de Las Latas, infierno
basural allá debajo. Una escalera azul de aire canalla
subía a un cielo rata y castigado.
Crecíamos allí, hurgando el mundo que nos llegaba
roto, triturado, construyendo en su oscuro deterioro
el rostro inmemorial de la esperanza; porque
siempre brillaba algo en la mugre, siempre había una
chispa centelleando y en medio del fragor de lo destruido
algo de ignota vida era salvado por nuestras
manos de escarbar el fondo, las costuras del mundo,
su naufragio, buscando en los pedazos del olvido la
estrella rota de los basurales.
-Se nos vienen los Jotes!, -carcajeaban los Carreros
al vernos en bandadas asediar el ruinoso traqueteo
con que trizaba, a la mañana, el carro. Hombres
con voces de quebrar maderas, peones de vida
cruel y vino amargo, vengaban en nosotros, si podían,
la tonada humillada, el mar tabaco, la perra suerte de
vivir muriendo entre el chirrido funeral del carro.

En el Boliche de La Pastelera era larga la noche.
Demoraban el trago redentor, el vino pobre, la bruta
soledad y sus fantasmas. En el calor espeso del boliche
era un incendio turbio la guitarra. Entonces nos
dejaban arrimarnos, ateridos de miedo, hasta sus llamas.

El Tiburcio, guatón, fiero hasta el hueso, siempre
hablaba del mar cuando tomaba, se nos ponía bueno
de repente y una tonta ternura lo maneaba.
-Cómo es el mar, Tiburcio?
-Che, Tiburcio, hablá del mar…
-Azul hasta la enagua. Le toca el culo al cielo…
-Qué le toca?
-El mar es como el cielo, pero abajo.
Era de verlo, repechando el vino, despeñando los
ojos por las lágrimas. Caído hacia lo triste repetía:
-El mar es el tamaño del tamaño!
-El tamaño de qué?
Se le caían por el labio inferior raras palabras de turbia enormidad y sortilegios quemados en la sal del
mar que amaba y que emergía con la borrachera de
la chispa recóndita, enterrada en ciertos sitios de la
sangre donde su animal regresaba hacia la infancia.
El guatón dijo el mar, la espuma, el cielo, dijo
la enagua azul, habló del agua que lejos de los ojos
era lejos como el cielo y el mar que nos contaba. Pero
algo nos sonaba en lo más niño, en lo que persistía
tierno y claro, algo como colores sin orillas por detrás
de lo ruin, ahí en lo mágico, que no retrocedió ni aún
doliendo en lo feroz de aquella madrugada cuando
supimos al Tiburcio muerto de puro mar y cuatro
puñaladas.

Ya nadie habló del mar. Todos supimos que el
mar es como el cielo, pero abajo.

LA VERDADERA MUERTE DEL COMPADRE

Lo vieron avanzar hacia la noche.

La guitarra raigal lo custodiaba.

Apagaron las voces del boliche.

Las sombras le cayeron de los párpados.

Nadie pudo ver bien, un toro oscuro
embistió las pupilas asombradas.

Tambaleando su sangre entró a la noche.

El polvo palpitante lo esperaba.

No hay modo de contar qué parecía
su tamaño terrestre ante los astros.

Hay que andar el rigor, climas de hombría,
atravesar un trópico de tábanos,
desnudar su lejana alfarería,
reconstruirse en lo tierno de su carne,
para saber qué viento de jaurías
derribó la estatura del compadre.

Nunca se supo bien. En los boliches
la luz y los candiles lo callaron.

Avanzó deshojando los latidos
desde una astrología de puñales.

Una ampolla cruel al rojo vivo
se le fue haciendo brasa entre las manos.

La luna lo tumbó. Lo puso muerto.
Se le dejó caer como un hachazo. Aquí cayó el compadre a su silencio.

Agregado a la arena fue olvidándose.

Quedó cara a la luz, semblante al cielo,
de espaldas al olvido, rostro al alba.

Cuando regresó el viento, Sur y ríos,
pasó sobre su rostro, duro y áspero.

Aquí lo absorbió el río. Las raíces
desataron las furias de sus barbas.
Una lenta labor de polvo y tiempo
le buscaba la furia de la sangre.

Su piel volvió a la tierra, lentamente
lo reunió la sal, lo fue apagando
con su lengua de frío transparente
hasta ponerle el corazón de plata.

El cobre minucioso, el hierro negro,
la arcilla mineral, el liquen bárbaro,
le experimentaron el zumo, le bebieron
la índole vinícola de un trago.

Entonces regresó. Cundió su sombra
por un extraño hechizo de campanas.

Con las canciones rotas por la lluvia
penetró al corazón de las guitarras.

Su memoria ritual creció en la noche
postulada de estrellas y relámpagos.

Y amaneció en la muerte su silencio
trizado por el júbilo y los pájaros.

(�Los compadres del horizonte�, 1960)

LA VIDA DOS VECES

Miren cómo sonaba allá en mi barrio agreste
este nombre caído de los mares lejanos:
Toddy Deussán. Un chico alimentado a lirios.
Una flor de su madre que soñaba otra vida.
Supe que no querían que jugara conmigo
porque yo era la forma del pánico y el hambre
y la más descarada miseria por el mundo.
Pero Toddy, esa gracia hecha de mimbre y aire,
vivía hipnotizado por mi gran aventura.
Cuando huía del ojo celoso de su madre
se acercaba a mi sombra con cierto desenfado,
me mostraba sonriendo sus ignotos tesoros
y me buscaba el lado más pájaro del alma.

Él descubrió en mis ojos cierto país del sueño
donde se desnudaba un ángel con harapos,
algunos yacimientos de enterrada inocencia
y un gran rompecabezas de ternura en mis manos.

Un día, ya vencidos por nuestra resistencia,
los padres me dejaron entrar en el santuario,
nos sirvieron un río de leche y medialunas
y yo los deslumbré dibujando caballos.

Después, siguió la vida, como siempre sucede,
volvió el viento de agosto y crecieron los árboles;
sus padres, que tenían el sueño de otra vida,
una tarde ceniza se mudaron de barrio.

Yo olvidé el canillita en un cruce de esquinas,
entré al jornal violento del vino y los obrajes,
vestí los portentosos pantalones del viento
y descubrí mi oficio de fábula y guitarra.

Tody, se llama Alfredo Daeussán, vive en Mendoza,
casó con otro mimbre hace muchos veranos,
seguramente tiene un puñado de niños
y es una pajarera su comedor de diario.

Acaso, un año de éstos, cuando vuelva al oeste,
llame a su puerta clara y despierte sus pájaros,
sólo porque un amigo es la vida dos veces
y desde aquella tarde no dibujo caballos.

MEMORIA DEL GRILLO

Yo, simplemente, vine a nutrirme de asombro.
En mi niñez, recuerdo, me anegaba lo bello como un
agua sencilla. Ni siquiera recuerdo cuándo dolió primero
esta sangre que llevo. No hay una fecha exacta
de mi arribo al espanto. Entraba a los misterios como
Juan por su casa y andaba enloquecido de tanta maravilla.
Todo esto sucedía de manera inocente. No escuchaba
el crujido, las roturas del día ni el dolor de
los árboles gastados por el viento. Simplemente crecía:
con la simple opulencia de un fruto en el verano.
Ni siquiera sabía que lo hermoso era hermoso: mi
padre inaccesible con su sombra gigante, mi voz que
no sonaba aún sino por dentro, el aroma a regazo que
envolvía a mi madre. Era como el reverso de la muerte
y el grito. Andaba por la vida húmedo de milagro.
No digo que recuerdo, pero mi país era casi de
un verde siempre. Por donde uno anduviera lo seguían
los árboles. El canal rumoroso lo partía en el
medio y luego se perdía por los cañaverales. Mi país
era bueno, loco de puro grillo, lleno de sol, maduro,
con sus lentos caballos. El agua, madre y greda, verde
de yerba mota. nos lavaba el racimo de las uvas moradas.
Jugábamos al río con el Canal crecido, robábamos
duraznos de corazón dorado, hacíamos fogatas altas
como nosotros y esperábamos siempre que sucediera
algo. Allí supe que puede suceder lo increíble apenas
uno quiera penetrar y habitarlo y sólo estar y estarse
padeciendo el misterio, quietecito, en silencio: sometido
al silencio potente de la sangre.

De esa verde memoria es que conozco el llanto:
traía un pan enorme. Detrás de mí, la tarde se
iba poniendo pálida. Entré en el callejón desenredando
un silbo que quería aprender y que no había
caso. Fue cuando abrí la puerta que el llanto se me
vino. La casa estaba llena de ese clamor extraño. Nadie me vio. Era el grito. Su primer estallido. Mi madre
como un trapo con el rostro en las manos. Mis hermanos,
el perro, la soledad más terca y el miedo, el
lento miedo cavando en mi garganta: de golpe el llanto
crudo, su jauría en mi casa.
-Papá!, -grité, ya herido por el miedo y el grito.
Y me volví a buscarlo sin saber que lloraba. Cuando
entré al Callejón la tarde ya era vieja. Yo corría aterrado
en busca de mi padre.
Después regresé al llanto, solo como el olvido, y
un gran rito de sombras me aguardaba en la casa.

(�Amanecer bajo los puentes�, 1970)

ORACIÓN A LA BANDERA

Quédate en el cielo, amor,
no bajes.
Aquí abajo los grises
son tan grises
que de algún modo gris
van a ultrajarte.

Y sos tan linda allá,
tan nomeolvides,
-simple ademán de madre
por el aire-
que si caes, amor,
con la ternura
con que caen las hojas
de los árboles;
si llegas a caer,
acaso nunca
vuelvas a ser tan cielo
ni tan madre.

Déjanos a nosotros,
los humildes,
los que nunca te usamos
ni abusamos
de tu inmenso silencio
planetario,
que cuidemos la altura
donde habitas,
celestemente hermosa,
como el aire.
Déjanos a nosotros.
De los otros,
es piadoso no hablarte.

PACHAMAMA

(Fragmento “Canto I”)

Estaba.
Era anterior.
Como fuego y sólo como fuego.

Eran caparazones andando para fósiles,
fémur como camino,
costillas como abrazos,
esternón donde estaba el temor como un hueso,
tal vez un clamor ciego,
un alarido solo,
tal vez,
primera carne animal y pesada,
sobre lo que ya estaba anterior,
bruscamente:
desde cuando la tierra se ensanchaba, girando
por entre torsos ígneos,
con triunfos de volcanes, cráteres, cordilleras
violentas como espaldas.
Tal vez ya preguntando por la hierba y el agua.

Estaba.
Era anterior
Tierra venía a ser. Inevitable era.
Venía a su crecer rompiendo las estrellas
por millares de noches
sin luna y como un grito
que mordiera en el tiempo, monstruosas cabelleras
de lava y refucilos,
de totales tormentas.

Venía como un niño,
umbilical, rabiosa,
revelando el relámpago,
proclamando la piedra,
instaurando estampidos,
el fragor, la intemperie,
domando astros venía,
hurtando espacios, sombras,
desde allá, del vacío,
a procrear el llanto, la música y la fiebre.
A inaugurar el hombre,
desde entonces, la tierra.

Remota y sin caminos,
venía simplemente.
Hasta los meridianos, hasta erguirse en los polos,
hasta alzar la cabeza sobre todos los soles,
hasta ubicar su abdomen caliente, enardecido,
hasta repantigarse sobre toda la noche:
la que se abrió en el cielo para siempre. Final.

Así venía tierra, así venía entonces:
como un grueso esqueleto rondando el universo.
Venía,
simplemente,
a quedarse en la noche.

Nadie soñando, nadie.
Los peces en silencio.
En aquel, el silencio, anterior a los peces.
Nadie hurgando raíces.
Digo desde el comienzo.
Antes de los pastores
que vendrían con perros.

Sin susurro y silbidos
de los bosques y el viento.
Antes de lo crecido.
Cuando no se nacía:
desde la misma, oscura, médula del silencio.
Desde allí tierra, digo.

Nadie.
Antes de la semilla y el sabor de los muertos.

Como si viera, digo.
Como al dorso del hombre.
Como tras de la sombra que venía conmigo.
Igual que regresando por abuelos perdidos
hasta la roca, el cauce,
la caverna distante, los rastros infinitos.
Como si fuera andanda por raíz de osamentas
que ignoraron el grito.
Volviendo, para siempre, por llantos y alaridos
hasta el primer gigante,
hasta el primer rugido,
hasta la primer vértebra del primer asesino.

Como de vuelta, andando,
por un gran nacimiento que subiera conmigo.

(“Pachamama”, 1953)

* Nació en Guaymallén, provincia de Mendoza, el 21 de abril de 1929.

PROHIBIDO PROHIBIR

Estaba la ventana dando voces
de agolpada y furiosa primavera,
se partía la yegua en un relincho
y era un ruido caliente la colmena.

Subían llamaradas a las ingles
y era muchacha el tacto de la greda.

Abajo, la semilla era un escándalo
y un grito genital toda la tierra.

La Juana miró a Juan. Juan a la Juana.
El sol, inmemorial, quemó la leña.

De lejos parecía que era un humo,
pero era de ellos dos la polvareda.

SAL TERRESTRE
(FRAGMENTO)

De pronto rudo párpado, lagrimal sin caricias,
fábula del salitre levantado a colmillos,
de un hosco cancionero dormido bajo el viento
y un agrio grito de agua detenido en la muerte
donde la espina cobra su nacimiento entero.

La arena se nos viene de una greda maciza,
de un roce de intemperies, de silencios completos,
se nos cae de piedra como una lluvia sólida,
planetaria y desnuda soledad de la muerte,
soledad con tus fauces partidas en el agua
donde tus vidrios ciegos amarran el silencio.

Una lengua lejana te levanta en la arteria,
sonora entre la sangre, ciego mito de siembra:
vestigio que llevabas por un solo camino
donde el polvo rescata su agonía de ausencia.

La sed quema, nos quema tu niñez de ceniza,
tu terrestre memoria sin música, tu ritmo
atado a la distancia con un tránsito viejo
de soledad callando tu soledad entre vértigos.

Esto de venir hondo, de traer un subsuelo
de astrología y yodo, navegando la piedra,
hoscamente en el fondo, en lo sordo sin tregua,
en una muda tumba puesta a sorber el clima,
canta, sal, rudo párpado, sequía en la sequía,
una mordida estrofa de profundas avispas.

(“Tomadas de la piel”, 1956)

TREGUA DEL DÍA

El mediodía huele a su naranja.

Sobre la mesa fulge un pan reciente
y el vino capitán guía su barca.

Hoy es día de pago
y está pleno,
está sobre el mantel repantigado
con un florero gordo en el ombligo,
redondo en la ternura de la casa.

Cómo huele la flor de la cocina!
Qué panzada de amor hierve en la hornalla!
Una alquimia laurel sueña en la olla
la danza material de las cucharas,
zahumando la antigua brujería que sube en el vapor,
que anda en el aire,
con su cesta floral poniendo aroma
en la voz aromada de la Paula. A esta hora viene.
Ella lo mira
por el ojo guardián de la ventana
y él abraza la fiesta de sus niños
y se viene racimo por el patio,
preguntando sucesos pequeñitos,
tropezando en el perro,
a carcajadas,
bebiéndose los ojos de los hijos,
sintiéndolos crecer entre
los brazos,
como sucede siempre a esta hora
que el mediodía huele a su naranja.

Qué nacional su voz!
qué idioma hermoso suena en su nombre
cuando llega y llama y dice traeme agua y ella corre
con el rocío que guardó la jarra,
el agua mañanera,
la del día,
la que le lava el polvo y el cansancio:
él se mete en su euforia,
chapalea,
se salpica de vidrios las pestañas
hasta que queda nuevo como un potro
que fuera por la lluvia galopando.

Con los niños detrás,
dándole vueltas,
moliendo el cascabel de las palabras,
va,
se sienta con ellos a la mesa
a presidir la bulla de sus pájaros.
Si se vieran vivir!
si les dijeran
que ésa es la paz, si fueran a decirles:
la paz del mundo vive en esta casa
qué ojos de no saberlo que pondrían!
qué fábula de asombro!
pobre Paula!
no atinaría más que a servir vino
y a ofrecer de lo poco su bocado,
porque hasta entender bien, qué pasaría,
qué haría él en medio de sus pájaros?
mirando a esos señores en la puerta,
oyéndolos:
-la paz vive en su casa.
-Esta es la paz que sueñan los que sueñan
-la paz?
-La simple paz que hay en su casa!

Pero no,
déjenlos.
No tricen esto.
De algún modo vital ellos lo saben.
Por algo él busca firmas por las noches
y es vocal titular del sindicato.

Hoy es día de pago,
día pleno:
el vino capitán canta en los vasos,
mientras la Paula sirve la comida
y el mediodía huele a su naranja.

(�Ahí va Lucas Romero�, 1962)